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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

31 de agosto de 2016

Historias a veces simpásticas y siempre tristes de haitianos braseros de la United Fruit Sugar Co. en la zona de Guaro, Herrera y Preston, Mayarí, Holguín, Cuba


Tomado de: United Fruit Sugar Co. el fin de su hegemonía
Ángel Fernández.
Editora Política 2011

 Donde se narran las historias que recoge la memoria colectiva de Holguín sobre los buenos haitianos que vinieron a vivir a esta zona norteoriental de cuba


Desde su asentamiento en Nipe, la United Fruit Sugar Co. tuvo las prebendas que a tan poderosa compañía les dieron los presidentes de turno de Cuba. Entre ellas la entrada de braceros caribeños para que sirvieran de mano de obra. Destaca entre estos obreros “importados” los de procedencia haitiana, que, preferentemente se asentaron en las zonas de Herrera y Guaro.

Batey de haitianos en Preston, Mayarí
Desde que nació, Tibor nunca se puso zapatos, de ahí que la capa cayosa en la parte inferior de los pies eran gruesa que podía caminar descalzo por encima de zarzales y de vidrios de botellas triturados sin sufrir ni siquiera un rasguño.

A poco de estar viviendo en Herrera, Tibor necesitó una lima para amolar su machete y su azadón y uno de los malsanos empleados de la Compañía le dijo maliciosamente que lo que buscaba lo vendían en la farmacia del pueblo de Cueto, y allá se fue el desdichado.

Más tarde se le vio regresar al barracón, empapado en sudor y lastimosamente agotado de la larga caminata, con su cachimba sucia y maloliente terciada en la boca y despidiendo más humo que una de las locomotoras de vapor recién llegadas a Cuba.

-¿Y qué, Tibor? ¿compraste la lima?, le preguntaron.
-No, butica no ten, parece acabó.

Es verdad que algunos rieron, porque siempre hay quien se divierte con las desgracias ajenas, pero otros se marcharon raudos, porque se les partía el corazón de pena.

Haitianos, corte de caña, central Preston, Mayarí, Cuba

El haitiano Tibodé se volvió loco en una “fiesta de santo” y sus coterráneos afirmaban que el hecho se debía a que Tibodé había lamido la cabeza al chivo que habían sacrificado, del cual, además, se había bebido la sangre durante la fiesta.

Según las tradiciones rituales de los hatianos, los santos tenían prohibido lo que había hecho Tibodé, que ahora tendría que pagar por su incumplimiento, y a la verdad que pagó caro: cuando le entraban las crisis Tibodé se colgaba con una sola mano de las soleras del techo del barracón y luego, Tarzán prieto en Herrera, se lanzaba desde un alero al otro y si no se iba hasta el pimpollo del caballete de guano y desde allá lanzaba soplidos como si en él hubiera encarnado un orangután endiablado al que tenían preso en una jaula.

Lo anteriormente narrado obligaba al harapiento auditorio a recular apresuradamente de manera que en la tropelía se caían los unos encima de los otros, y, cruelmente eran los indefensos y desnudos niños quienes quedaban abajo.

Un día la gente creyó que en su raro balbuceo Tibodé había pronunciado el número 68 y ya eso fue suficientemente sugestivo para que los adictos al “juego de la bolita” desembolsaran los centavitos que con tanto esmero habían ahorrado y lo pusieran a disposición de “la charada” con la esperanza de multiplicarlos si la suerte les sonreía y “tiraban” el bendito 68.

Sin embargo un gran desencanto les invadió en la noche cuando supieron que el número que “había caído” era el 86, que es el 68 al revés.

Haitianos, corte de caña.
Niene, uno de los hijos del hatiano Flemón, también se enloqueció porque no tuvo el cuidado que tenía que tener en una “fiesta de santo” cuando se comía chivo cocinado. En esos casos, entre otras cosas, no se puede lamer los huesos, como Niene había hecho.

Los hatianos de Herrera (y seguro que también los que vivían en otras partes de Cuba y los que viven en cualquier parte del mundo), criaban chivos que podían alcanzar la categoría de “chivatos”, que era cuando estaban preparados para ser usados en las tradicionales fiestas.

Los hatianos cuidaban con esmero a los chivos para que se hicieran chivatos, que es cuando envejecían y su tufo amoniacal se percibía a largas distancias. Era entonces que los sacrificaban inmovilizando al animal en el suelo, y mientras, dos adeptos, uno frente al otro, con sendas “macanas” de granadillo comenzaban a darle en la panza con todas sus fuerzas por uno y otro lado, hasta que el chivato reventaba. Luego vendría la fiesta.

