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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

29 de abril de 2011

El poder del domingo en Cosme Proenza. Megaexposición del artista después de 40 años de creación

 
A Cosme Proenza le fue dado el don de ver las cosas en profundidad, apreciar, como pocos, el color; disfrutar a plenitud la vida con la beatitud de lo cotidiano.

Consciente de que quería ser pintor, la belleza del sitio donde le tocó nacer influyó en su educación estética posterior.

La vida tranquila del campesino, y el paisaje que le rodeaba en su infancia, marcaron esa línea sinuosa y casi erótica con la que alcanzó un credo estético; una forma de expresión que arrancó con el dibujo como entretenimiento primario, como la gran arquitectura de su obra posterior.

Dibujante, ilustrador y muralista, Proenza (Holguín, Cuba, 5 de marzo de 1948) se graduó como Master of Fine Arts en el Instituto de Bellas Artes de Kiev, Ucrania. Émulo del Bosco en la isla, cuenta con una treintena de exposiciones personales en su país y en el extranjero.

Sus obras integran las colecciones del Museo Nacional de Bellas Artes, en La Habana, y el Museo del Vaticano, en Roma. Parte de su prolífica creación también se aprecia en colecciones particulares en más de 20 países.
 
 


-¿Cuándo supo que sería pintor?

-Yo tenía ese concepto bien claro desde que tenía 9 o 10 años de edad. Por aquel entonces mi primo más cercano, con quien compartía juegos, decía que iba a ser ingeniero eléctrico y ni siquiera me embullé, no me interesó. Yo era una especie de bicho raro en la familia; estudiaría una carrera que no servía para nada, mientras que el otro iba a estudiar algo que daba dinero.

Al final, no sé cuántos beneficios económicos le habrá dado su carrera a él, pero a mí me produce muchas satisfacciones y no las cambiaría, para nada, por ninguna de sus experiencias como ingeniero.

Doy gracias a Dios porque todo haya sido tan orgánico. Yo estudié pintura porque me gustaba, me gradué y tuve que trabajar en diversos empleos con un fondo salarial. A veces, un cuadro mío se vendía por casualidad, aunque regalé muchísima pintura, eso sí.

Hoy me resulta paradójico oír hablar de comercio del arte en Cuba, un contrasentido, porque solo existe la posibilidad de vender obras, que es otra cosa. Vivo de esto último pero no de un comercio, porque mi obra no es comercial. Nunca he hecho concesiones de carácter comercial y nunca las haré porque no tengo necesidad.

Yo no pinto para vender, pero vendo lo que pinto. Además de eso, me doy el lujo de quedarme con determinadas obras, con las que creo debo conservar. Si lo hice cuando no vivía de la pintura y tenía que pensarlo muy bien para no deshacerme de una obra, ¿cómo no lo voy a hacer ahora?





El tránsito es más interesante que el propio camino en sí. Es como el Camino de Santiago; hay un periplo más sugestivo que la llegada a Santiago de Compostela. Lo lindo está en el camino y creo que mi obra es un poco eso.

Visto por mí, lo atractivo de mi obra es la obra en sí, toda. En su conjunto es una especie de discurso que, si bien se valora, la convierte en un hecho plástico digno de tener en cuenta en la cultura cubana.

Don Fernando Ortiz dijo que la cultura cubana es un ajiaco, un compendio de la cultura universal, y yo soy uno de esos componentes del ajiaco. Es decir, mi obra no se puede leer de otra manera; lo cubano de mi obra está precisamente en el ajiaco.

Mi cubanía es esa. Es la de ser todo el mundo en uno solo, y convertirla en un elemento. Cierta vez, Alicia Alonso expresó algo que a ella misma se le había olvidado. Le dije: “Me encantó la forma en que definiste la cubanidad cuando dijiste que Giselle o cualquier pieza del ballet se convirtieron en elementos de la cultura cubana por un fenómeno de popularidad. Cuando se baila Giselle en Cuba, es parte de la cubanidad”.

El tránsito de mi obra creo que no ha concluido, está sujeto a otro cambio, de hecho ya ido cambiando sin proponérmelo. Soy, ahora mismo, 15 pintores en uno solo. No es un discurso a ultranza, posmodernista. He saltado también en el posmodernismo y eso es parte de mi obra, pero no ha hecho más que reafirmar mi discurso.


 
-Usted es una persona muy asequible y comunicativa, pero a la vez distanciada. ¿Por qué?

-Hace poco, mi hija me aseguró que no me entendía, porque le había dicho que me encanta mi soledad. Es muy difícil meterse en la piel ajena para poder entender cosas de ese tipo. Yo soy una persona que, más que disfrutar de un encuentro social donde hay mucha gente, prefiero un día tranquilo, en solitario.

-¿Y cuándo llega ese momento?

-Cuando llegue, por eso mi soledad es tan libre. Me gusta mantener ese estado en que digo: “Ahora voy a agarrar un papel y voy a hacer tal cosa, me dio la gana de hacerlo, sentí deseos de hacerla”. No es que tenga algo programado, pero me gusta trabajar en la mañana.

Una vez que empiezo con una obra, no soy de los noctámbulos que se pasan la noche entera sufriendo. Nada de eso. La noche se hizo para muchísimas cosas, menos para trabajar. No quiere decir que sienta deseos de pintar en la noche y no lo haga, pero no es la norma. Soy una persona que aporta mucho en la mañana, porque el mundo no te ha movido nada, es cuando la persona descansó y está fresca.

 
-Su arte puede parecer elitista, sin embargo es un arte popular.

-Esa parte es toda una teoría, para mí es algo muy interesante. Mi arte, por raíz, de donde sale, es muy elitista, pertenece a la más alta élite visual. A lo largo de los siglos el arte más elitista se ha ido sedimentando, se ha ido popularizando y se ha ido viendo en libros, en revistas, en películas. Ya la población de esta época ha tenido contacto suficiente como para que forme parte del gusto personal.

En mi caso, no está hecho para complacer a alguien. Creo que a mí mismo, sí; hay una autocomplacencia a la hora de seleccionar un tipo de figuración. Mi obra es un fin que tiene un sentido mucho más profundo en la historia del arte, y es creer que esta existe, independientemente de que haya gente que piense que está muerta.

Creo haber sido uno de los que ha dado a mi país y a su cultura el medioevo que no tuvo, el barroco que no tuvo, todo lo que no tuvo a través de los ojos de un caribeño, de un aborigen, de un guajiro que ve esas cosas con otra óptica, convertidas en pintura cubana, gústele a quien le guste.




-Todo el mundo habla del paraíso de Cosme. En verdad, ¿usted se creó un paraíso o se creó un mundo sobrenatural donde exclusivamente habitan sus seres imaginarios?

-Todos los seres humanos tenemos un paraíso donde evadirnos. No quiero decir que estoy evadiendo algo. Soy un ser con los pies bien plantados en la realidad y muy concreto en lo que vivo, pero tengo otra dimensión: la dimensión espiritual, que me permite viajar.

