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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

14 de enero de 2017

Eva Canel visita Gibara: "Lo que vi en Cuba"


"Gibara tiene algo de místico: en el ambiente de su vida moderna, en la tristeza de su descenso comercial, en el silencio de sus calles, flota un espíritu de dolor cristiano, dolor de ruinas jeresolimitanas; (se refiere a Jerusalén) dolor que cantan con sordina, al morir en los peñascos de la costa y en las arenas de la playa, unas olas muy tímidas que llegan perezosamente, a deponer la fuerza de su origen ignoto ante las incontrastables barreras de la tierra".


Ningún pueblo de Cuba ha dejado en mi alma tan profunda huella como dejó Gibara.  

Eva Canel                        
 


Por José Abreu Cardet 

Agar Eva Infanzón Canel nació el 30 de enero de 1857, en Coaña, Asturias. Pero sería conocida en el mundo literario con el nombre artístico de Eva Canel. Siendo muy joven se casó con el escritor Eloy Perillán Buxó. Lo acompañó en su exilio por Sudamérica. Al lado de su esposo se hizo escritora y periodista. Tiene una intensa vida intelectual en América del Sur. Al fallecer el esposo retorna a España y luego marcha a Cuba. Durante la guerra de 1895 se convirtió en una integrista convencida. Al producirse el desastre del “98” marcha a España para establecerse posteriormente en Argentina. Falleció en 1932.

Una de las obras más interesantes de esta escritora es su libro de Viaje “Lo que vi en Cuba”. Es el resultado de una prolongada visita a la isla entre 1914 y 1915. Prácticamente recorre todo el país. Para ello cuenta con el apoyo de la poderosa colonia de inmigrantes españoles que costean su viaje.


Los contactos de Eva en su viaje por Cuba son esencialmente con los inmigrantes españoles. De estos fundamentalmente con la clase media, comerciantes, propietarios de industrias, de fincas, algunos profesionales. Ellos son los que le costean su viaje. Con los que se siente además más cercana espiritualmente.

En este sentido Gibara, la que visitó y sobre la que escribió en su libro, no es una excepción. Fuera del marco de la directiva de la llamada colonia española y de los inmigrantes peninsulares de más relieve no nos ofrece otro paisaje humano sobre esta ciudad. De esa forma hemos perdidos las posibilidades que ofrecía para un viajero otros matices de la vida gibareña de la época. De todas formas dada la importancia de la emigración española en esta población en esa época y en especial su élite comercial, bien vale la pena acompañar a esta incansable escritora en su viaje a Gibara. Pero creemos necesario recordar lo que era Gibara en los momentos en que fue visitada por ella.

Gibara en el siglo XIX se convirtió en el puerto de una amplia región del norte de oriente. Por sus muelles se exportaban una gran cantidad de azúcar, mieles, tabaco, maíz y otros productos. Esta riqueza trajo una gran cantidad de inmigrantes españoles que se establecieron en la ciudad y controlaron el comercio. Mientras otros ocuparon parte de los campos cercanos a la bahía.

En el siglo XX las grandes compañías estadounidenses azucareras construyeron centrales azucareros en la zona y establecieron sus propios puertos. Además se construyó el ferrocarril central y por último la carretera central. Por estos llegaban los productos de importación desde La Habana. La bahía de Gibara es de escasa profundidad, los grandes navíos del siglo XX no podían llegar al muelle. El ferrocarril que unía a Gibara con Holguín era de vía estrecha por lo que no podía unirse al ferrocarril central. Todo esto influyó en el fin del puerto. Fue un complejo proceso que en ocasiones se ha simplificado considerando como causa única la carretera central. Pero el desplazamiento del eje económico de la zona a los centrales azucareros y sus puertos y subpuertos fue determinante en el ocaso de esta bella ciudad portuaria. Es interesante como esta escritora fue capaz de comprender que tras la ruina de Gibara estaba la acción de las grandes empresas azucareras. Al respecto afirmó en su libro.

El comercio de Puerto Padre como el de Gibara, languidece; es también tributario del “Comisariato” del “Chaparra”, como Gibara y el de todos los poblados próximos, por tanto los pueblos de la costa van languideciendo por la vida precaria a que los trusts los tienen condenados.