Ya loco, a Niene se le podía ver completamente desnudo en medio del insólito jolgorio, pero sin poder disfrutar nada por estar hecho un guiñapo humano, un idiota atontado. Los que le conocieron dicen que siempre le corría la baba a raudales por todo el pecho y por encima del excesivo vientre, (excesivo por lo abultado, abultado por los millones de parásitos que lo habitaban). Cuando empezaba a brotarle saliva de la boca, todo el mundo se ponía en alerta, porque el final era siempre el mismo, el pobre hatiano caía al piso sin conocimiento de sí.

Según se comentaba, el padre de Niene, cuando él no era ni loco ni bobo sino solamente un niño vivaracho, lo estaba preparando para convertirlo en ñañigo, pero la verdad parece que es la misma de otros tantos hatianos: Niene fue una víctima más del estado de cosas que entonces imperaba entre aquella gente tan pobre que fue arrancada de sus tierras de origen y trasplantada en los alrededores del hoy Cueto, donde viven miles de sus descendientes. Los trajeron como braceros de la United, que es igual que decir que fueron esclavos de los yanquis capitalistas asentados en los alrededores de la bahía de Nipe.
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Macandá “cogía santo” pero eso solo ocurría después de beber grandes cantidades de tafiá, una bebida compuesta por alcohol comercial que se adquiría en las cantinas de los barracones y al que se le agregaba azúcar a gusto y luego se le daba calor hasta que comenzaba a hervir, momento a partir del cual se le consideraba lista para el consumo.

Cuando Macandá “cogía el santo” la gente lo rodeaba en coro alegre. El médium cantaba y las hatianas le secundaban, a la vez que bailaban a su alrededor, levantándose como se levantaban sus atuendos mugrosos hasta el cuello. 

A Macandá nunca le pasó anda porque según se afirmaba, tenía un poder muy grande, un muerto que había traído de Haití, por tanto Macandá era como un Dios invulnerable al que respetaban hasta los guardias rurales. Incluso, el cabo de la guardia del lugar decía: “a ese negrro no se le puede hacer ná, no vaya a ser cosa que… bueno, el diablo son las cosas”. 

Contaban que el respeto de los guardias por Macandá nació la vez que los rurales Galindo y Garlobo fueron a buscarlo decididos a darle unos cuantos planazos y luego llevarlo preso al cuartel por alteración del orden público en el barracón un día en que encañado con más tafia de la cuenta, Macandá se fajó con todo el mundo. Ese día fue cuando los guardias rurales se enteraron que Macandá era cagüiero.

La autoridad le hicieron cerco al negro que estaba dormitando en el hediondo barracón, pero cuando fueron a ponerle las manos encima, Macandá despertó y se convirtió en un chivo que tenía los ojos como dos brasas de carbón. Cobardemente los guardias salieron como “bola por tronera” y detrás de ellos salió Macandá, ya con figura humana, pero el negro no dijo nada, sino que se fue al río cercano a bañarse, y como lo vieron pacífico, los guardias, que querían llenarse de gloria ante la capitanía de Mayarí, trataron de agarrarlo llegando silenciosamente, pero Macandá se les convirtió en mata de escoba amarga.

Después volvieron a cercar a Macandá en los alrededores de un basurero que quedaba en las laderas del río Bitirí y cuando casi lo tenían en sus manos, hizo acto de presencia un majá de Santa María que se paró como una estaca y con su lengua doble y más fina que un alfiler engatusó a los guardias que se quedaron sin poder moverse aunque querían. Entonces, con el majá de guardián, los rurales oyeron una voz medio ronca que les hablaba desde atrás de una mata de higuereta. Les decía la tal voz: “Jara buena tarde, ¡saben con quien tan jablá?. Tá jablá con Durutí. Ustés son asesina, matá ja pobre gente y pronto, poco a poco, van a pagá to e daño que están jaciendo”.

Los guardias, atónitos y todavía sin poder moverse porque el majá no los dejaba, se cagaron en los pantalones, y cuando la mierda les hubo corrido por toda la pata del pantalón, se descongelaron y fue entonces que pudieron mirar que Macandá no estaba donde lo habían visto, pero, y eso fue causa del miedo mayor, comprobaron que el cagüeiro se había convertido en cosa invisible. Entonces comenzaron a correr y pasaron sin detenerse por Mayarí, donde no se habrían percatado de ellos si no es por la peste que iban dejando a su paso. Cuando el susto permitió a los guardias detener a sus piernas que corrían y corrían, se percataron que estaban en la mismísima costa de la bahía de Nipe, allá por Morales.