Me considero privilegiado porque entiendo muy bien a José Lezama Lima, que no tuvo necesidad de sacar sus pies de Cuba, es decir, él viajaba, tenía suficientes alas en la cabeza y aunque pareciera que recorrió el mundo no tuvo necesidad de hacerlo.

Es como mi pintura. Ese paraíso es mío, al fin y al cabo es una especie de paraje diferente. Es un lugar seductor y, si me seduce a mí, espero seduzca a los demás; puede constituir un espacio de especulación, o no. Hay personas que me han dicho que mi obra es de evasión; otros, con quienes comparto más el criterio, aseguran que es una obra de resistencia.

-¿Por qué una obra de resistencia?

-No es de resistencia política, ni de resistencia económica. Nada de eso. Es un arte que está diciendo que, a pesar de los puntos de vista en que está viajando el arte contemporáneo, la obra debe estar viva; la cultura universal existe.

Es decir, el arte es vivo, es algo que hizo el hombre y ha ido evolucionando, y lo que hago es tratar de mantener una imaginería, una forma de ver el arte –incluso, en la manera de ejecutarlo-, porque en pleno siglo XX, con una tecnología muy sugerente, mantengo formas que pueden ser conservadoras pero las llamo de resistencia.

En síntesis, el arte no puede, bajo ningún concepto, perder el olor ni el sabor.




-¿Cómo se ve Cosme Proenza a sí mismo?

-A veces, la peor opinión es la que tiene uno de sí mismo. Como he cambiado tanto en mi vida, he tratado de ser lo que creo en el momento que lo he hecho. Me veo como un ser muy dado al cambio y lleno de esas posibilidades, de tener hoy un criterio y de mejorarlo o anularlo mañana, si fuera necesario.

Eso quiere decir que no soy esclavo, ni de mi vida ni de mis cosas, ni de costumbres tampoco. Aparentemente soy una persona muy ordenada, muy dado a la costumbre, a no romper esquemas, pero no hay nada más distante que esa realidad.

Quizás de una vida interiormente tormentosa, he hecho un arte muy sereno. Hay gente que saca sus demonios; a mí, en cambio, se me quedan, y entonces saco los ángeles, esa parte que los demás disfrutan y que yo disfruto también.




-¿Ha pensado en que llegue el momento de decir: “stop”?.

-No, eso lo marca la muerte. El día que me de cuenta –y ojalá suceda- que no tenga nada importante que decir, me detendré; pero sucede que a mí me encanta pintar, y nadie deja de hacer lo que le gusta.

Yo no tengo sentido interno de necesidades de parar algo, porque no tengo compromisos de continuar haciendo una misma cosa.

Si hay algo que creo tiene de valor y es interesante mi obra es, precisamente, su conjunto, el discurso total. Como concepto, pienso que el cuerpo vivo de ella es el conjunto, por eso la conservo. 



Entrevista: Pedro Quiroga.
Fotos de las obras: Amaury Betancourt

Megaexposición del maestro de la plástica Cosme Proenza.

El centro de arte de la ciudad de Holguín acoge la megaexposición Paralelos, historia y tradición del arte occidental, una muestra que celebra los 40 años de vida artística del reconocido pintor cubano Cosme Proenza.




Cosme Proenza Almaguer nació en 1948 en Holguín y estudió primero en la ENA (Escuela Nacional de Arte) en La Habana y después en el Instituto de Bellas Artes de Kiev, donde se graduó de „Master of Fine Arts“. Sus obras recibieron 13 premios y forman parte de 23 colecciones de museos en 23 países, entre otros, en el Vaticano.
"Artista es aquel que puebla el vacío con sus fantasmagorías. El que muestra al mundo su imagen interior sin recato. El que es dueño de un espejo cóncavo.
Cosme Proenza parece seguir este decálogo con fidelidad. Su arte lleva el hálito del mundo en su entraña holguinera.
El no cree en falsos nacionalismos ni en estereotipos de la identidad.
El no conoce el pudor. Se enfrenta al lienzo, dueño y señor de su cabeza, de sus fantasías. Nadie se ha apoderado de la tradición como él, nadie con manos más firmes y ondulantes ha recreado al Bosco como él; no creo que en Cuba haya un pintor más excéntrico, más aparentemente ajeno.
El tiene el poder del domingo, la llave del castillo encantado.
Su dibujo es seguro y delicado, su tratamiento del color le da una dimensión lírica a su postmodernismo, la fortalece, le provoca una epifanía. Su hedonismo reúne a todas las fuentes, la erótica, la hídica, la mítica...
Pocas obras de arte cubanas muestran un virtuosismo tan inusual."
Miguel Barnet.

La exposición «Paralelos. Cosme Proenza: historia y tradición del arte occidental», contentiva de 114 obras de ese artista cubano de la plástica, se inauguró el jueves 28 de abril de 2011 en el Centro de Arte de esta nororiental ciudad.

En declaraciones a la prensa local el pintor explicó que esta muestra celebra 40 años de trabajo y reúne piezas a través de las cuales se pueden analizar las distintas etapas de su creación, además de rendir tributo a la tradición pictórica occidental desde el siglo XV hasta finales del XX.

«No busco la originalidad individual, enfatizó Proenza, sino la visualización de cuatro décadas consagradas al arte, lo cual será posible porque todas esas obras se encuentran en mi poder o en instituciones culturales de Holguín».

«Paralelos…» ocupa las tres salas del Centro Provincial de Arte  (Sala Moncada) en cuyo espacio principal se expondrá una obra realizada especialmente para esta conmemoración, titulada «Medio Occidental o el fin justifica el medio». Esta muestra tiene mucho de didáctico y ofrece una mirada de un creador que ha permanecido en Holguín, porque es aquí, dijo, donde me siento cómodo para crear y trabajar.

Explicó que no es un pintor de vanguardias o tendencias, sino un artista que mira lo que le antecedió en el terreno de la plástica, lo estudia y lo trabaja con mucho ahínco.

La expo, comentó, hay que mirarla también desde el ángulo de la investigación, porque resume muchos años dedicados al estudio de cinco siglos de pintura en el mundo.

Jorge Cuevas Ramos, Miembro del Comité Central del PCC y Primer Secretario en la provincia y Vivian Rodríguez, Presidenta de la Asamblea Provincial junto al artista.


Para ver una selección de las obras expuestas haga clic aquí



La Salida - Emerio Medina


El cuento pertenece a su libro inédito La Grand Havana o el tiempo perdido.

Entonces había mucha gente tratando de irse. Mucha gente haciendo sus planes y sus cálculos. Se inclinaban de noche sobre los mapas y trazaban rutas en el agua. Gastaban el dinero en cualquier embarcación. Vendían las reliquias y las joyas para comprar un bote que pudiera sacarlos de la isla. Todos los ahorros se entregaban por un bote que aguantara bien el mar. Por una lancha vieja, o por cualquier cosa con motor. Por cualquier cascarón sin pintura y sin nombre que pudiera flotar sobre las olas y se dejara empujar por el viento.

