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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

29 de septiembre de 2011

LA UNITED FRUIT Co. EN CUBA



Fachada de la entrada del viejo edificio United Fruit en la avenida St. Charles, Nueva Orleans, Luisiana, EEUU

Para leer sobre la United Fruit Co. en Wikipedia haga click aquí

Las actividades de la United Fruit en Cuba representaron hasta cierto punto una anomalía dentro de las líneas operativas de esa empresa, puesto que en la mayor isla antillana fue el azúcar, y no el banano, el centro de su interés.

Asimismo producir azúcar en Cuba con la experiencia acumulada en la gestión de las plantaciones y el comercio bananero, otorgó también un perfil distintivo a la United entre las compañías azucareras norteamericanas que actuaban en Cuba. Cómo organizó la División Cuba de la United la esfera laboral la hace diferente a todos los otros monopolios que actuaban en la Isla.


La apuesta cubana de la United Fruit

Mucho antes de la llegada de la UFCo. a los territorios que rodean a las bahías de Banes y Nipe, al noreste de la isla, era el marqués de Esteva de las Delicias el dueño de un extensísimo latifundio de 70 000 has.-conocido como “Terrenos de Nipe”.



Este marqués se habían propuesto instalar una gran fábrica de azúcar en sus propiedades prácticamente despobladas. Pero, pese a haber conseguido el respaldo financiero de un banco parisino, el proyecto azucarero de Nipe en el siglo XIX no llegó a fructificar. La zona continuó mal viviendo su lánguida existencia, al margen de la dinámica económica que en 1893 permitió a Cuba producir más de un millón de toneladas de azúcar.

Leer además genealogía del marquesado de Esteva de las Delicias en GRANDES DE ESPAÑA
o en WIKIPEDIA

Mejor suerte que las tierras del marqués tuvieron otras aledañas en las que comenzaron a fomentarse plantaciones de banano.

Gracias a los avances registrados en materia de navegación y almacenaje, así como al cultivo de una variedad más productiva –Gros Michel-, el consumo bananero había crecido rápidamente en los Estados Unidos, mercado que en los años finales del siglo XIX importaba ya unos 17 millones de racimos.

Para satisfacer tan pujante demanda, en distintos países del Caribe se desarrollaron extensas plantaciones, a menudo estimuladas –o directamente promovidas- por empresas comerciales y navieras que operaban en los principales puertos del Atlántico norteamericano.

Con una exportación que -en 1892- superaba los siete millones de racimos, Cuba figuraba entre los mayores productores bananeros del momento. En la gran Antilla este cultivo era muy antiguo, pero fue en la década de 1870 cuando llegó a alcanzar una verdadera escala comercial, principalmente en la zona de Baracoa. Precisamente fue desde esa localidad desde donde los comerciantes y empresarios se encargaron de propagar la producción de bananos por las llanuras y valles de la costa norte de la provincia oriental (hoy territorios de la Provincia de Holguín).

Hacia 1887, una familia de comerciantes fruteros radicada en Baracoa, los Dumois, se asoció con algunos terratenientes de la zona de Banes para fomentar una extensa plantación.

Mediante la adquisición de tierras o el establecimiento de contratos de cultivo con campesinos del área, los Dumois consiguieron controlar más de 8 000 hectáreas de platanales y en 1895, valiéndose de tres empresas –todas ellas acreditadas en New York-, exportaban hacia Estados Unidos casi dos millones de racimos de banano.

Más, el estallido en ese propio 1895 de la guerra de Independencia en Cuba constituyó toda una catástrofe para los empresarios bananeros, cuyas propiedades y plantaciones en Banes fueron destruidas por las fuerzas del Ejército Libertador cubano.

Con sus negocios en suspenso y acuciados por algunas deudas, en 1897 los Dumois optaron por traspasar un importante número de acciones de sus empresas a la Boston Fruit Company, una gran entidad bananera estadounidense con la cual mantenían viejos nexos mercantiles.

Se sabe que en 1899 la compañía frutera bostoniana fusionó sus intereses con los de Minor C. Keith, otro empresario del giro, para crear la United Fruit Company. Entre los activos de la joven UFCo se incluían tierras cubanas y dos de los hermanos Dumois -Hipólito y Simón- figuraban en su directiva.


Pocos meses antes del nacimiento de la United, en Cuba había concluido el conflicto independentista con la intervención de los Estados Unidos. La Isla fue ocupada por el ejército norteamericano.


Andrew W. Preston (1894)
 Gerente General de United Fruit Co.
 La circunstancia no podía resultar más favorable para la United Fruit: sus propiedades en la isla gozaban ahora de la garantía representada por las autoridades militares estadounidenses. Y cuando surge la República de Cuba bajo el tutelaje de los EE.UU la seguridad de la Compañía se proyecta al futuro.

Apenas firmado en París un documento que acordaba la retirada de España después de 400 años de coloniaje los Dumois, que se habían ido a los EE.UU huyendo de la guerra, regresaron a Banes, pero ahora no eran los empresarios independientes que los vecinos habían conocido, sino que volvieron como funcionarios de la United, con las tareas de administrar –y acrecentar- las ya extensas propiedades territoriales de la compañía en aquella zona.

Aunque la empresa reanudó sus negocios bananeros rehabilitando algunas viejas plantaciones de los Dumois, el interés de la compañía, y en particular de su presidente Andrew Preston, se desplazó hacia el azúcar, producto para el cual avizoraba un futuro promisorio en tierras banenses.

Por exceder el marco tradicional de operaciones de la United (el banano), la decisión del azúcar fue calificada por algunos como “la locura cubana de Preston”. No obstante Preston siguió pensando en la caña y casi de inmediato comenzó a concretar su nuevo plan con la colaboración de Hugh Kelly, un avezado promotor azucarero que desde años atrás explotaba ingenios en Cuba y Santo Domingo.

Las oficinas de Kelly en New York se encargaron de realizar las compras de equipo y brindar el asesoramiento necesario para la instalación de un central azucarero, el Boston, en Macabí: punto costero enclavado en el mismo centro de las propiedades de la United Fruit en Banes.

Con el nuevo rumbo empresarial de la Compañía, Hipólito Dumois cesó en su condición de manager de la UFCo. en Cuba –y también desapareció de su directiva-, pero continuó actuando como un estrecho colaborador de la empresa. Hipólito era especialmente útil para lo que la United consideraba su objetivo inmediato: la expansión de sus propiedades agrarias.

Pretensión que se veía favorecida por el confuso régimen de tenencia territorial característico de las regiones orientales de Cuba: las llamadas “haciendas comuneras”, vestigios de la organización agraria inicial de la isla implantada por los conceptos feudales españoles.

Las haciendas comuneras se habían mantenido indivisas a lo largo de siglos, aunque en la práctica su explotación las fue fragmentando de manera harto imprecisa, mediante los llamados “pesos de posesión”.

“Pesos de posesión” significaban una especie de unidad de cuenta que -en cantidades variables- representaba el equivalente aproximado en tierras de una porción del valor de la hacienda. De hecho, las propiedades de la United en Banes no eran más que determinadas cantidades de pesos de posesión en cada una de las seis haciendas de la zona.