Incluso Eva nos sorprende con su propuesta de convertir la decadente villa en un centro turístico. Asunto hoy presente en esta primera década del siglo XXI. En fin acompáñenos en este viaje al pasado con Eva Canel.


Eva Canel


LO QUE VI EN CUBA.
Necesitaba marchar a Gibara: lo estaba deseando. La nostal­gia del mar comenzaba a invadirme. El mar es un elemento de vida para mi espíritu: lo necesito cuando estoy triste, no porque me quite la tristeza sino porque me la dulcifica, intensificándola más de una vez y arrancándome lágrimas que caen hacia afuera o hacia dentro indistintamente, pero acaso por eso alivian y suavizan la tirantez nerviosa.
Saturnino García quedó encargado de gestionar lo que me había llevado a Holguín y me marché a Gibara, a la que un tiempo fue la "Covadonga Chiquita" por buen nombre: en este caso el alias no puede parecernos malo.
"Covadonga Chiquita" quería decir que aquel era un rincón de Asturias y que predominaba el elemento astur en el puertecito de la costa oriental, tan rico y floreciente antaño, donde "corrían las onzas de oro", como dice el vulgo.
Al salir del hotel holguinero me presentó el Sr. Trasorras, al que era dueño de otro Hotel, ese en Gibara, y quien hacía el viaje conmigo.
El presentado no me dejó “pie ni pisada", pretendiendo cam­biar mi decisión de hospedarme en un hotel antiguo que me habían recomendado. Me dijo que acababa de establecerse, que sus habitaciones eran frescas, limpias, alegres. Ofrecerme habitación en tales condiciones, cuando acababa de salir de una cueva, no hay duda que era tentador: le dije que me decidía a probar la novedad flamante de su casa y a la verdad no me pesó.
Me instaló el buen gallego, que era gallego y joven, en dos ha­bitaciones sencillísimas, de pobreza casi franciscana, pero tan lim­pias, tan aireadas, tan silenciosas; situadas en un pabellón nuevo, solitario y elegante, por su escalera exterior, que me pareció caricia de oasis la brisa que el mar nos enviaba para refrescarnos.
Aquella tarde no quise ver a nadie: necesitaba gozar a pulmón pleno, mirando el mar, aspirando sus emanaciones; escuchar los ruidos del silencio, ruidos muy elocuentes porque suenan dentro de nuestro cráneo y de nuestro pecho, con armonías de ritmo propio, de cadencia íntima, de compás adaptado al movimiento de las sen­saciones.               
Comprendí entonces por qué se había llamado aquel pueblo "Covadonga Chiquita."
Gibara tiene algo de místico: en el ambiente de su vida moder­na, en la tristeza de su descenso comercial, en el silencio de sus calles flota un espíritu de dolor cristiano, dolor de ruinas jeresolimitanas; dolor que cantan con sordina, al morir en los peñascos de la costa y en las arenas de la playa, unas olas muy tímidas que lle­gan, perezosamente, a deponer la fuerza de su origen ignoto ante las incontrastables barreras de la tierra.
Todo esto, percibía, escuchaba, ávida del silencio supremo con que nos aísla el ruido de las olas y el silbido del viento, y el roce de las ramas, y el canto de las aves libres, pues las aves cautivas adquie­ren la garrulería del hombre y en ciertas ocasiones molestan en vez de deleitarnos.                
Ningún pueblo de Cuba ha dejado en mi alma tan profunda huella como dejó Gibara.                          
La presencia de D. Javier Longoria debe haber influido y casi estoy de ello segura.      
Gibara ha sido un  feudo bien cuidado de la familia de Longoria: ellos engrandecieron aquel pueblo, ellos lo enriquecieron y elevaron: cubanos de alta posición pecuniaria y social existen hoy que deben a D. Javier Longoria que los lanzase en la carrera del trabajo y el éxito.
El primer Longoria que fomentó Gibara, tío de D. Javier, se retiró dejando a los sobrinos en su puesto. Fue D. Javier el jefe de éstos: otro era médico, padre del actual vicecónsul de España, naci­do allí como todos los hijos de los Longorias.