De noche se quedaba la gente mirando el mar. Hasta muy tarde se quedaban en la costa. Miraban las olas que se rompían contra el muro con espuma abundante. Con el brillo de las fosforescencias marinas. Se rompían las olas con un bramido de agua que decía de otra vida en ciudades lejanas. De otra vida y otra gente. De otras cosas y de otras maneras, y la gente lo creía. Lo comentaban entre sí. Decían que pronto cambiaría todo. Que todo sería mejor en el futuro.

La gente miraba las olas y el horizonte. Más allá del horizonte y de las olas estaba la otra vida. La gente hacía sus planes de irse. Las familias enteras. Los padres con los hijos. Las novias con los novios. Encendían velas a los santos y prometían portarse bien. Prometían estudiar y prepararse para la vida nueva que los esperaba detrás de las olas, sobre el horizonte, en algún sitio lejano, en algún lugar desconocido.

Las familias enteras miraban el mar. Los jóvenes y los viejos miraban. Los que aún crecían miraban también. Lo aprendieron de los padres y de los abuelos. Lo aprendieron en la calle y en el patio de la casa. Lo aprendieron en los parques de la ciudad.

Y mirar el mar se les hizo costumbre.

La ciudad se quedaba vacía por las noches. La ciudad entera se mudaba a la costa.

La gente no podía hablar de otra cosa que no fuera el mar. Conocían los caminos en el agua como las calles de la ciudad. Cocinaban en fogones improvisados en la costa. Comían hablando del mar. Hacían el amor y esperaban su momento.

Y hubo mares tranquilos y mares revueltos. Hubo mares tan profundos como el gran océano, y mares con el fondo claro y cercano. Y hubo mares perfectos para irse.

Pero el momento nunca llegó.

Esperaron mucho tiempo, y se cansaron de esperar. Regresaron a sus casas y siguieron viviendo como antes. Con sus problemas grandes y sus problemas pequeños. Con sus alegrías y sus escaseces. Con sus cosas de a diario y sus cosas de siempre. Con sus nostalgias por la otra vida y sus planes guardados en secreto. Con sus ilusiones quebradas y sus esperanzas muertas.

Entonces alguien habló de La Nada.

Lo supieron por un mensaje cifrado.

Alguien que tenía sus primos del otro lado del mar.

Alguien dijo que las lanchas llegarían a La Nada. 

Y La Nada estaba lejos de la ciudad.

Estaba lejos La Nada, y no estaba en los mapas.

Sólo los santos sabían dónde estaba.

Y los santos hablaron.

En algún punto de la costa estaba La Nada. Detrás de los montes secos y de los charrascos. 


Detrás de los peligros y las plantas de guao. Pero el guao y los peligros no pudieron aguantar a la gente. Fueron pocos los que lo supieron porque todo se mantuvo en secreto. Del otro lado del mar recomendaban discreción. Sólo se podía correr la voz entre los más cercanos. Se podía hablar de los planes sin revelar el lugar. Sin decir la ruta precisa. Sin mencionar los nombres de los guías y de los contactos.

Se les podía decir a los hermanos porque eran hermanos. A los primos buenos si lo merecían. A los padres y a los hijos. A las novias y a las esposas se les podía decir.
Las familias enteras tomaron el camino de La Nada.

Las familias se fueron con sus niños y sus viejos. Pero pocas familias, porque alguien aconsejó discreción. Se marchaban de noche para no revelar el secreto. Anunciaban que se iban a pasar unos días en el campo y desaparecían de la ciudad. Amanecían las casas vacías. Las casas sin los ruidos de siempre. Sin la risa de los niños ni la discusión de los mayores. Sin el quejido de los viejos ni el ladrido de los perros. Con el tiempo quedaron las casas silenciosas y vacías. Con el tiempo quedó vacía la ciudad.

Las familias enteras tomaron el camino de La Nada. Las familias se fueron con sus niños y sus viejos. Pero pocas familias, porque alguien aconsejó discreción. Se marchaban de noche para no revelar el secreto. Anunciaban que se iban a pasar unos días en el campo y desaparecían de la ciudad. Amanecían las casas vacías. Las casas sin los ruidos de siempre. Sin la risa de los niños ni la discusión de los mayores. Sin el quejido de los viejos ni el ladrido de los perros. Con el tiempo quedaron las casas silenciosas y vacías. Con el tiempo quedó vacía la ciudad.

Algo en él no encajaba con la idea general que teníamos de un guía. De momento no pudimos adivinar lo que era, y nos sentimos incómodos. Estuvimos un poco nerviosos. Un poco con miedo. Estábamos lejos de la ciudad. Cualquier cosa podía parecernos extraña. Cualquier cosa podía ser un peligro. Conocíamos un montón de historias de gente que se iba y las pasó muy mal. Y en el monte podía pasar cualquier cosa. No estábamos acostumbrados a las sorpresas que podía guardarnos el monte.

Cuando el hombre se acercó, descubrimos que tenía los ojos demasiado grandes.

Era un hombre no demasiado viejo con los ojos demasiado grandes.

Tenía unos ojos como almendras, o como pelotas brillantes. Unos ojos como los ojos de un ciervo. Unos ojos redondos y brillantes como debían ser los ojos de un ciervo. No habíamos visto nunca un ciervo de cerca, pero había en los ojos demasiado grandes del hombre algo de animal salvaje. Algo como enormes ventanas abiertas, como sólo podían ser los grandes ojos de un ciervo.

El hombre nos miró de cerca con sus ojos enormes. Nos miró las mochilas y la ropa. Nos miró los zapatos y las manos. Nos miró la piel. Nos olió de cerca. Nos tocó la cara.

Debía ser el hombre que buscábamos. Tenía que ser él. Nos habían alertado sobre el tamaño de sus ojos. Nos habían dado sus señas y su nombre. Pero no esperábamos encontrar un hombre con los ojos tan grandes, como almendras, o como pelotas brillantes.
Le extendimos el papel.

El hombre hizo un gesto para darnos a entender que el papel no hacía falta.

─ Los estaba esperando ─ dijo, y se metió en el monte.

Se movía con agilidad entre la vegetación. Esquivaba las zarzas y la sombra de los guaos. Nos pedía hacer lo mismo. Indicaba la forma de saltar las zanjas profundas, los declives y los barrancos. Saltaba sobre las zanjas con la soltura de un ciervo. Con la ligereza de los animales salvajes. Pero todo el tiempo nos daba la espalda. Sólo se volvía cuando nos quedábamos muy atrás. Cuando nos quedábamos enganchados en las espinas de las zarzas.

Se detenía y esperaba por nosotros cuando las zanjas eran demasiado profundas y nos tardábamos mucho tiempo saltándolas. Decidiéndonos. Escogiendo el momento del salto. Aguantando la respiración en el segundo final. El hombre se detenía y nos miraba. Sólo nos miraba. Se volvía y nos mostraba sus ojos. Sus ojos demasiado grandes. Sus enormes ojos de ciervo. Brillaban bajo el sol como linternas opacas. Como ventanales, o como trampas de luz que se abrían o cerraban cuando el hombre parpadeaba.

