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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

6 de marzo de 2017

Calixto García. Biografía. 72


1896, Enero
“Un oficial subalterno no puede pagar donde está un Mayor General. Entrégueme en calidad de préstamo ese billete”.
El general García está en Nueva York, esperando la expedición que lo debe traer a Cuba. Su casa siempre está copada de jóvenes que lo admiran. Un día uno de esos jóvenes, orgulloso de su cercanía con el héroe, y deseoso de que los demás lo vieran con él, lo invita a comer a un buen restaurante (y enseguida avisa a los demás, para que vayan a admirarle, pero el general se entera).
Almuerzan y terminado llega la hora de pagar, el joven saca un billete de mucho valor; entonces Calixto, poniendo en sus palabras entonación severa, dice: “un oficial subalterno no puede pagar donde está un Mayor General. Entrégueme en calidad de préstamo ese billete”. El joven, rendido por el respeto, entrega el billete y el general paga. Después le traen el vuelto y el general lo guarda hasta el día siguiente en que lo entrega a los fondos de la revolución.
1896, Enero 25
Partida.






En un depósito de mármol, que da la impresión de que están en un cementerio, a la orilla del Hudson, se congregan 100 cubanos dispuestos a partir para la manigua. Destaca entre ellos el general Calixto García Iñiguez, de pie siempre, grave, silencioso, tal vez conocedor de anteriores expediciones que terminaron en fracaso.
Sus hombres visten de negro, llevan sombreros de castor y se mueven silenciosos, entre las sombras de la noche neoyorquina. A las diez y veintiocho embarcan en un remolcador. En tierra quedan algunos miembros de la Delegación Cubana y Enrique Trujillo, director del periódico “El Porvenir”.
Mar afuera los expedicionarios abordan el “Hawkins”, para entonces repleto del precioso material de guerra. Son en total, 107 hombres.
1896, Enero 26













Amanece. Los patriotas, que no han dormido, rodean al General, quien, en gesto nervioso, en él característico, se toca la frente donde tiene la herida gloriosa.
A las siete de la mañana se llama a los nuevos soldados y a los antiguos veteranos: se va a organizar el mando. Mateo Fiol, secretario general; general Miguel Betancourt, jefe de Estado Mayor; Dr. Ramón Negra, jefe de sanidad; teniente coronel J. Rodríguez, intendente general: brigadier Juan Fernández Ruz, teniente coronel Cebreco y general Avelino Rosas, jefes de grupo; Dr. Mariano Alberich, abanderado.
A las once se le entrega a cada hombre un morral con pantalón de dril y chamarreta, ambos de color sepia, botines de cuero inglés, una hamaca y un cobertor.
Al mediodía almuerzan y el barco, de muy poco andar, apenas se aleja de las costas norteamericanas.
La tarde va cayendo lentamente. El frío cala los huesos de la tropa
Alta mar
Fracaso
 A las once de la noche un expedicionario en alta voz se dirige a los patriotas que charlan animosamente: “Señores, el barco hace mucho agua” y para colmo desde las ocho de la noche se había descompuesto la bomba…
A las doce, y visto el peligro de hundimiento, el general ordenó botar el cargamento y poner proa a tierra. Primero se botaron los víveres, después el carbón y luego, cuando el agua subía, las monturas, los machetes, los revólveres, los fusiles, el parque, el cañón.
A las tres y cuarenta y cinco de la madrugada se desencadenó un viento tormentoso. El agua que subía incesantemente apagó las calderas. Se rompió el timón. Con el buque paralizado quedaron al garete. Con lo que encontraron los hombres botaban el agua, pero era mucho más la que entraba.
A las cuatro de la madrugada se improvisó una antorcha sobre la casilla del timón: en medio de la noche lóbrega, era aquella luz una llamada de auxilio.
A las seis de la mañana, la espesa niebla no permite ver a cien metros. Los patriotas continúan su estéril labor de sacar el agua, mientras cantan la Marsellesa. Luego Bernardo Bonne toma una flauta y entona el vals de Juventino Rosas. Calixto se mantiene en medio del puente: lleva capote militar. Ahora se quita el sombrero y habla a sus acompañantes: “Compañeros, vamos a morir, pero, morir luchando sobre los campos de la Patria o desapareciendo aquí, todo es igual. ¡Hemos cumplido con nuestro deber!”. Todos dan un viva a Cuba y continúan sacando agua.
De pronto se oye un grito que sale de los labios del muy joven Alfredo Rego, vigía de proa: Una embarcación. Es verdad, tres goletas americanas se acercan.
“Arriar botes al agua y embarco por secciones”, es la orden que da el general por conducto de un ayudante.
Dijo Carlos García Vélez que desde el barco salvavidas se les aproximó un bote en el que viajaba: “un mocetón alto y fuerte que aprovechaba las gigantescas olas provocadas por la tormenta, y cuando aquellas estaban en su cresta, extendía sus largos brazos y tomaba a los tripulantes del Hawkin por los fondillos del pantalón y el cuello dé la chaqueta y los pasaba a su lado. Cuando este rescató a mi padre este pensó yo aún quedaba en el barco que en esos momentos estaba por desaparecer, y entonces gritó: Se queda mi hijo (...) Fue un grito desgarrador que me llegó al alma, dándome cuenta del dolor que experimentó al creer que yo había sido abandonado a mi suerte”.



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