Esta anteriormente señalada situación resultaba un evidente obstáculo al traspaso de las tierras en calidad de mercancía y, por ende, un obstáculo para el desarrollo capitalista de la agricultura. Para superar aquel escollo el gobierno interventor norteamericano puso en vigor a principios de 1902 la Orden Militar No. 62, que establecía el procedimiento para la demolición de las haciendas en los términos más favorables a las voraces compañías norteamericanas que estaban invirtiendo en las provincias del este del país.

Con la asesoría de Dumois y los servicios de habilidosos abogados, la United se las ingenió para hacer valer sus pesos de posesión –fuesen estos legítimos o falseados- y descalificar a los de decenas de indefensos campesinos, apropiándose de la mayor parte de las haciendas de Banes, hasta integrar esas tierras en un enorme latifundio de más de 30 000 hectáreas. Pero todavía mayor sería la tajada territorial conseguida por Don Hipólito para la United en la zona de Nipe.

Conocedor de que sobre el extenso latifundio de los “Terrenos de Nipe” pesaba una amenaza de remate judicial como resultado de las deudas contraídas por sus propietarios con el Banco Romano de París, el habilidoso empresario se las ingenió para adquirir, mediante una maniobra de sabor fraudulento, las 75.000 hectáreas de esa inmensa propiedad por la ridícula suma de 189.370 dólares.

Al año siguiente –y por una cifra casi idéntica- Dumois “traspasaba” esas tierras a los señores Preston y Keith, principales cabezas de la United.

Inaugurado en 1901, el central Boston demostró casi inmediatamente que era una inversión acertada: apenas un par de años después y ya producía casi 20.000 tns. de azúcar y, lo mejor: sus perspectivas se tornaban todavía más halagüeñas, pues tras la firma el tratado de Reciprocidad Comercial entre Cuba y EE.UU. en 1903 el precio del dulce comenzó a experimentar un sostenido ascenso.


Alentado por la favorable coyuntura, Preston consideró oportuno fomentar otro central azucarero. Para ello procedió a segregar unas 50.000 has. de los antiguos Terrenos de Nipe.

Como la operación implicaba ciertos riesgos, el proyecto no fue asumido directamente por la UFCo., sino que se constituyó una nueva empresa, la Nipe Bay Company que, con la garantía de las tierras traspasadas por Preston y Keith, lanzó valores al mercado por algo más de $ 5.000.000.

Dichos fondos financiarían la construcción de un nuevo central, el Preston, y el fomento de plantaciones cañeras aún más extensas que las de Banes.

Cuando en 1907 la nueva fábrica entró en operación, la United “compró” la mayor parte del stock de acciones de la Nipe Bay. La Nipe Bay murió completamente absorbida por la UFCo. en 1923. Para esa fecha sus propiedades se valoraban en algo más de 12 millones de dólares.

Tras la absorción de la Nipe, las propiedades cubanas de la United quedaron organizadas en dos divisiones, “Banes” y “Preston” con un total de 105.000 hectáreas: la mayor propiedad territorial que -de manera concentrada- poseyese una compañía azucarera norteamericana en Cuba. (No era la UFSCo. la Compañía norteamericana con mayor cantidad de centrales azucareros en Cuba, pero sí eran sus dos centrales los más grandes productores de dulce).

Discurso pronunciado por el Presidente de la República de Cuba Fidel Castro Ruz, en la Tribuna Abierta de la Revolución en acto de protesta y repudio contra el bloqueo, las amenazas, las calumnias y las mentiras del presidente Bush, en la Plaza Mayor General "Calixto García" de Holguín, el 1ro de junio del 2002.




LA HORA TERCIA DE PEDRO ORTIZ DOMINGUEZ, expresión de la holguineridad desde un remoto suceso fundacional



LA HORA TERCIA.

Pedro Ortiz Domínguez
En enero de 1987, el jurado de cuento del concurso literario Premio de la Ciudad, integrado por el Premio Nacional de Literatura Abelardo Estorino y los escritores Abilio Estévez y José Lorenzo Fuentes, acordaron por unanimidad otorgar el máximo galardón a la obra, La Hora Tercia, del autor holguinero, Pedro Ortiz Domínguez.

En el Acta de Premiación de este certamen, de la ciudad de Holguín, el jurado fundamenta su decisión exponiendo que:

“A partir de circunstancias concretas de la historia de Holguín, que tocan aspectos fundamentales de nuestra nacionalidad, el autor desarrolla una fabulación que mantiene, a lo largo del libro, innegable unidad estilística y temática, con no escasos aciertos en el manejo del lenguaje y en la creación de situaciones y personajes” (1).
En la obra premiada aparecen tres narraciones: La Hora Tercia, que da título al libro, Míster Turnbull en Gibara y Pasen, muchachos, mis audaces. Los tres cuentos se desarrollan en la zona holguinera durante la etapa colonial.

Cualquiera de los tres serviría para demostrar el apego de este escritor a su región natal, pero escogimos La Hora Tercia, por la recreación que hace de un hecho de singular importancia histórica holguinera. El protagonista de esta narración es un personaje real, se trata de Juan Nepomuceno.

¿Qué dice la Historia holguinera sobre los hechos en que se ve envuelto este hombre?

En el libro Contribución a la Historia Colonial de Holguín 1752 – 1823, el historiador holguinero José Novoa Betancourt narra, las ramificaciones que tuvo la conspiración de Aponte en diferentes puntos de la Isla, incluyendo a Holguín. Valiéndose de documentos de la época Novoa Betancourt va revelando los hilos conspirativos del grupo abolicionista holguinero así como el clima de sospecha y terror de las autoridades locales al ver cómo en Puerto Príncipe y Bayamo tuvieron que enfrentar con duras medidas los intentos de levantamientos.

“A todas estas, el ambiente en Holguín era de plena histeria, aspecto que debieron tener muy en cuenta los conspiradores. Una muestra es una carta del 20 de febrero de 1812 del Teniente Gobernador al Gobernador; allí él refirió como:

(…) los procedimientos de las Villas de Puerto Príncipe y Bayamo contra los negros de aquellas Jurisdicciones, ha sido un recuerdo que ha consternado los ánimos de estos habitantes en términos que los gritos de un loco en el sermón (…) alarmó el pueblo con alguna confusión, que me costó trabajo serenar (1) ”

El Cabildo holguinero, sospechoso de que los negros de acá pudiesen estar involucrados, como realmente lo estaban, decidió tomar extremas medidas, pero:

“Estas medidas tampoco amilanaron a los complotados y estos acordaron realizar el levantamiento de todas maneras en la noche del 14 de marzo o al día siguiente. Pero la traición se impuso: el 11 de marzo, tres días antes, hacia las ocho de la mañana una esclava denunció la trama y comenzaron las represiones.(2)”

Este capítulo de la historia holguinera se cierra trágicamente y así lo concluye José Novoa en su libro:

“Producto de la investigación realizada sobre la conspiración se libró mandato de prisión contra más de cincuenta personas indicadas fundamentalmente como cómplices. Se detectó como jefe de la conspiración al esclavo congo Juan Nepomuceno y a sus colaboradores más cercanos, en los negros Federico, Mateo, Antonio, Miguel y Manuel, de los que no sabemos su estamento aunque suponemos serían esclavos.