Y lo seguimos aunque nos resultara difícil. Aunque nos diera trabajo avanzar entre las zarzas. Aunque temiéramos partirnos un pie cuando saltábamos sobre las zanjas. Aunque nos asustara la sombra tenebrosa de los guaos y sintiéramos en la piel un roce inexistente.

Conocíamos todas esas historias terribles. Sabíamos de gente que se llenó de quemaduras porque no se cuidó de la sombra. Porque no sabían del peligro anidado en las plantas. Era gente que no sabía esos secretos. Gente fina de ciudad que había quedado con las marcas para siempre. Habían tenido que desistir del viaje por la hinchazón en la cara y los brazos. Por una pierna que se les partió en una zanja camuflada en el suelo. Entre las hierbas secas se escondían las zanjas. A veces eran zanjas profundas. Y a veces se detenía la gente a descansar a la sombra de un guao sin saber que la sombra quemaba.

Pero eso no pasó con nosotros.

Caminábamos con cuidado porque el hombre indicó la forma de hacerlo. Indicó la forma de apartarse del guao y las sombras. Tal vez el hombre lo hizo porque nos veía demasiado jóvenes. Tal vez lo hizo así por eso. Porque éramos gente de ciudad. Porque éramos demasiado jóvenes y no conocíamos los peligros del monte.

Éramos Lizandra y yo. Éramos muy jóvenes entonces. Demasiado jóvenes. Vivíamos con las prisas y las presiones del momento. Vivíamos en la ciudad y no nos conocíamos. Yo no podía imaginar que Lizandra existiera, y Lizandra no podía imaginar que existiera yo.

Nos habíamos conocido por casualidad. Fue una de esas tardes en que llovía bastante en la calle. La gente escapaba de la lluvia en cualquier sitio con techo. Yo creo que ese día llovió para que nos conociéramos. Ahora creo que esa tarde llovió para eso. Ahora puedo creer cualquier cosa. Ahora ya estamos aquí y no nos preocupan las cosas de antes. No nos interesan las cosas de aquel tiempo. Las cosas de cuando andábamos solos por los parques y las calles y vivíamos en la ciudad sin conocernos.

Bajo el rincón techado estaba Lizandra esa tarde. Se rió de mí porque llegué con la ropa mojada. Me chorreaba la lluvia desde la cabeza, y eso le gustó a Lizandra. Me corría el agua por la cara, y Lizandra se rió de eso. Se rió con esa risa que la hacía parecer tan especial. 

Poca gente podía reír de esa forma, pero así se rió Lizandra de mí. Y yo me reí un poco también. Me reí de mí mismo, y a Lizandra le gustó que lo hiciera.

Nos hicimos amigos.

Empezamos a salir juntos a la ciudad. A los muchos lugares que la ciudad ofrecía. A los parques llenos de gente y a las discotecas donde los jóvenes bailaban. A las fiestas y a la costa íbamos también. A los desfiles y a los velorios. A las plazas y a las tiendas. A donde hubiera gente íbamos nosotros.

Nos gustaba oír las discusiones en los parques. El canturreo de los pregoneros que anunciaban sus escobas y su agua. Los gritos de los maridos celosos en los solares. Las noticias de un robo. El número de víctimas de un accidente. Los partes del tiempo anunciando ciclones y lluvia. La agonía de las guaguas y las colas y las fajazones en las bodegas.

Nos gustaba mirar a la gente. Los oíamos hablar de fugas y de planes. Oíamos a los padres que reclamaban a los hijos por los zapatos rotos antes de tiempo. Por el dinero gastado en peces de colores y abalorios de santos que alguien vendía en las escuelas. Por las virginidades perdidas sin aviso previo. Por los tatuajes que se habían hecho en la piel sin estar autorizados. Por la novia que se fue con otro. Por la música tan alta en las horas altas de la noche. Por las palabras extrañas que habían aprendido en un concierto.

Cuando se fue la tarde, el hombre preguntó si estábamos cansados. Nos ayudó a descargar las mochilas y a disponer las cosas. Nos sugirió cortar el pan y la carne en pedazos pequeños. Recomendó tomar poca agua para que el cuerpo se acostumbrara a la abstinencia. Pero no quiso comer con nosotros.

Se apartó hacia una poza del monte y se quedó lejos. Nos miraba con su forma extraña. Nos encandilaba con sus ojos de ciervo. Los veíamos brillar en la oscuridad y pensábamos cosas terribles. Unos ojos tan grandes brillando en la noche nos hacían pensar en lo malo. Unos ojos tan grandes sólo podían presagiar el desastre. Conocíamos las historias que se contaban en la ciudad. Sabíamos de cuerpos mutilados por los guías en el monte. Y esa noche no pudimos dormir pensando en los ojos del guía. Pensábamos en el mal que los ojos ocultaban. En lo que podía pasar con Lizandra y conmigo. En lo que podía pasar con los dos en el monte desierto.

Pero pasó la noche y no pasó nada malo. Sólo el sueño velado en los ojos y el cansancio en las piernas y en la espalda. El hombre aconsejó masajear los muslos y los hombros. Aconsejó desayunar bien y bañarnos en la poza para eliminar el cansancio. Dijo que sería bueno bañarnos a esa hora aunque nos pareciera extraño. Aunque nos pareciera el agua demasiado fría y nos asustara el fondo oscuro de la poza. Nos dijo que teníamos tiempo. Que teníamos todo el tiempo. Podíamos nadar y relajarnos. Podíamos dejar que el agua nos penetrara bien para que la piel se mantuviera fresca.

─ Claro que no es la piscina de un hotel ─ dijo. ─ Cuando lleguen allá estarán mucho mejor.

─ Falta mucho ─ pregunté.

─ Son tres días de camino hasta el punto. Tres días con tres noches ─ dijo cuando se alejaba.

Fue Lizandra quien habló primero del punto.

Cuando estábamos en la calle habló del punto.

Cuando regresábamos de una fiesta que no se dio por falta de gente.

Cuando nos sentíamos cansados de caminar por la ciudad.

Cuando buscábamos desesperadamente un lugar a donde ir.

Cuando ya no tuvimos con quién hablar porque la ciudad se había quedado vacía.

Cuando sólo hablábamos de la gente que se fue y de los amigos que no vimos más.

Cuando nos hastiamos de recorrer las calles y las tiendas y las plazas desiertas y nos parecía escuchar alguna risa de niño. O algún quejido de viejo. O el grito de un marido celoso en algún solar donde ya no vivía nadie. O la simple voz de un pregonero anunciando sus dulces y sus escobas y su agua. O los padres reclamando por los zapatos rotos.

28 de abril de 2011

El martillo y la hoz - Emerio Medina

Comunistón, le dijo Fello. Por lo del martillo y la hoz colgados en la pared de la sala, cruzados como en la bandera, en simetría perfecta sobre el fondo azul opaco. Y a él no le importó que le dijeran comunista. Que se rieran, si querían, pero no iba a renunciar al placer de contemplarlos, no le importaba que le dijeran ruso, o comemierda, que para Fello era lo mismo, y para los otros también, los amigos de siempre.