El vicecónsul, Pepe, es un arrogantísimo muchacho tan caballero como arrogantísimo: ni el apellido ni la raza han padecido merma en su persona y esto los honra a todos. D. Javier que fue senador nacional y fue potentado y educó una familia distinguidísima nacida en Gibara y desarro­llada en España, y educada en Europa, ha vuelto al nido de su juventud, no pobre, porque no lo son nunca los hombres de su tem­ple, de su talento y de sus condiciones, pero con su fortuna muy mermada.
Reedificó su casa, una casa palacio, modernizada con todos los encantos del arte y del saber vivir y con un frente al mar, el mar sugestivo de Gibara en cuya superficie parece que se balancean car­dúmenes de gnomos, canturreadores de melodías, arrastradas desde el fondo oceánico.                             
Los españoles de Gibara poseen un edificio hermoso, nuevo, ele­gante, el presidente era entonces un simpático asturiano, D. Fran­cisco Fernández y el Secretario D. Mauro Diez, de Imarca, hermano del malogrado marino Alfonso Diez, capitán de la casa de "Pinillos Sáenz y Cía.," y muy amigo mío cuando hacía la carrera entre Cádiz y Cuba.         
No puedo dar un paso por ninguna parte sin tropezar con recuerdos entristecedores. ¡Por qué se vive tanto!
Debiera uno morir después de haber encaminado por la tierra a nuestros hijos, y cuando ya van solos en pos de su destino. Tiene la naturaleza caprichos estupendos.
Pero así Dios lo manda; callemos acatando.
Gibara debiese ser la estación veraniega marítima de [Santiago de] Cuba como el Puerto del Boniato es de la montañosa.
En Gibara hay un balneario pero eso no lo constituye todo, podría decir que no constituye nada: no hay urbanización, no hay hoteles atrayentes que se necesitan como gancho del bañista acomo­dado y Gibara empobrecida en su comercio que acaparan los comisariatos de los "Centrales," anémica en su existencia toda, es sus­ceptible de vida artificial próspera, más que desahogada[1].
A una legua de la población existe una manantial de aguas sulfurosas de calidad subida: curas maravillosas han hecho las aguas del "Arroyo hediondo," como le llaman los nativos. No hay carretera, no hay balneario, pero hay enfermos en los alrededores que conocen las propiedades del manantial, para ellos famoso, y en busca de salud van y la encuentran: pero nadie se arriesga en una empresa, de tan seguros resultados si se llevase a efecto con inte­ligencia.
Si los hombres del Norte tomasen por su cuenta elevar a Giba­ra, haciéndole producir mucho, Gibara resultaría la estación veraniega  más productiva y saludable. Las aguas del "Arroyo hediondo" serían río de oro: los muchos, infinitos enfermos que en Cuba nece­sitan aguas sulfurosas, las hallarían muy cerca.
Pero si los hombres del Norte hiciesen de Gibara un lugar salu­tífero, no irían los cubanos a los Estados Unidos, llevando a las cajas norteamericanas el producto de sus desvelos y de sus afanes para engrosar los pingües rendimientos del azúcar.
Hacer de Gibara una estación veraniega, útil, sanitaria, sería obra de patriotismo productivo: siempre lo es cuando el patriotismo sale de lo interno, hondo, consciente y desinteresado.
Sin necesidad de los trusts, en Cuba podría germinar una socie­dad gibareña con arrestos suficientes para emprender esa evolución que traería otras y otras y engendraría nuevas evoluciones benefi­ciosas al país. Las cosas caen del lado que se inclinan y si Cuba acentúa demasiado su inclinación hacia el Norte el Norte la envol­verá en sus torbellinos sin dejarle aire respirable.
Que Cuba sea eternamente cubana interesa por igual a los cubanos y a los españoles que en ella viven: en segundo lugar inte­resa a los hispanoamericanos, a cuantos pueblos de nuestra raza pueblan el continente.
Pues entre cubanos y españoles residentes en Cuba, hay margen y se pueden formar empresas de cubanización que no necesitan millones: con respetable capital y honradez en la administración y talento en la realización, se va muy lejos, porque va lontano el que va piano, según aforismo de los italianos.