El 3 de abril de 1812, al amanecer, en la Plaza de Armas de Holguín, actual parque Calixto García, fue ahorcado dentro de muy aparatosas medidas de seguridad el líder conspirador, mientras se castigaba brutal y simultáneamente a sus cinco más próximos colaboradores, condenados a cadena perpetua, sentencia a cumplir en el Presidio de San Agustín de la Florida.

"Cuando en la noche del 3 de abril los restos mortales de Juan Nepomuceno fueron sepultados en la Parroquia, quedó en la tierra/ holguinera la simiente del primer mártir local en la lucha contra el colonialismo y por las libertades del hombre. (2)”

Parque Calixto García, antigua Plaza de Armas (Foto tomada en 1920)


Es todo lo que hasta ahora ha llegado a nosotros, pero gracias al ingenio y la imaginación del fallecido escritor, ensayista y periodista holguinero, Pedro Ortiz Domínguez la historia ha podido ser recreada literariamente.

El cuento La Hora Tercia recrea las últimas horas de vida de Juan Nepomuceno, desde las 5.00 a.m. hasta aproximadamente las 9.00 a.m. del día 3 de abril del año 1812 en que es ahorcado en la Plaza Mayor de Holguín. Los dos personajes principales son el negro insurrecto y el anciano sacerdote Cayetano Basulto Fonseca quien religiosamente lo asiste en esas horas finales. (A propósito, el título de este cuento alude a las llamadas horas canónicas que durante la edad media se usaban como división del tiempo en los monasterios para identificar los momentos de los rezos, de ahí que, el padre Cayetano va precisando el tiempo de vida del condenado a muerte desde las horas Laudes (5:00 a.m.), Prima (6:00 a.m.), hasta la hora Tercia (9:00 a.m.) en que es ahorcado Nepomuceno).

El cuento, aunque en apariencia es lineal, consta de cambios temporales, para poder rememorar recuerdos del pasado de ambos personajes, pero con mayor énfasis en momentos de la vida de este esclavo. El sacerdote, claro está, responde a los intereses de la metrópoli pero siente cierta simpatía y conmiseración hacia el esclavo insurrecto:

-“-Juan Nepomuceno.

-Diga, padre respondieron con voz cansada desde el piso de ladrillos.

- Son cerca de las cinco. Pronto será de día.

-¿Por qué se ha pasado usted toda la noche conmigo?

-Porque soy hombre de iglesia y eres el primer condenado a muerte en los ciento setenta años que tiene de establecido el pueblo. Es mi deber: para darte el pan de la doctrina y confortarte. Ve preparándote. Cuando salga el Teniente Gobernador de su casa empezarán tus minutos finales. ( …) (2).”

Por la narración descubre el lector las terribles torturas a que fue sometido Juan Nepomuceno y algunos de los negros que conspiraban junto a él. La crueldad de la esclavitud es denunciada por este esclavo en su conversación con el sacerdote.

“-¿Por qué lo hiciste, Juanchito?

- Quiero ser libre, y también por ellos, los que mueren en el campo.

- ¿Los matan a golpes?

-No es el látigo ni el hambre lo que los acaba tan rápido en los trapiches y cañaverales, señor. El fuete y el poco comer no matan así. Es que nunca los dejan dormir. Están ahí, sin parar, cortando caña o pegados a las pailas de meladura hirviente, revolviendo la miel hasta que cuaja, asándose como puercos. Los alambiqueros, cuando pueden, para que se olviden del cansancio, le dan su jigüera de aguardiente escondidos de los mayorales. La malafia los ajuma y a veces caen en las calderas donde se cocinan.

-Sí, trabajan como ordenó el Rey, que Dios guarde: desde el amanecer hasta el anochecer. ¿Y que más, muchacho?

-Y también para que se termine el cambalache con negros. Los traen apilados como chivosa en carreta. Vienen entongados en alijos, como dicen el amo y sus apegados por Gibara. El amo me llevaba y los vi. Los bajaban del barco y/ los llevaban en botes hasta el desembarcadero del río, muertos de hambre y cansancio por el tiempo del viaje y el amontonamiento; apestosos a meao; llenos de mierda propia y ajena hasta las pasas; con las piernas y los pies hinchados, y ciegos por el sol. ”

A través de la ficción literaria, Pedro Ortiz logra ofrecernos una imagen de la reunión del Cabildo holguinero en el que se da a conocer la conspiración liderada por Juan Nepomuceno:

“Don Francisco de Zayas, Teniente Gobernador de Holguín, y don Ramón Armiñán, jefe militar de la plaza, citaron a sesión extraordinaria del Cabildo. Estaba presente la corporación completa: los alcaldes mayores y de policía, los regidores con sus varas, el Síndico Procurador General, el Alcalde Mayor de la Santa Hermandad, el Alguacil Mayor, el Escribano Público y el Alférez Mayor. Los funcionarios presentían que era algo importante, pero se horrorizaron con la revelación.

-¡Señores se ha descubierto una conspiración de negros en el país! - anunció don Francisco.

-Sí- recalcó el jefe militar-Recibí una comunicación del Capitán General, su excelencia el Marqués de Someruelos, donde informaba que él mismo, ante la gravedad de la situación ordenó prender el diecinueve de marzo pasado al caudillo de la conjura, un negro apellidado Aponte, y sus principales secuaces. Habían extendido la confabulación a toda la isla. ¡Hasta aquí mismo, señores! Y el jefe de los sediciosos es nada menos que el esclavo Juan Nepomuceno, de la dotación de nuestro Teniente Gobernador. (3)”

Resulta, además, interesante observar cómo este escritor reconstruye la vida del Holguín de entonces, sus calles, casas, costumbres, etc., tanto a través de la mirada del esclavo como de la del propio sacerdote:

“Miró hacia la iglesia. En la reconstrucción lo había puesto a trabajar su amo. La nave central, de cinco varas de alto, con horcones de júcaro que él había ayudado a cortar por los montes del río Matamoros, y dos más en los laterales de tres y media, las tres con anchas paredes de embarrado y el techo de tejas. Cuatro campanas medianas colgaban de una armadura de palo fuerte y jiquí, bajo una puntiaguda cubierta de cuatro aguas terminada en una fina cruz.