Fello preguntó de dónde había sacado esos hierros, y él dijo que compró el martillo en la calle, pero no habló de aquella mañana de domingo, cansado después de una noche sin sueño, con Sandra desnuda en la cabeza. Había dicho el vendedor que era un martillo con historia, de los que ya no vienen, dos libras de acero bien moldeado con su cabo de madera liso, dijo el vendedor que tan antiguo como el acero mismo, que mirara la buena condición  y le cogiera el peso, buen martillo que era ese, y el precio no era malo. Y lo compró por eso, porque gustaba de las cosas antiguas, y no por otra cosa. Y de la hoz habló también porque a Fello le parecía cosa rara. Un martillo estaba bien, aunque antiguo, pero era familiar a Fello y a los otros. La hoz, en cambio, no era cosa conocida, salvo quizá por la bandera comunista, y él explicó que la compró también. En una tienda, dijo, un viejo que vendía cosas raras, antiguas decía, cencerros de cobre y utilería extraña, como ese mismo caso de la hoz, objeto poco útil, raro podía decirse, que a la vista ofreciera un brillo curvo, temible por el filo y por la forma misma, peligroso quizá. Había dicho el viejo de la tienda que lo daba en buen precio si se atendía a su condición de reliquia usada hacía mil años por los druidas para cortar el muérdago, para las iniciaciones decía, y él preguntó riendo si no lo usaban acaso para cortar cabezas, por lo de la forma, y el viejo dijo que sí, que se podía cortar fácilmente un cuello ancho, de un solo tajazo se iban al suelo el cuello y la cabeza, y después la sangre. Pero dijo que sin sangre se podía, si se untaba la hoja con el zumo de una planta, azaleas decía, maceradas en vino. Eso dijo el vendedor pero él no pudo repetirlo. Dijo sólo que era una hoz antigua para cortar arroz, o trigo, o sémola. Y se quedó ahí la explicación porque Fello preguntó por Sandra. En el trabajo, dijo, y fingió no ver la sonrisa oculta en los ojos de Fello, una inflexión que pugnaba por abrirse paso, burla contenida y callada, risa que le oprimía el corazón y lo empujaba hacia abajo, pensaba él que hasta el suelo.

Porque Fello sabía. Fello y los otros. Los amigos. Y lo trataban con frialdad, atentos a sus respuestas torpes, a sus explicaciones de por qué y por cuánto. Y qué podía hacer él sino quedarse callado. Y pensar. Imaginar que Sandra era una historia ajena. Que eso no le estaba pasando a él. Mantenía los ojos fijos en la hoz y el martillo, la simetría perfecta en la pared, el brillo del acero sobre el fondo azul opaco. Y pensaba en Sandra.

Sólo le hablaba para pedir dinero. O para insultar. Para maldecir por la comida escasa. Y él sólo podía callar. Esperaba la noche como un refugio último. La hora de acostarse. Y se acostaban juntos. Sandra cerca. Cerca. Sólo estirar la mano. Pero con la mano ni atreverse. Tocar era prohibido. A veces, si ella lo quería. Pero pocas veces. Pocas. Pocas veces y la noche. La larga noche en que los ojos se cerraban a la fuerza. Los ojos húmedos, que en la oscuridad veían dibujarse figuras de mujeres. Figuras. Rostros y cuerpos. Curvas y pelambres. Vientres calientes donde los dedos podían resbalar a gusto. Muslos delicados y entrepiernas semiabiertas. Oquedades tibias y pechos como astas. Pechos. Pero nada era Sandra. Allí, tan cerca, y no era Sandra. Imposible, diríase, porque no podía. No podía, y eso era un hecho. Una verdad asimilada con los años. Los duros años de impotencia. De esperanza. De súplica. De ayúdame y de entiéndeme. Y Sandra lo entendió un tiempo. Lo ayudó. Le buscó soluciones. A veces era Sandra la mujer cercana. Y a veces era simplemente Sandra. Un cuerpo ajeno.

Con el tiempo ella fue sólo una voz que decía no me toques. Una respiración que alargaba las horas. Las largas horas. Difíciles. Y empezaron las reuniones. Las salidas nocturnas y las llegadas con el olor de otro hombre. Y todo fue peor por lo de Fello y los otros. Porque ellos sabían. La veían pasar y hablaban. Estaba seguro de que hablaban. Sabía lo que hablaban. Lo adivinaba. Lo podía sentir en la piel de la cara. En el estómago. Una ira contenida que iba tomando otra forma. Una tristeza íntima que se fuera convirtiendo en otra cosa. Un sentimiento que cambiaba rápido desde el amor hasta el odio. Y los ojos se detenían una vez más sobre la simetría perfecta en la pared de la sala.

El martillo. Un arma ideal para aplastar cabezas. Para triturarlas quizá. Un placer que subía por la muñeca, nervio a nervio, como sangre. El golpe saboreado noche tras noche. Un único golpe calculado para romper el cráneo. Para desmenuzarlo. Un huracán de hierro que descendiera rápido y terminara todo. El golpe era eso. Pero podía ser más, o podía ser menos. El golpe podía fallar, y, en ese caso, un segundo martillazo era preciso. O un tercero.

Decidió probar. Los cocos del patio remedaron cabezas. Los cocos secos. Se rompían con un chasquido. Con uno solo. Pero inmóviles. Una cabeza puede moverse de repente, si los ojos avisan, o si un sexto sentido, como aquel caso de la mujer del carnicero, que la dio por muerta por el golpe en la cabeza y se ahorcó él mismo después, pensando en que iban juntos, y nada, viva que está, ahí, con otro, con el mismo, riéndose, y el infeliz carnicero allá, podrido, bajo tierra. Historias que oía en la casa de Fello. Cuentos que hacían para reírse. Como antes. Y ahora vivir el cuento propio, seguro le decían verraco en lo de Fello, se callaban cuando él llegaba, decían que no era el mismo. Ni Fello era el mismo, ni nadie. Tan amigos siempre, lo rehuían. Lo esquivaban como el coco al martillazo. Fello tú coño no me jodas amigo que eras amigos que fuimos martillazo coco seco cabeza partida en dos en tres como antes no me hablan resbalosos cocos estos la cabeza puede girar moverse gritar espera un poco el grito la gente oye gente que oye el grito corre corre corre corre llama y corre la mujer del carnicero la muy puta lo jodió con otro ella encima como antes ella encima de otro ajá ajá ajá quejidos espasmos puta de arribabajo el martillazo puta se resbala y el grito se resbala como antes conmigo los olores y la ropa como antes con otro te quería el coco se resbala el grito no es el mismo Fello ni los otros ella encima de mí ella encima de mí ella encima de mí coco seco martillazo la cabeza se resbala ella encima de otro ella encima de otro ella encima de otro.