En  Gibara hay un capitalista super, como diría un madrileño: el Sr. Beola,  pero el Sr. Beola ha llegado a una edad en que no gusta emprender cosas de éxito lejano aunque sea seguro. Los hombres en tales circunstancias se dedican a exprimir corajudamente la naranja que tienen en la mano y poco les importa que maduren las otras.
Gibara le debe algo a Beola pero podría deberle mucho más y le debe­ría seguramente si fuese posible arrebatarle veinte años, única cosa que se dejaría arrebatar, sin poner pleito al ladronzuelo.
El Sr. Beola es muy amable y caballeroso en su trato particular. Cuando me lo presentó D. Javier Longoria en su oficina de la Estación, (el Sr. Beola es hoy dueño del ferrocarril que va a Holguín), me soportó sonriendo, que le pinchase un poco el amor propio, para realizar algo más en favor de Gibara. No creo haberlo entusiasmado, ni hecho partícipe de mis entusiasmos.
Pasé un día feliz en el palacete de D. Javier Longoria: su esposa, una gibareña que ha paseado su arrogancia, su hermosura y sus virtudes por la alta sociedad española durante muchos años, ha vuelto a su pueblo para cuidar a la anciana madre y recoger su ultimo aliento, cuando Dios sea servido llamarla a mejor vida. La señora de Longoria, que no puede dejar la distinción en las grandes ciudades ni en los grandes salones porque la lleva en sí, resulta hoy, en aquel rinconcito abandonado de la costa Norte, una infanzona castellana olvidada por la balumba de los tiempos y reencarnada en la mujer moderna pero de alcurnia limpia, tersa y bien aderezada
Los Sres. de Longoria  vivían allí acompañados de su hijo, un joven con todos los recortes aristocráticos de la sociedad en que se ha educado y ha vivido.
Nuestro almuerzo no fue en Gibara fue en Europa: no era ficción de nuestra voluntad; era función amnésica con relación al tiempo y al lugar en que nos encontrábamos.
D. Javier arreglaba entonces su biblioteca en la planta baja del edificio: en el frente de esta misma planta se encuentran perfectamente instaladas las oficinas del viceconsulado, cuyo titular, como he dicho, es Pepe G. Longoria y basta con el nombre para que todo el mundo le añada un adjetivo de los más elevados en simpatía y agrado.                                  
En la Colonia Española me obsequiaron con un champagne y las familias del presidente, de Ordoño y de Loza me obsequiaron también galantemente.        
El presidente D. Francisco Fernández creyó, al principio, que yo sería una insoportable rebuscadora de frases demostrativas de todo eso que necesitan ciertos escritores de ambos sexos para pre­sentarse, pero cuando vio en mí una paisana más (es asturiano) perfectamente inteligible, él me probó que ni era corto, ni tampoco tímido y que lo mismo se las había con la presidencia de la Colonia que con las escritoras trashumantes.
Fuimos buenos amigos. 
La señora de Fernández muy amable y cariñosa, tuvo la bondad do obsequiarme un paquete de manzanilla de España: ella la tenía siempre: la de otras partes no le resultaba.
¡Qué olor tan exquisito!
Después de muchos años sentí el aroma de mis prados; el aroma de flores guardadas por mi madre en tarros de cristal, después de escoger mucho y de limpiarlas con esmero.
Sentía marcharme de Gibara: aquel cuartito limpio donde no había mosquitos porque la brisa fortachona no les daba cuartel; donde ni se sudaba ni se oían ruidos molestos; y en cambio el de las olas al morir en la costa, llegaba dulce, evocador de otras eda­des y otra vida...
Ni ensoñadora ni poetizante: no soy por mi desgracia ninguna de estas cosas, pero sí endevotada de todo cuanto me recuerde el pasado y sin saber por qué vivía en Gibara una existencia ya desconocida.                                            