Dos cuadras más allá estaba la casa del Teniente Gobernador, su dueño, sólida, también de embarrado y tejas, con la fachada encalada, de blancura enceguecedora en los días de sol inaguantable, con una cenefa añil de vara y media de ancho, y franjas del mismo color alrededor de la puerta principal y las dos ventanas del frente. (…) (3)”

“Era apacible la vida en el pueblo antes de ese alboroto, recordó don Cayetano. Transcurría entre fiestas por los nacimientos de los hijos de los soberanos, del Gobernador de Cuba y del Teniente Gobernador de la Villa; sus cumpleaños y casamientos: los días de los santos patronos San Isidoro, la Virgen del Rosario y el batallador San Miguel. Romerías de la Loma de la Cruz el tres de mayo y paseos a caballo por el Llano. (…)(3)”

“Juan miraba hacia adelante, al final de la calle San Miguel, cerrándola como una enorme res en descanso, la Loma de la Cruz. Vio el trillo sinuoso por el que escalaban en romerías de devoción los peregrinos que iban a pagar promesas, a encender agradecidas velas a los santos de su inclinación, y hacer nuevas rogativas alrededor de la gran cruz, visible desde el pueblo, colocada en un limpio de la cima. Desde la cumbre, en los días claros, se distinguía el mar de la bahía gibareña, envuelto en una bruma azul que lo hermanaba con el cielo. (…)(3)”

“Más allá de la calle Santiago, en Santa Cecilia, a tres cuadras de la iglesia, los negros y mulatos, libres y esclavos autorizados, fabricaban sus casas de embarrado o yaguas y techos de yarey. Después del Marañón estaban los tejares y las finquitas de estancieros negros, quienes veían silenciosos cómo algunos blancos les arrebataban en carretones los ladrillos que terminaban de quemar, llenaban los serones de las bestias con sus animales y cosechas. (…)(3)”

“Llegaron a la esquina del paseo de San Pedro, a la Plaza de Armas que se extendía hasta la avenida del Rosario, una vez y media más larga que ancha, buena, de acuerdo con el dictamen de su señor, para celebrar las fiestas de a caballo y las paradas militares, con las casas de portales a la calle para que en ellos, protegidos del sol o de la lluvia, pudieran hacer sus compraventas los tratantes. (…)(3)”

El final del cuento recoge los momentos del ahorcamiento en la Plaza de Armas de Juan Nepomuceno y es verdaderamente patético ese hecho: “En el silencio de páramo la trampa se abrió con estruendo de disparo y Juan cayó al vacío, haciendo restallar la soga (…)(3)”

En ste cuento el autor, apoyándose en hechos de nuestra historia local le confiere a la memoria histórica una dimensión, que quizás la historia, propiamente, no puede lograr: ahora sentimos la vida de los hechos, hechos que, siente el lector, ocurrieron a seres humanos. Tal contribución de Ortiz apuntala los sentimientos de identidad holguinera o la holguineridad como algunos ya van diciendo. Holguineridad que se objetiva en el espíritu irredento que vino a tomar cuerpo en el negro Juan Nepomuceno. Y asimismo el cuento nos permite conocer cuáles eran las fiestas y costumbres de la época, el nombre que tenían, por entonces, aquellas polvorientas calles limitadas por las casas de embarrado, incluso caminarlas y subir a lo alto de la Loma de la Cruz, para desde el cielo, contemplar aquella pequeña villa situada entre los ríos Jigüe y Marañón.

Bibliografía

Lorenzo Fuentes, José: Acta de Premiación del jurado del Premio de la Ciudad. 1987.

Novoa Betancourt, José: Contribución a la historia colonial de Holguín 1752-1823. Ediciones Holguín, 2001.

Ortiz Domínguez, Pedro: La Hora Tercia. Dirección Municipal de Cultura, Holguín, 1987.


Notas:
(1) José Novoa Betancourt: Contribución a la historia colonial de Holguín 1752-1823, p. 114.

(2)Ibídem, p. 18/19.



24 de septiembre de 2011

Celestino antes del alba - Reinaldo Arenas (Prólogo)


Las múltiples ediciones piratas de esta novela y las numerosas erratas y distorsiones sufridas por su texto han motivado al autor a hacer una versión definitiva de ella. Ésta es, pues, la primera edición corregida, revisada y autorizada por el propio autor.* Celestino antes del alba obtuvo en 1965 en La Habana la primera mención en el concurso nacional de novela ante un jurado encabezado por Alejo Carpentier. La edición cubana se agotó en una semana, pero nunca más fue autorizada allí una nueva publicación. La novela es una defensa de la libertad y de la imaginación en un mundo conminado por la barba¬rie, la persecución y la ignorancia.

Celestino antes del alba inicia el ciclo de una pentagonía que comienza con la infancia del poeta narrador en un medio primitivo y ahistórico; continúa con la adoles¬cencia del personaje durante la dictadura batistiana y precastrista -El palacio de las blanquísimas mofetas-; sigue con su obra central, Otra vez el mar, que abarca todo el pro¬ceso revolucionario cubano desde 1958 hasta 1970, la estalinización del mismo y el fin de una esperanza crea¬dora; prosigue con El color del verano, novela que termina en 1999, en medio de un carnaval alucinante y multitu¬dinario en que la juventud toma numerosas embajadas y la misma Isla, desasida de su plataforma, parte hacia lo desconocido. La novela revela las peripecias de un dicta¬dor enloquecido y la vida subterránea de la juventud cu¬bana; una juventud desgarrada, erotizada y rebelde. La pentagonía culmina con El asalto, suerte de árida fábula sobre el futuro de la humanidad, tal vez el libro más cruel escrito en este siglo. En todo este ciclo furioso, mo-numental y único, narrado por un autor-testigo, aunque el protagonista perece en cada obra, vuelve a renacer en la siguiente con distinto nombre pero con igual objetivo y rebeldía: cantar el horror y la vida de la gente. Perma¬nece así en medio de una época convulsionada y terrible, como tabla de salvación y esperanza, la intransigencia del hombre -creador, poeta, rebelde- contra todos los pos¬tulados represivos que intentan fulminarlo. Aunque el poeta perezca, el testimonio de la escritura que deja es testimonio de su triunfo ante la represión y el crimen. Triunfo que ennoblece y a la vez es patrimonio del género humano.

R.A., 1982
*Se refiere a la edición de la Editorial Argos Vergara, Barcelona, 1982, publicada con el título de Cantando en el pozo.




Celestino antes del alba - Reinaldo Arenas (VII)


CORO DE BRUJAS: «En el Palacio de Cristal, los crisantemos florecen para las hadas y los duendes y el poe¬ta percibe claramente las flores, parecidas a copas de ágata».

TODOS LOS DUENDES (mientras desaparecen por las cana¬les del comedor): ¡Ágata! ¡Ágata! ¡Ágata!

(Cruzan las tías con una mano en alto, y al compás de una marcha militar que no debe escucharse. Marchan con paso firme, pero irreal.)

VOCES DEL CORO DE PRIMOS MUERTOS (desde fuera): Ahí viene Celestino con un jubo muerto entre las manos.

VOCES DEL CORO DE TÍAS (desde fuera): El jubo se está tragando a Celestino como si fuera una rana.

(Se oye el rumor de las risas y los cantos.)

VOZ DE LA MADRE (fuera): ¡Maldito! ¡Otra vez te has caído en mitad del camino, y vienes con las latas vacías. ¡Mereces que te estrelle!...

voz DEL ABUELO (fuera): ¡Es bobo! ¡Es bobo! Y lo único que sabe hacer es pasarse el día garabateando las matas y poniendo asquerosidades.

(De nuevo las risas y los cantos.)