Y probó otra vez. Llenó el patio de pedazos. Partió cráneos hasta lograr la puntería necesaria. Hasta saciar la sed de cabezas trituradas. La cabeza de Sandra, rota y sangrante, aplastada con un solo martillazo, un solo golpe, el único, un vendaval liberador propinado con fuerza, un aluvión de acero que hundiera el cráneo y llegara hasta el centro del cerebro, materia gris materia blanca, sesos esparcidos en el suelo, las paredes salpicadas con la rojez sanguinolenta, qué bárbaro, Dios mío, este placer que ha subido por la mano, nervio a nervio, como sangre.

Sandra preguntó qué haces y quiso probar también. Porque el chasquido le gustó, seguro. Como cabeza rota dijo él, y ella rió la frase sin sospechar la muerte. El trancazo y la muerte. Él preguntó otra vez si le gustaba y ella dijo que sí, que estaba bueno.

Y la duda después. Por lo de la sospecha. La eterna duda. Miedo podía decirse. Si en el último momento la intención se descubre. O si el brazo fallara en el instante preciso. O si el grito. Un grito es cosa poco soportable. Un grito puede ser de mala suerte. Muerte con grito. No. Mejor la muerte limpia. La silenciosa muerte. Pero no con el martillo. Con ese no. Con otra cosa.

Y los ojos fueron a buscar la simetría de la pared. Allá, junto al martillo, en el lugar donde la hoz brillaba, de puro acero la hoja, que a los ojos pareciera de oro puro, de muérdago cortar según había dicho el viejo de la tienda, el mango liso incrustado en hueso de alce, hoces no faltarán en la vida de un hombre, y a qué mirar el brillo puro de la hoja, blanca curva inflexible que podía cortar de un solo tajo una garganta, según dijera el viejo.

La sopesó otra vez. Peso perfecto. Surcaba el aire a la derecha y a la izquierda. Golpe perfecto. Pero probar en qué. Los plátanos del patio. Los tallos fueron cuellos. Y los cuellos fueron cortados de un solo golpe. Y el placer era mayor. Subía también, pero nacía en el vientre, más abajo, nervio a nervio. Pero no como sangre. No. Como semen diríase. Como eyaculación a voluntad. Como dominio. Más que el placer anterior. El del martillo. Porque con un solo golpe de la hoz podía terminar todo. Recto hasta el cuello, de un solo tajo. Y sin el riesgo de resbalarse. Sin un segundo golpe. Para que Fello no dijera. Que lo contaran después. Que se dijeran viste eso, un solo tajo. Para que eso dijeran. Uno solo. Cortó los tallos como cuellos. Y los cuellos podían ser tomados como tallos si era preciso no pensar en que de un cuello se trataba. Por si al final, en el último segundo, le fallaban las fuerzas.

Volvió a preguntar Sandra qué haces. Y él dijo nada, estos plátanos enfermos, cortarlos es preciso. Ella no quiso ver. No le gustó, seguro. Por lo del filo y el corte rápido. Algo que se interpone entre las mujeres y la sangre. Dijo que para plátanos estaba. Y se fue otra vez. De una reunión le dijo. De un comité de algo. Y Fello seguro se reía. La vería pasar vestida con el último sueldo del amigo. Ahí va la puta, diría, y el verraco está en la casa. Ah, Fello, un golpe. Un solo golpe. Pero después la sangre.

No pensada. A borbotones, dicen, si la cabeza cae. Así lo había visto en las películas. Sangre hasta el techo. Pero había dicho el viejo que sin sangre se podía. Puta la madre del viejo. Vendedor latoso. Cómo hacerlo sin la sangre. Sin mucha, sería, porque el torrente se libera cuando se cortan de cuajo las arterias. Noventa litros por minuto han dicho. Puede que noventa más si el cuerpo está cansado, como el de Sandra. Porque llegaba de una reunión, decía.

Pero podía ser sin sangre. Dijo el viejo que con el zumo de una planta. Puede que azaleas. O algo. Se lo encontró en la misma tienda vendiendo cosas antiquísimas, cencerros y cosas de tintines. Preguntó si recordaba. Y el viejo dijo que sí, lo de la hoz y el muérdago, con zumo de azaleas por si la sangre. Preguntó que si seguro, y el viejo lo miró con lástima. Seguro, dijo. Porque la sangre no puede ser peor que el grito. Si sale en chorro, acaso. El grito no, porque se esparce y queda en los oídos para siempre. Por eso prefirió la hoz, porque pensó que era mejor vivir sin el grito en la cabeza.

Y una noche la esperó acostado. Desgranó las horas hasta que oyó abrirse la puerta. Pero no desesperaba. No. Tenía los nervios en quietud perfecta. Relajados quizá. Seguros. Los sentidos atentos, pero en calma. La oyó entrar y caminar por la sala. La imaginó desvestirse y correr al baño. No pensó en el sudor de otro hombre impregnado en el cuerpo. Ya no. No le importaba el cuerpo ni le importaba el sudor. Se levantó cuando oyó correr el agua. Caminó hasta la sala, despacio, hacia la pared semioscura donde la hoz brillaba. Extendió la mano convencido del acto. Demasiadas penas le había deparado el mundo. Y el mundo era Sandra. Pero ya no. Los dedos casi se cerraron sobre el mango incrustado en hueso, pero quedaron inmóviles por el golpe en la cabeza. Un segundo golpe fue preciso para hacerlo caer. Y un tercero. Y los ojos, en esfuerzo último, descubrieron la simetría rota en la pared. Porque la hoz brillaba en su lugar, pero el martillo..., el martillo faltaba.

¿Quién es Emerio Medina?


Por Carlos Amilcar Moreno

“Si no te lees a Salgari a los 12 años, no serás un carajo”, dice Emerio Medina entre un trago de ron y una cachada de Monterrey. Acaba de ganar el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2009, y está ahora sentado en la acera del Centro de Promoción Literaria Pedro Ortiz. Esta noche pernoctará en Holguín y mañana regresará a Mayarí, de donde salió en botella hace cuatro días rumbo a la ceremonia de premiación en Ciudad de la Habana. Hemos concertado esta entrevista de manera inesperada, Emerio ha dicho algo que quizá sea cierto: “no importa, con dos tragos soy más sincero”.
  --¿Cómo te fue el viaje?
  --Entretenido. No tuve paciencia para mosquearme en la terminal. Fui directo a los amarillos, me gusta la acción.
  --¿Y en la carretera...?
  --Agarré siete cosas, de todo, desde un buldózer hasta una concretera. Lo más importante fue estar a tiempo para recibir el premio.

Emerio tiene la piel maltratada por el sol, el cuello de un toro y las manos de un herrero, como si pasase todo el día escribiendo en medio de un desierto de gravilla y polvo.