Más, si los rurales habían ido a buscar a la Virgen de la Caridad en el mismo lugar donde estuvo su primer altar en Cuba, para que la madre los protegiera, se equivocaron, porque la Virgen, seria e impetuosa como hacen las madres cuando nos equivocamos, y no apareció por aquellos lares.

Barracón de haitianos en Herrera, Cueto, Holguín, Cuba

Durante las primeras semanas de su estancia en los barracones de la United, los hatianos Gomosó y Tipol no tenían chapas, que era un pedazo de metal que le daban a los inmigrantes como prueba de que habían cumplido todos los requerimientos para comenzar a trabajar. Por eso los dos, sin salir afuera, pasaban el día y parte de la noche comiendo maíz seco asado.

Pero un día hicieron falta más brazos para evitar que se detuviera la molida del central (Preston, propiedad de la United en la orilla de Nipe). Entonces los autorizaron a que se incorporaran a los cortes, pero con la obligación que a falta de chapa de metal llevaran un trozo de cartón colgando al pecho en el que decía: “chapa pedida”, que era lo que iba a dejar tranquilo a Mister Spark si es que este se aparecía por allí y preguntaba. (Por demás, si Mr Spark “pescaba” algún hatiano sin chapa en el corte, a ese podía costarle que le suprimieran definitivamente la posibilidad de hacerlo alguna vez, lo que de hecho lo condenaba a morir de hambre. Haitiano sin chapa, además, podía ser repatriado), y eso lo sabían Gomosó y Tipol, que cuidaban su chapa de cartón más que a la niña de sus ojos.
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Con la cantidad de haitianos, más algún que otro jaimaicano y los cubanos que desde Maffo, Contramaestre, Palma Soriano, Santiago de Cuba y otros pueblos relativamente cercanos llegaban a las propiedades de la United en tiempo de zafra, con la esperanza de conseguir aunque fueran unos pocos días de trabajo, los bateyes se colmaban de un colorido diferente al que tenían en el tiempo muerto. En zafra los bateyes renacían en un inusitado ambiente que le daba aire de esperanzas. Y detrás de los cortadores aparecían, automáticamente, las meretrices o prostitutas o mejor, putas, que es como se les dice en Cuba, Titinam Keyké, Justiniana, Margaretty, Madam, Macomé, Osesé, la Japonesa y otras muchas de las que ya se nos borró el nombre.

Entre ellas las había de 25 y 50 centavos, pero la más cotizada era Margaretty, que era rubia y esbelta, por lo tanto, sobresalía entre tantas negras. Ella solía caminar muy elegantemente y con muchas presunciones; dicen que parecía que no ponía los pies pequeños en la tierra, sino que iba por los aires, flotando y provocando con sus incitadoras nalgas y con las estimulantes tetas. Era Margaretty una princesa, en aquellos desolados arrabales de la United.

Es verdad que en una ciudad cualquiera Margaretty podría estar clasificada en las últimas categorías, pero en el medio de los mares de cañas, donde no había mujer en varias leguas a la redonda, cuidadito compay gallo, que la rubia era más linda que la más linda. Y por eso hasta el más pinto de la paloma le tenía echado el ojo y, en los fríos anocheceres todo hombre que gustara de mujer, soñaba con hacer el amor con la diosa perfecta.

El proxeneta o chulo de la puta la obligaba cada noche a largas jornadas laborales y ella, trabajadora, se iba a acostando con aquellos hombres desaliñados y con insufrible olor a cachimba y a orina, que, en su más inmensa mayoría, no se bañaba diariamente y que se cambiaba de ropa cuando terminara la zafra. Pero, dicen, no importaba que quien pagara fuera una piltrafa humana, ella se ocupaba con una profesionalidad digna de una meretriz romana y a todos, (los que pagaban), le entregaba un amor profundo de esos que en las radionovelas son “hasta que la muerte nos separe”, porque la muy maldita sabía fingir mejor que lo bien que sabía hacer disfrutar de la carne. Y por eso todo el mundo aspiraba a unos minutos del tiempo de Magaretty y por eso acabados de llegar del corte, con las camisas cubiertas de esa sal que brota de los cuerpos cuando el sol abraza, sin soltar la mocha todavía y muy a pesar del profundo cansancio, corrían y pedían el último en la andrajosa cola (o fila) y de allí no se movían aunque tuvieran que esperar horas para recibir las espléndidas atenciones de la santiaguera Margaretty, que seguro que no se llamaba así nada, pero era ese su nombre de guerra.