VOZ DE LA ABUELA (chillando desde fuera): ¡Corran! ¡Corran!, ¡que se ha tirado al pozo!

(Gran silencio. Luego un enorme vocerío de niños, y todo un escándalo de algarabías. Los primos del comedor, jugando a la marchicha. Tú irás confundido entre ellos, como uno más dentro

del coro de los muertos.) *«El ramo del poeta», inspirado en un poema, «El Palacio de cristal de la luna», de Mao Wensi, poeta de la dinastía rebelde de los Chou (Tsin Chou).

CORO DE BRUJAS (avanzando hasta la ventana. Mientras el coro de brujas habla, se oirán los gritos de la abuela: «Se ha ti¬rado al pozo», pero muy distantes, casi imperceptibles): «No me despertéis, si tengo la dicha de dormir a la hora en que los pájaros inician sus gorjeos.

Para mí todas las alboradas son pálidas bajo mi co¬bertor de seda verde.

Los rumores rasgan dolorosamente el silencio. Tanto peor para el visitante matutino que me espera en el salón.

Ni siquiera siento la curiosidad de saber cuántos ca¬pullos se han abierto en el ciruelo. Sin embargo, es pre¬ciso levantarme...

El humo de las chimeneas dibuja arabescos por en¬cima de los techos.

Me dedico a descifrar en el firmamento un mensaje de amor.

Muy pronto los dibujos se disipan.

Y ahora el cielo está implacablemente desnudo.

Sombrío, delante de la ventana, contemplo el patio donde el viento arremolina las hojas secas.

La primavera se demora, mas la yerba del pesar rever¬dece en todas las estaciones».*

(Los gritos de la abuela cesan. El coro de brujas se queda fijo junto a la ventana, mirando embelesado hacia el patio. Silencio. Luego se interrumpe, de pronto, la calma por un gran vocerío de muchachos a los cuales se les oye jugar, cantar, hacerse preguntas; correr por todas partes. Estamos en el campo y los muchachos se divierten. A intervalos se escucha el ruido sordo de un hachazo y el caer sonoro de un árbol, que retumba, estremeciendo a todo el monte, repercutiéndose en muchos ecos. Luego continúan las vo¬ces, las algarabías.) *Final del poema «La que yo amo», de Ts'in Koan.



He llegado corriendo hasta el mayal, con una botella de vino para esconderla entre las mayas y poder luego emborracharme tranquilo, sin que nadie me perturbe. ¡Es tan sabroso emborracharse y tirarse bocarriba sobre la tierra! No se sienten entonces ni los picotazos de las hor¬migas rabúas... Sí que me gusta emborracharme y por eso voy a tratar de esconder todas las botellas que pueda. Vol¬veré a la casa y traeré más vino para esconderlo entre los huecos del mayal.

He dado más de veinte viajes a la casa y en cada uno he traído vino de todas las clases, y hasta una botella de menta, que abuela había escondido para ella. Cuando se entere pondrá el grito en el cielo. Pero que se joda, to¬tal: que si no me la robo yo se la roba alguna de mis tías, porque ellas siempre están a la que se te cae y se roban todo lo que se les pone por delante, y cuando no se les pone también se lo roban. A la boda de mi madre, como ella es tan guanaja, y se deja abusar de los demás, ya casi la tienen desnuda, pues todos sus vestidos (que eran poquísimos) se los han robado, y ahora mi madre tiene que andar hacién¬dose faldas de saco, y tapándose el cuerpo con lo primero que encuentra. ¡Desgraciadas tías! Y como si eso fuera poco: no hacen más que estarme criticando y peleando. Ya estoy aburrido, y cualquier día cojo un poco de veneno y se lo echo a la comida, para que no se escape ni el gato. Sí, eso es lo que voy a hacer cualquier día, aunque tengo pri¬mero que ponerme de acuerdo con mi madre, para que ese día no vaya a probar la comida. ¡Ya verán que ni el gato va a quedar en esta casa!... Ya parece que mis tías se han dado cuenta de que faltan veinte botellas de vino, pues oigo un escándalo en la casa que da miedo. Parece que le han echado la culpa al pobre Celestino, pues le están dando una paliza que lo están matando. Desde aquí se oyen sus gritos. Sus gritos. Sus gritos.

Sus gritos.

Sus gritos.

Sus gritos.

-¡No le sigan pegando a Celestino, que fui yo el que me robé las botellas de vino!

Me persigue ahora un enjambre de gentes: todas mis tías, con palos y piedras, y la-vieja-maldita-de-abuela que para otra cosa siempre se está quejando y no puede hacer nada, pero que ahora corre detrás de mí como si fuera una muchacha. ¡Vieja maldita: aunque envenene a mi madre, yo te envenenaré a ti! Abuelo también viene, con el hacha en lo alto, y echando mil maldiciones. Tengo que ver de qué forma me escapo de estos condenados porque si me agarran, con la borrachera que tienen, me hacen añicos.

El hacha de abuelo pasó, echando chispas, cerca de mi cabeza. Ya llega la gente. Ya me tienen casi acorrala¬do. ¡Si pudiera alzar el vuelo! Pero da la casualidad que cuanto más lo necesito no lo puedo hacer, y por estos lu-gares no veo ni a una bruja siquiera. Tendré que arreglár¬melas como pueda.

Ya me cogen los brazos y tratan de hacerme peda¬zos. Una de las tías me da un golpe en la cabeza que re¬tumba. Y abuela, la muy condenada, me golpea con una estaca.

-¡No diré dónde están las botellas escondidas! ¡No voy a decir nada, así que si quieren pueden matarme!

-¡Desgraciado muchacho!

-¡Será posible que en esta casa no haya paz ni siquiera en este santo día! ¡Si lo que mereces es que te arranque la cabeza!, ¡condenado!

-¡Pégale a matarlo!

-¿¡Dónde escondiste las botellas!?

-¡No voy a decir nada!

Abuelo me zarandea y me entra a patadas. Pero yo es¬toy más tieso que una estaca y ni aunque me mate le diré nada. Abuelo, cansado de zarandearme, coge el hacha, y me dice:

-¡Ahora vas a decirme dónde escondiste las botellas, porque si no te abro la cabeza en dos mitades!

-¡Quítale el hacha a ese hombre, que está borracho!

-¡Se ha vuelto loco!

-¡El hacha!

Abuelo me lanza un hachazo, y el hacha pasa rozán¬dome una oreja, y se le clava a él en el dedo gordo del pie. Abuelo da un maullido que parece un caballo cuando lo están capando. Yo aprovecho y salgo corrien¬do, mientras abuela hace cruces en el aire, y dos brujas me levantan en vilo, y me esconden en el último rincón del mayal viejo... El grupo de lagartijas que había encima de las botellas sale corriendo al verme acompañado por las brujas. La fiesta de nosotros va a empezar ahora. Una de las brujas destapa la primera botella, y se empina. Yo no me quedo atrás y destapo la segunda. Y la tercera. Y la cuarta.

Y la quinta... cuatro lagartijas vestidas todas de blanco, según dicen, fueron a pegarse candela al otro lado del río.