  --¿Cómo comenzó esto de escribir?
  --Leyendo. De los once a los doce me leí a Salgari, si no te lees a Salgari cuando tienes doce años no serás un carajo, estás jodido. Un niño busca precisamente eso que le da Salgari, sentirse dueño del mundo.
  --¿En qué parte de Mayarí vives?
  --En un poblado que se llama Valle Dos.
  --¿En tu casa se leía?, ¿había una biblioteca?
  --En mi casa se leía normal. Mi padre era obrero y mi madre ama de casa, yo iba a la librería porque la palabra “biblioteca” no existía. Allí compré “El Corsario negro”, es muy importante, lo repito, que un niño se lea a Salgari; ah, y por supuesto, a Verne. Por ahí comencé yo. Tuve una influencia fundamental de Yolanda Delgado, quien me abre los ojos a la fábula, recuerdo aquellos libros que se abrían y de pronto se armaba un castillo y los personajes se ponían de pie. Era una semilla que se sembraba en la tierra. Luego viene Pilar Chacón, mi maestra de primaria. Ella me enseñó el mundo antiguo, los griegos, me mostró la historia.
Es como una medicina, cuando uno es niño se toman dosis de una medicina que te curará algún día, y esas dos mujeres me la proporcionaron a tiempo. Creo que si hubiese vivido en el Vedado en Ciudad de la Habana, no las hubiese tenido. En los años setenta los maestros eran inmensos, creo que estaremos salvados si nuestra educación vuelve a lo que fue en aquella época.
  --¿Luego a quién te lees?
  --En la secundaria me leo a Dumas, a “Los tres mosqueteros”. Entonces es lo que te digo. La pastilla a tiempo. Dumas se disfruta a los trece, no antes ni después, el honor, la gloria, el compromiso, eso lo aprendí ahí, después deja de tener valor. Hay un libro esencial en la adolescencia temprana, la “Iliada”, que es un libro angular, luego viene la versión martiana, muy limpia, de esta obra, hay que leérselas, me parece que sería sano para un escritor. Yo la tenía de cabecera. Pero también hay que leer a H. G. Wells; es un tipo fundamental.
  --¿Y en Rusia qué leíste?
  --A los clásicos.
  --¿En español?
  --No. Leí muy pocas cosas en español. Dominaba el ruso a la perfección, porque además me encanta el ruso, y el pueblo ruso. El pueblo ruso es como el nuestro, en el cuento que ganó el Cortázar, Los días del juego, lo pongo: admiro al ruso de a pie, a ese ruso comunista de los ochenta, del pueblo, de la esquina, el cigarro, el trago, ese es mi hombre ruso. En el cuento intenté establecer un paralelo entre ellos y el cubano, eso está ahí, y bueno, de hecho me casé con una rusa y la traje a vivir para Cuba.
  --¿Todavía vives con ella?
  --No, mi mujer es del mismo Mayarí.
  --¿Y la rusa?
  --Se fue en el noventa y tres, no aguantó la crisis y se fue.
  --En tu cuento hablas de Uzbequistán como un sitio multicultural. ¿Cómo era tu relación con los uzbecos?
  --Los uzbecos, por lo general, eran recelosos, musulmanes, ya sabes. Las uzbecas, por ejemplo, eran inaccesibles, estaban todas cubiertas y era imposible verles las piernas. Pero sí te puedo hablar de las tártaras, que eran mujeres monumentales, una mezcla entre asiática y rusa… hay que tener a una tártara desnuda frente a ti para saber de qué hablo. Había coreanos, afganos, rusos, mucha mezcla, una mezcla incluso peligrosa.
  --¿Había violencia?
  --Mucha, en el cuento está. Había mucha violencia en la calle, sectarismos.
  --¿Qué estudiabas tú?
  --Ingeniería mecánica.
  --Y tu mujer también estudiaba.
  --No, ella era peluquera, pero tenía en su casa una biblioteca enorme, ahí leí cosas muy buenas, “El hombre invisible”, “Espartaco”, “Gengis Khan” y otras que no recuerdo. Guardo recuerdos de esa época en que caminaba bajo los cipreses acompañado de gente natural como yo, gente simple. Coño, por eso siempre digo que me hubiese gustado escribir “Los de abajo”, una novela de Mariano Azuela, me atrae la gente sencilla.

Escuche la entrevista que Emerio Medina concedió a la Radio de la Aldea

   
La noticia de que a Emerio le han dado el Julio Cortázar ha corrido por la ciudad. Un setenta por ciento de sus habitantes seguro se morirá sin saberlo, por supuesto, pero los del mundillo intelectual y algunos trabajadores de cultura, lo saben. De pronto pasa una cuarentona cuyos ojos azules y nariz fina hacen recordar a una Liz Taylor.
Fidel Fidalgo, su editor, le presenta a la recién llegada.
  --¿Ustedes se conocen?
  --No tengo el gusto --dice Emerio de pie y sacudiéndose el pantalón.
  --Él acaba de ganar el Premio Julio Cortázar y lo estamos festejando…
  --Ah, felicidades --dice Liz Taylor-- yo estoy a fin de mes. ¿Saliste en el periódico?
  --Sí, salí en el Granma.
  --Felicidades entonces.
  --¿Un trago?
Liz Taylor toma un trago e intercambia un par de palabras amables con el escritor.


--¿Dónde nos quedamos?
--Me decías que leíste a los clásicos en ruso.
--Sí, allí hice una parte importante de mis lecturas. Y fueron en ruso. Domino muy bien el ruso, no tengo una falta de ortografía en ninguna de las tres lenguas que conozco, inglés, ruso y español. Recuerdo a Pushkin, el poeta del mundo; sí, digamos, con él tuve el acierto de descubrir la poesía. Él es mi ideal de la palabra poética. El alma. Pero también está León Tolstói, Chejov, Blok, Turgueniev, y fundamentalmente Alexéi Tolstói, respeto mucho su trilogía sobre la guerra civil, estos fueron mis libros de cabecera por mucho tiempo.
--¿Haz escrito algo en ruso?
--No, pero hace algún tiempo hice un experimento, escribí un cuento como si fuera una traducción del ruso… cosas mías.
--¿Cómo se llama ese cuento?
--Búscalo, se llama Los Tikrits, se trata de unos tipos que salen a matar tikrits, una criatura que inventé. La sangre del tikrit se cotiza muy cara y el tipo con ese dinero quiere comprarse un Mercedes Benz, pero el tikrit vive enterrado en la nieve y para encontrarlo hay que meterle dinamita.
--Ponme un ejemplo de frase traída del ruso.
--Sídorov, skatina, ruki boliát (Sídorov, bestia, las manos me duelen).


El poeta Delfín Prats pasa frente a nuestras narices distraído como siempre. Emerio, levanta un vasito con ron y exclama:
    --¡Maestro!, venga acá, un trago.
    --Felicidades, muchacho --dice el poeta, un poco fuera de ambiente.
Desentonar es algo natural en Delfín, su mirada es la de una criatura que mira desde fondo de un refugio de silencio y contemplación budista, disciplina que practica y explora desde hace algunos años. Tanto Emerio como él estudiaron algunos años en la desaparecida URSS.
    --Delfín Prats, te puse en una novela que estoy escribiendo. En un pasaje aparecen unos tipos que gritan en medio de la calle ¡Delfín Prats! ¡Delfín Prats! Quería pedirte permiso para eso. Tú eres dueño de una vida para contar, deberías escribirla.
    --Yo te la cuento y tú la escribes, muchacho. Todavía no es el momento.
Delfín Prats hizo una estancia breve. En la primera oportunidad se levantó y se fue quién sabe a dónde.