Cuando me despedí de todos en la estación y dije adiós a don Javier Longoria, mástil enhiesto de un pasado honroso, comprendí entonces que había vivido no en Gibara, en Covadonga, porque aquel hombre noble, grande en la pena que los recuerdos y las decepciones deben producirle, era una sombra de la cueva gloriosa, que me ha­bía cobijado durante aquellos días.
Cuando se puso el tren en movimiento no pensé en mí,  no pensé en nadie más que en D. Javier y dije: "¡Adiós! ¡Adiós, Covadonga Chiquita!"
Lo dije sin mover los labios pero con rocío en los párpados y temblor en el alma.
En aquellos momentos, recordé un hecho que voy a referir: es muy hermoso, muy hermoso.
A principios del año 1896 fui a Méjico a descansar un poco y buscando salud. Mi señorita de compañía era una joven ingenua, sencilla en su pensar y en su sentir: de casa de sus padres había venido a mi cuidado: de mi cuidado pasó a formar hogar: un hogar envidiable del que ya dejo hablado.
Claudia no conocía la bandera española cuando llegó a mi lado. Entonces no se veía la enseña patria en ningún pueblo ni en ningu­na villa de España y menos en las escuelas públicas.
Llegaba de Galicia con vestidos de moda, con botas currutacas, con equipaje bien emperegilado, pero no conocía, digo, la bandera española. Al cabo de algún tiempo la conocía y la amaba sin que se la excitase.
En el gran paseo de la Reforma, de Méiico, hay un colosal monumento a Carlos III: la figura ecuestre del monarca es arrogante y hermosísima.
Claudia no era parlanchína ni preguntona: era callada, obser­vadora, pero una tarde que paseábamos en carruaje por la  "Reforma" me preguntó de quién era aquella estatua: se lo dije y se sor­prendió de que un rey español estuviese allí.
Me sentí maestrilla de mi señorita de compañía y aproveché el paseo para explicarle todo aquello que podía darle idea de las cosas, en forma comprensible, tan comprensible que se conmovió visible­mente.
Desde aquel momento cada vez que pasábamos delante del monumento echaba a la estatua miradas cariñosas.
La mañana que pasamos por última vez rumbo a la estación, nos acompañaban dos caballeros ocupando asientos en el mismo ca­rruaje: como íbamos hablando ellos y yo no me di cuenta de los sitios por donde pasábamos.
Cuando nos quedamos solas, arrancó el tren y perdimos de vista las personas que nos despedían desde el andén, me dijo Claudia dulcemente y muy bajito para que no la oyesen los compañeros de viaje:
Señora: al pasar por delante del Rey le dije: ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós!
Jamás he oído adiós más tierno, ni más hondo; era un latido inexplicable, incomprensible en semejante criatura, del sentimiento indefinible cuyo verbo es la patria.
Si alguna vez durante mi existencia he podido estudiar este sentimiento en un alma diáfana transparente y pura, fue entonces. Estaba Claudia muy lejos de aquilatar toda la grandeza, de su espíritu tranquilo, terso, sin complicaciones ni dobleces.
Y cómo se le ocurrió a usted decirle adiós?—le pregunté.  
—Porque se quedaba solo.   
Para ella marchándonos nosotros se quedaba solo aquel Rey de España en tierra extranjera.
Pues eso mismo me pareció a mí al salir de Gibara: que don Javier Longoria se quedaba solo.
Su esposa, su noble, su amantísima compañera había nacido allí y  allí vivía su madre: no era extranjera, por lo tanto[2].



[1] Es interesante la agudeza en sus criterios al analizar como la causa de la ruina de Gibara a los grandes centrales estadounidenses. También no deja de ser interesante que señala la importancia del turismo para Gibara.   En los primeros años del siglo XXI el futuro de esta ciudad parece que será el turismo como lo valoró Eva Canel en 1915. 
[2] Este texto lo hemos copiado textual del libro de Eva Canel    “Lo que vi en Cuba (A través de la isla )” Habana. Imprenta y papeleria La Universal 1916  pp. 261 272














 agudeza en sus criterios al analizar como la causa de la ruina de Gibara a los grandes centrales estadounidenses. También no deja de ser interesante que señala la importancia
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