Aserrín, aserrán,

los maderos de san Juan.

Los de Juan piden pan...

Cruzan las lagartijas, echando chispas y cantando a coro. Luego alzan el vuelo y se encaraman sobre la mata de higuillos, donde una noche, abuela, al ir al excusado, encontró al abuelo, muy tieso, y balanceándose de la soga que lo sujetaba por el cuello. «Qué destino tan triste», dijo abuela aquella noche, mientras se metía en el excusado, envuelta en una sábana. «De ese higuillo se ha ahorcado mi padre», dijo, «mi suegro, mi abuelo, yo, y ahora el viejo. ¡Qué destino tan triste! Mañana mismo cortaré el higuillo.»

Pero no lo cortó…

-Mamá ha descubierto el escondite y se me acerca, con los ojos bañados en lágrimas.

-Muchacho -dice-, dame las botellas de vino para lle¬varlas a la casa. No me mortifiques más. Estoy ya tan re¬condenada...

Así me habló mi madre, y al decir la palabra reconde¬nada su voz se puso más ronca que nunca, y pensé que se iba a quedar muda.

Mamá es ya una vieja. Una vieja que nunca ha po¬dido decir que es vieja, porque en la casa hay otras per¬sonas más viejas que ella.

Mi madre es siempre la que se queda en segundo lu¬gar en todo, la que tiene que esperar a que los demás se sirvan para servirse ella. La que duerme en el último cuarto, que está junto a la prensa de maíz llena de rato¬nes. Como no tiene ni casa ni marido, mi madre ha te¬nido que criar a todos mis primos y ha tenido que aten¬der en el parto a todas mis tías. Pero mis tías la tratan a patadas, y le dicen que ella es boba. Mis primos también la maltratan y le dicen «vieja caduca», y yo, algunas veces, también se lo digo. ¡Pobre mamá! El hombre que la dejó debió haberse muerto antes de hacerlo.

Le he dado todas las botellas de vino a mi madre. Tendré que dejar la borrachera para el año que viene... Le he dado todas las botellas de vino a mi madre, y, de pronto, me voy sintiendo contento. La veo ahora alejarse, y me digo: ¡ojalá no esté equivocado de nuevo! ¡Ojalá! sea esa mujer mi madre. Que no sean solamente ideas mías y mi verdadera madre esté esperándome en la casa, con una estaca en la mano. Pero no: yo nunca he inven¬tado a una persona que haya podido decir «recondenada en aquella forma tan única como mi madre lo ha dicho. Sí, no debo dudar: aunque fuese por unos segundos: he visto por primera vez a mi madre. Ahora no importa que la otra me caiga a estacazos.

Mi madre es la más joven de todas las mujeres.

Mi madre es tan joven que yo la llevo cargada a donde

quiera.

Mi madre es sabia.

Mi madre me hace un cuento diferente todas las noches.

Mi madre canta como nadie nunca ha cantado.

Mi madre es mi madre.

Mi madre sabe treparse a las palmas.

Mi madre nada por encima del agua.

Mi madre anoche me llevó a ver el sol.

Mi madre está limpiando la casa.

Mi madre está bailando en el techo.

Mi madre está cantando en el pozo.

Mi madre está maullando en la sala.

Mi madre está rifando un vestido.

Mi madre está pidiendo limosnas.

Mi madre está tocando a la puerta.

Mi madre está cerrando mis ojos.

Oigan a mi madre limpiando la casa.

Oigan a mi madre bailando en el techo.

Oigan a mi madre maullando en la sala.

Oigan a mi madre rifando un vestido.

Oigan a mi madre pidiendo limosnas.

Oigan a mi madre tocando a la puerta.

Oigan a mi madre cantando en el pozo.

Cantando en el pozo.

Cantando en el pozo.

Cantando en el pozo.

Oigan a mi madre cantando en el pozo.

Oigan a mi madre cerrando mis ojos.

Cerrando mis ojos.

Cerrando mis ojos.

Cerrando mis ojos.

Hoy ha hecho un día muy lindo. Desde muy temprano las cucarachas se asomaron a mi castillo, y me dijeron: «Salve», «Salve». Yo salí por la gran puerta, con los ojos ba¬ñados en lágrimas, y empecé a cantar. Las cucarachas se in¬clinaron respetuosas, y entonces me eché a reír... Me han tomado del brazo, y vamos caminando a lo largo de todo el potrero. ¡Qué de sol! ¡Qué claridad tan grande! Sin dar¬nos cuenta, casi nos derretimos. Y sin embargo, ¡qué fres¬cura! Es como si estuviéramos ya en las madrugadas de diciembre y de enero, ¡qué meses tan agradables y cortos!... Hemos caminado sin darnos cuenta, por sobre los grandes fangueros que hay más allá del río. Pero apenas si estamos enfangados. Las cucarachas me alzan y me bambolean, y yo digo: ¡qué gentiles!, ¡qué gentiles! Pero lo más curioso es que ellas tampoco se han ensuciado: relucen sus carapa¬chos al sol, como si fueran cáscaras de mamones, y, de vez en cuando, se ponen tan lindas, con sus muchas patas al aire, que yo las abrazo y les digo: «¡No me dejen! ¡No me dejen!»...; pero ellas nunca han pensado dejarme: «A todas partes te perseguiremos», me han dicho, y yo siento un es¬calofrío muy grande que poco a poco me va traspasando la boca del estómago, mientras sube y baja, sin quedarse quieto en ningún sitio. De un salto cruzamos el río y nos tendemos a descansar sobre una gran hoja de malanga de agua. Pero luego seguimos andando, porque ya horita será de noche, y entonces: ¿quién podrá impedir que nos des¬tripen de un solo pisotón?...

Las cucarachas me han abandonado. A mitad del ca¬mino me sueltan del brazo, y me dicen: «Nos has enga¬ñado: decías que eras de nosotros, y nos hemos enterado que eres eterno». «¿Eterno?...», pregunté yo, pero ya ellas habían desaparecido. «Eterno», dijeron unos totises que volaban muy altos. Yo también alcé el vuelo y traté de al¬canzarlos. Pero desaparecieron ante mis ojos. Y volví a la tierra.

Por primera vez me sentí más solo que nunca.

Si tú no existieras yo tendría que inventarte. Y te in¬vento. Y dejo ya de sentirme solo. Pero, de pronto, llegan los elefantes y los peces. Y me aprietan por el cuello, y me sacan la lengua. Y terminan por convencerme para que me haga eterno.

Entonces, debo volver a inventar. Hasta que por fin no quede ni un árbol en pie... Ya puedo dormir tran¬quilo, con mi gran hacha guardada debajo de los sobacos.

He vuelto de nuevo al patio. Acosado por miles de la¬gartijas de diferentes tamaños y muchas cabezas, que me empujan y me dan mordidas: no me ha quedado más re¬medio que llegarme hasta el patio. Pero he ahí que las la¬gartijas llegan hasta el pozo y, de un salto, lo traspasan, y siguen andando hasta darme alcance.

Y me alcanzan. Y me derrumban. Y poco a poco em¬piezan a despedazarme. ¡Celestino!