El lecho de amor en el que la puta prestaba sus servicios era, por lo general, un magro colchón de hojas de plátano secas depositadas sobre el polvoriento piso de tierra de uno de los bohíos del batey.

Cerca del colchón todas las meretrices colocaban una palangana de esmalte, generalmente muy descarada de tanto ir y volver por esos pueblos del país. Y en la palangana ponían agua mezclada con piedras de alumbre con la que ellas se “aseaban” cuando terminaban con un cliente y antes de comenzar su servicio al siguiente. Decían ellas que el alumbre en el agua era para “no perder la forma”, porque el alumbre, dicen, aprieta las carnes y de esa forma el siguiente agraciado podría sentirse plenamente complacido al experimentar una mayor sensación durante el acto amatorio.

Para todas estas obreras, desde la agraciada Magaretty hasta la más fea, la más desdentada, la más mugrienta y vieja, como mismo para los macheteros, el tiempo de trabajo había que aprovecharlo, que el tiempo muerto tenía “la cara fea y ahorita lo tenemos arriba otra vez”. Esa última frase entre comillas era una de las que más repetían los cortadores y los proxenetas, por lo que todo el mundo trabaja en un frenético frenesí, cortadores y putas.

Margaretty era la más cara, un peso por cada hombre. Y después de tales jornadas ella solía mostrarse jactanciosa: “anoche gané 42 pesos”, decía donde sus envidiosas colegas la oyeran. Pero el dinero, se sabe, iba a parar a los bolsillos de su chulo, personaje este de pantalón de hilo impecablemente blanco aún en los tizneros que dejaba la caña quemada, zapatos generalmente de dos tonos y en la cabeza un viril sombrero de Castor con el ala delantera echada hacia abajo y ligeramente inclinado hacia un lado, camisa de variados colores semiabierta siempre para lucir la cadena de oro que se compraba con el sudor de sus mujeres. El chulo acostumbraba, además, a lucir espejuelos oscuros, preferiblemente calobares y en el bolsillo otra cadena, esta de plata, para sujetar el reloj de dos tapas que guardaba en su pantalón.

Lástima que el poco dinero que a ellas les tocaba no siempre lo podían gastar en el hijito enfermo que una tía o su madre le cuidaba. Las más de las veces de ese dinero tenían que tomar un poco para ir a una farmacia en Cueto y comprar penicilina para curarse la gonorrea u otra enfermedad venérea. Y a veces lo que compraban era “ungüento soldado”, para exterminar las colonias superpobladas de ladillas que se mudaban para sus zonas pélvicas.

De las putas negras que prestaban servicios en las colonias de la United, era Titina la que nada tenía que envidiar a la rubia Margaretty. Más bien era al revés, porque la rubia no tenía el cuerpo carnoso de la negra y tampoco sus gracias zalameras y seductoras.

Como prueba de su éxito, Titina decía a voz en cuello que por lo menos ella ganaba más que Keyké, la jabá, pero Keyké tenía un arma secreta: un lunar oculto que todos los hombres quería mirar y para eso pagaban.

El gran problema de Keyké estaba en que todas las noches perdía a sus primeros clientes porque estaba cumpliendo con un compromiso moral que había contraído con el haitiano Pití. Compromiso que consistía en que era a él al primero que recibía. A Pití, por su parte, también le traía ganancias ser el primero cada noche en el camastro de Keyké: cuando así ocurría, el haitiano ganaba todas las peleas de gallo que echara al día siguiente.

Después de Pití, Keyké quedaba enteramente libre para atender a cuanto alocado bracero necesitara de sus servicios, y entonces Keyké era incansable e indetenible, pendiendo como pendía de su cabeza, el tiempo muerto, que sería cuando los braceros se marcharan y entonces no habría cliente alguno por varios kilómetros a la redonda, y entonces la muchacha tendría que andar con una mano delante y la otra detrás, sin nadie que tuviera dinero para pagarse su  curiosidad por ver el lunar de la jabá.

Choco, descendiente de haitianos, con su grupo de niños en Cueto, Holguin, Cuba

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