   --¿No leías en español?
  --Muy poco. Por ejemplo, leí Cien años de soledad, pero por una editorial que no era cubana. Luego llego a Cuba y me desconecto por completo de la literatura. Creo que no leí con la misma sistematicidad hasta el año 2000 cuando descubro a Cortázar, Borges, Carpentier, Maupassant, y O´Henry. Fue un año importante para mí. También recuerdo que leí a Poe y a Mark Twain, aunque tardíamente, ya yo era lo que se dice “un puro”.
  --¿Qué leíste de Cortázar?
  --Primero, lecturas de libros de texto: La puerta condenada, Casa tomada, La noche boca arriba, esas cosas que se estudian en la secundaria y el preuniversitario. Recuerdo que todavía yo ni pensaba que iba a escribir. Luego me leí todo lo que de él han publicado en Cuba.
--¿Cuándo comienzas a escribir?
--Cuando trabajaba en las minas de Pinares de Mayarí, tenía 35 años. Estuve también en un contingente de la construcción en Ciudad Habana, cemento, camiones, polvo, mierda. Primero escribí poesía pero no me funcionaba, no era bueno.
--¿Cómo supiste que no eras bueno?
--No era bueno. Uno sabe cuando no es bueno en algo. Luego paso al cuento y es ahí donde me hallo. Comencé a escribir sobre cualquier tema aunque siempre sentí inclinación hacia la forma del realismo mágico, lo encuentro muy americano. Me siento muy identificado con la realidad americana, puedo sentirla. Incluso, cuando en el 2007 gané el Premio de la Ciudad de Literatura Infantil, lo hice con una novela muy ambiciosa, una fantasía épica, que por demás transcurre en un paisaje americano muy parecido al cubano. Es decir, los árboles son cubanos, las criaturas que inventé, los rafos, los guáramos, son cubanos.
  --¿De qué hablas cuando dices fantasía épica?
  --El tiempo se dilata, tomo muchos elementos que desarrolló la literatura inglesa, criaturas ficticias, varias generaciones, y los traslado a un ambiente mesoamericano. Es una fantasía heroica, pero los héroes son animales y seres cubanos, de aquí, de la isla. Me invento un mundo paralelo, le doy vida a los personajes en un ambiente bucólico que sólo puede ser Cuba, o algo que se parece a Cuba, qué sé yo.
  --¿Parecido a Tolkien?
  --No sólo está la sombra de Tolkien, hay algo de la picaresca, Tristán e Isolda, Los Nibelungos, El Mío Cid, Don Quijote, toda la fantasía heroica inglesa, por supuesto, todo ese mundo fascinante. ¡Qué sé yo! No soy literato, soy ingeniero. En esa novela, que es una primera de cinco, quise hacer un homenaje a esas lecturas verdaderamente descojonantes. Y creo que son poco frecuentes las fantasías épicas en la literatura cubana.
  --¿Sigues trabajando como ingeniero?
  --No, dejé las minas en el 2006.
  --Me parece que has vivido mucho.
  --Sí, he andado, he andado.
  --Tienes materia para escribir.
  --Sírvete --dice Emerio.
  --Era un buen trabajo, pagaban bien, ¿por qué lo hiciste, qué te dio coraje?
  --Ese mismo año gané dos premios importantes, el Regino Boti por “Las formas de la sangre” y el Premio de la Ciudad de Holguín, por “Rendez-vous nocturno para espacios abiertos” y me dije: hasta aquí, al carajo la ingeniería. Lo dejé porque quería escribir, caminar, fumar, escribir; escribía a mano, lápiz, cuchilla, hoja, goma, cigarros y si es posible un vaso de ron. Me pasaba cinco, siete horas. Comenzaba por la tarde y terminaba a las tres de la mañana. De mañana dormía y al otro día, lo mismo. Después gané una mención en el Premio Oriente. Escribí veinte libros en cinco años. ¡Veinte libros en cinco años!, se dice fácil. Algunas novelas para adultos y algo también para niños y jóvenes. Lo que más escribí fueron cuentos. Unos cien para adultos y otros veinte para niños y jóvenes. El cuento es mi género.
  --¿Cómo llegas a un cuento?
  --Bueno, el cuento no se me ocurre, no invento. Escribo el cuento que veo, que huelo, que oigo. Miro a una persona y sé qué come, qué le gusta, qué espera de la vida, la medí, la olí. Las historias llegan de esa forma, un olor es un cuento. Está ahí, y puedo estar una hora, un día, un mes, un año con el cuento en la cabeza hasta que un buen día lo escribo. Uno que escribí, Las luces, por ejemplo, que va a salir pronto por la Editorial Oriente, fue un relato instantáneo. Estaba en la calle, no había corriente en Mayarí y un carro alumbró desde lejos. Ahí mismo estaba el cuento. Lo vi, me senté y lo escribí. Oye, creo que ya hemos hablado suficiente. Por qué no me preguntas qué me parece el Julio Cortázar.
  --¿Qué te parece el Julio Cortázar?
  --El nombre es abrumador. Para cualquier escritor, de China, Ecuador, Pakistán, Nueva York, es abrumador lo que Cortázar aportó para el cuento. Abrió puertas. Para mí el cuento es el género literario por excelencia. Es un reto. El cuento es un reto. Y yo me digo, mira, nosotros los latinoamericanos tenemos a Cortázar ¿no? Claro, está Chéjov, Hemingway, Rulfo; son las clases que uno debe tomar. Pero Cortázar a mí me dio la enseñaza del absurdo, su lugar en la literatura, y Rulfo la estirpe popular, siento que con él habla el pueblo. Son dos latinoamericanos de los que he aprendido mucho. No ha sido fácil, uno no aprende en la primera lección. No entiendes ahora, está bien, vuelve de nuevo. Uno debe perseverar.
  --¿Sientes lo mismo por algún cubano?
  --Ángel Santiesteban. Él es el gran cuentista cubano. Escribe muy sencillo. También me interesa Ernesto Pérez Chang, que tiene una forma de escribir diferente, pero igualmente efectiva. Y en Holguín está Mariela Varona, ella fue la que me puso el apodo del “mulo”, porque dice que trabajo mucho; me gustan sus cuentos. Y el otro es Rubén Rodríguez, creo que su relato El Polaco, que ganó el Premio César Galeano, está entre los mejores que he leído dentro de la actual literatura cubana.
  --¿Crees que vivir en el interior del país te ha jodido en algo?
  --Creo que eso es falso. El escritor escribe donde se le da. A mí se me da en mi barrio oscuro pasando por las cosas que se dan todos los días, ponlo en inglés que tiene más fuerza: every fucking day, así son las palabras. Mira, debo ir a almorzar, ¿algo más…? ¿Planes futuros?
  --¿Qué planes futuros tienes?
  --Seguir escribiendo.

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