¡Celestino!

¡Celestino!

-Despierten, que Celestino se ha muerto...

Yo cogí y lo llevé al cementerio. Pero mis primos no quisieron que yo lo enterrara junto con ellos. Y tuve que comérmelo para que no se lo comieran las auras. Y por eso es que ellas ahora están tan bravas y se elevan muy alto entre las nubes, para coger impulso y, cayéndome a picotazos, sacarme a Celestino del estómago. Pero no lo van a conseguir: ya estoy muy cerca de la puerta. Con un poco más que me arrastre, llego a la casa.

-¡Madre mía! ¡Ábreme la puerta porque hay un aurero que me viene persiguiendo de cerca! ¡Abre! ¡Abre!

Mi madre ha abierto la puerta y se ha puesto en la en¬trada para impedirme el paso.

-¡Déjame pasar!

-No, todavía no puedes.

-Si no entro me han de comer las auras y las lagar¬tijas.

-Bien sabes que no es por ti por quien se elevan tan alto las auras, y que no es a ti a quien quieren comerse las lagartijas: tú eres eterno.

-¡No!

-Te lo digo yo, que también lo soy. Los dos padece¬mos esa desgracia, tan terrible como ninguna.

Mi madre ha tirado la puerta en mi cara y, sollo¬zando, ha entrado en la sala. Abuelo duerme, con el ha¬cha bajo la espalda, y abuela hace muchas muecas en el aire, sin atreverse a asomarse por las rendijas... Dicen que por las noches yo salgo y camino todavía hasta el pozo, y que me quedo quieto, mirando el fondo, y que una vez mi madre me agarró, ya cuando estaba subido en el brocal...

Llego hasta la mata de higuillos -la que todavía queda en pie- y me tropiezo con el duende.

-Al fin he comprendido lo que quieres -le digo-, pero ya nada puedo hacer por darte el anillo.

-No importa. De todos modos ya no lo necesito.

-¿Por qué?

-Alguien que tú conoces te lo ha robado y me lo ha dado antes de que tú supieras que lo tenías. Por eso he in¬sistido tanto en pedírtelo: he llegado a ti solamente para hacerte el bien. Para que razonaras y te dieras cuenta de las cosas que no ves y te ven. Que no presientes y te do¬minan. Y te aturden. Pero has sido necio: ahora estás condenado a la eternidad. Sólo me falta desearte pacien¬cia, tanta, como yo, que también soy de los eternos, no he tenido ni la tendré nunca.

-Pero, ¿por qué no me dijiste que me estabas ayu¬dando?

-Nunca me hiciste caso, y cada vez que me acercaba a ti, tú tratabas de imaginar que estabas soñando. ¡Tan in¬creíble te resulta que alguien que no se justifique pueda brindarte ayuda! ¿Es que solamente confías en lo que pal¬pan tus manos que en definitiva son más irreales que cualquiera de mis leyendas? Pero ya es tarde: aquí están las hojas. Si quieres te enseñaré el anillo. Míralo: es como cualquier otro. Sólo que éste era el tuyo y ahora no po¬drás volver a recuperarlo.

El duende ya se iba desvaneciendo sobre los últimos gajos del higuillo. Por unos momentos parpadeó el reflejo del anillo entre las hojas, y quise saber si alguna vez po¬dría volver a encontrarme con él.

-Ya que somos eternos -le dije-, dime tu nombre: así podré llamarte algún día, dentro de mil años, dentro de mil siglos, en cualquier tiempo y lugar que nos encon¬tremos.

-Mi nombre es Celestino -dijo.

Y se desvaneció rápido sobre el capullo más alto de la mata de higuillos.

Siete veces he vuelto a tocar a la puerta. Vengo ahora desnudo y debo de ser ya un viejo -tal vez horrible-. Mi madre ha salido a abrirme seguida de abuela y abuelo.

-¿Qué quieres? -pregunta mi madre.

-Esta noche deseo pasarla con ustedes -digo-: afuera llueve y, según parece, hay una tonga de rayos que quie¬ren caer sobre mi cabeza.

-Hoy no puedes -dijo mi madre, y yo vi cómo casi se le saltaban las lágrimas.

Abuela y abuelo sonrieron rápidos, y enseguida vol¬vieron a recuperar su figura de siempre.

-¿Y cuándo podré?

-¡Mañana! ¡Ven mañana! -Y yo sentí cómo la gar¬ganta se le iba estrujando-. ¡Ven mañana! -volvió a repe¬tir mi madre mientras abuelo trozaba el hacha en dos pe¬dazos y abuela miraba hacia el techo: buscando una rendija por donde salir huyendo-. ¡Mañana! -dijo de nuevo, y al fin se convirtió en una tatagua de río. De esas que solamente salen cuando ha llovido mucho y sigue lloviendo.

Afuera había una mata de higuillos. Dos o tres grillos que hacían «rirrr», «rirrr», «rirrr». Un grupo de brujas que conversaban sobre el techo de la casa. Y yo, que me tiré bocarriba sobre la tierra empapada, y, muy alegre, me puse a contar, de dos en dos, las diferentes nubes que cruzaban más abajo de mis ojos, y que de vez en cuando me hacían una señal complicadísima.

Luego pensé que mientras más rápido me durmiera más pronto llegaría el otro día. Y me quedé dormido. Y me quedé dormido.

Y me quedé dormido.

Y en sueños dicen que fui hasta el pozo y que me asomé por sobre el brocal. Y que allí me quedé, espe¬rando a que mi madre me agarrara -como la otra vez-momentos antes de caer al vacío.

Pero, según me acaba de decir ahora mi madre, esa noche no pudo llegar a tiempo. Aunque yo tengo mis sospechas y pienso que seguramente ella llegó demasiado temprano.



ULTIMO FINAL

Celestino antes del alba - Reinaldo Arenas (VI)


ABUELA (al abuelo): ¡Borracho! Dónde te has metido. ¡So haragán! Yo sola he tenido que hacerlo todo en esta casa. Y tú, ¡zángano!, por ahí, cazando pájaros...

ABUELO: Estoy borracho como una uva, pero eso no impide que tenga puntería. Y esta noche te lo voy a de¬mostrar...

ABUELA: ¡Puerco!

ABUELO: Sí que tengo buena puntería. Mira, fui a re¬visar la mata de ceiba, para ver si el babieca de Celestino había puesto alguna indecencia en ella, y mira lo que traigo: ¡un pájaro como hay pocos! ¡Fíjate en los colores!

TÚ: ¡Déjenme verlo!

ABUELO: Échate para atrás, ¡rastrojo!, que siempre tie¬nes las manos embarradas de mierda.

ABUELA: Eres peor que un muchacho, ¡mira que salir a cazar pájaros hoy: con el trabajo que hay en esta casa!

ABUELO: Te digo que no salí a cazar nada. Pero me lo tropecé en el nido. Tiré la piedra para asustarlo. Y cayó muerto al suelo.

TÚ: ¡Déjenme verlo!

CORO DE TÍAS: ¡Qué muchacho más necio! ¡Será posi¬ble!... ¿Qué interés tiene en ver ese pájaro? ¡Estáte tran¬quilo si no quieres que te caigamos a golpes, ya que la vaca de tu madre no te pone la mano encima. Ah, pero con nosotras sí que la cosa cambia. ¡No pienses que vas a ser un degenerado igual que tu padre!

LA MADRE: ¡Primero muerto!

ABUELA: ¡Salvaje! ¿Cómo puedes hablar así, no ves que él te está oyendo?

CORO DE TÍAS (a la abuela): Ella ha dicho bien. Qué mayor desgracia que tener un hijo degenerado. ¡Ni la muerte misma!

ABUELA: ¡Bestias!

CORO DE PRIMOS MUERTOS: Qué tristeza tan grande: fui al arroyo a pescar, y no cogí ni un pití. En el camino no supe qué hacer, y, de pronto, se hizo de noche. En¬tonces me senté sobre una piedra y lloré. Pero nadie vino y me dijo «qué te pasa».

LAS BRUJAS (entrando por la puerta de la sala): Nadie vino y me dijo «qué te pasa».

CORO DE PRIMOS MUERTOS: El pozo es el único que sabe que yo estoy triste hoy. Si hubieras visto cómo lloró también, junto conmigo. Pero eso no me consoló ni pizca, porque yo sé que el pozo soy yo, y por eso me oye; pero como es así, nadie me oye... En toda la noche no hallé ni a un alma viviente, sólo muertos y árboles.

Y entonces no me quedó más remedio que empezar a garabatearlos, para que al menos ellos supieran algo.

LAS BRUJAS: Supieran algo...

CORO DE PRIMOS MUERTOS: Pero yo soy muy bruto, y no sé escribir. Y ahora estoy pensando que a lo mejor he puesto una barbaridad. De todos modos me siento mejor. Llego de madrugada a la casa, y allí está él, dormido. ¿Quién será? Nunca le he hablado. Nunca le he dicho ni media palabra. Pero siempre está allí, ya dormido. Es¬perándome; porque yo sé que me estuvo esperando.

Y como yo tardé, se fue quedando dormido. Pero así y todo, yo sé que estaba esperando.

LAS BRUJAS: Me estaba esperando.

CORO DE PRIMOS MUERTOS: Pero a mí me da mucho miedo despertarlo, pues no sé..., y a lo mejor me estaba esperando para matarme...

UN DUENDE: ¡Si me miras a los ojos, caes muerto!

OTRO DUENDE: ¡Caes muerto!

CORO DE DUENDES: ¡Mírame a los ojos! ¡Despiértame y mírame!

(Todos comen. La conversación se irá desarrollando sin que la cena se interrumpa.)

CORO DE TÍAS (a ti, y sin dejar de comer): Estás pálido, estás triste.

TÚ: No.

CORO DE TÍAS: Sí, se te ve en los ojos. Estás enfermo. Será mejor que tu madre te acueste.

TÚ: Déjenme.

CORO DE TÍAS: ¡Estás muriéndote!... ¡Al fin! ¡Al fin se está muriendo!

ABUELO: ¡Si miras para los ojos de este pájaro, caes muerto! ¡Caes muerto! ¡Caes muerto!

LA MADRE (tocándote por encima de la mesa): Es verdad, tiene fiebre. (Se pone de pie y da un maullido.) ¡Mi hijo se está muriendo!

ABUELO: ¡Si cierras los ojos verás al pájaro mirándote!

LA MADRE: ¡Se muere!...

ABUELO: Si abres los ojos verás al pájaro mirándote.

LA MADRE: Se muere...

CORO DE TÍAS: ¡Traigan una vela! ¡Traigan una vela! ¡Al fin!

LA MADRE: ¡Dios mío!

TÚ: Enséñenme el pájaro. ¡Enséñenme el pájaro!

ABUELO (muy alegre): ¡Aquí está! ¡Míralo!

TÚ: ¡Celestino!

ABUELO: Sí, ¡tú!

LA MADRE: Se muere...

CORO DE TÍAS: ¡Al fin! ¡Al fin! Y no deja de ser justo que nos alegremos: ya él se liberó. Aquí las desgraciadas somos nosotras. Nosotras, las víctimas, hijas de ese viejo borracho y de esta vieja loca.

ABUELA (que no ha dejado de comer): ¡Malditas! (Sigue comiendo.)

CORO DE TÍAS: Sí, malditas nosotras. Tú al menos tu¬viste la oportunidad de parir mucho. ¿Cuántas noches alegres te reportamos cada una de nosotras?, ¿cuántas no¬ches? ¿Cien?

ABUELO (con picardía): Oh, más, más...

CORO DE TÍAS: ¿Doscientas setenta? Doscientas se¬tenta, sí, lo justo. Doscientas setenta noches de forcejeo por cada desgraciada de nosotras.

ABUELO: ¡Exacto! ¡Exacto! Y a veces más...

ABUELA (interrumpiendo la comida): ¡Malditas!

CORO DE TÍAS: ¡Durante cincuenta años o más pasare¬mos hambre! Comeremos tierra. Viviremos sin hombre, porque a estos viejos les dio la gana de divertirse todas las noches.

ABUELA: ¡Malditas!

CORO DE TÍAS: ¡Malditos! ¡Malditos!

ABUELA (al abuelo): Así terminan siempre las Noche¬buenas aquí. Ay, Dios mío, qué tragedia tan grande la de esta casa. ¡En vez de parir personas he parido fieras! Ni si¬quiera un día en el año podemos estar tranquilos y comer juntos, como si fuéramos personas. ¡Fieras!, ustedes son las malditas. Qué culpa tengo yo de que no hayan en¬contrado con quién acostarse. ¡Yo sí lo encontré! ¡Mí¬renlo aquí! (Señala para el abuelo.)

ABUELO (levantando el pájaro muerto): Aquí estoy.

ABUELA: Ése es el padre de ustedes, peléenle también, que yo sola no las traje al mundo. Y de haberlo hecho hubiera traído otra cosa mejor, y no la mierda que el pa¬dre de ustedes siempre ha hecho..., porque no sabe hacer otra cosa. ¡Un buen marido es lo que siempre he necesi¬tado!

EL ABUELO: ¡Bendito sea Dios!

ABUELA: ¡Un buen marido!

CORO DE TÍAS: ¡Un buen marido! ¡Un buen marido!... (Bailan unas con otras, el abuelo y la abuela también bailan.) ¡Un buen marido! (El abuelo tira el pájaro sobre la mesa y si¬gue bailando.)

LA MADRE (gritando): ¡Se ha muerto! ¡Se ha muerto!

(Tú te levantas y pasas para el grupo de los primos, los duen¬des y las brujas.)

CORO DE PRIMOS MUERTOS (deteniéndose): ¡Aquí no vengas si no has cumplido la promesa, la palabra que nos diste! (Lo rechazan.)

Tú: Ya estoy muerto.

UN DUENDE: Vuelve a vivir.

TÚ: ¿Cómo?

TODOS LOS DUENDES: ¡No sé!

UNA BRUJA: Vamos a ver...

TODAS LAS BRUJAS: Veamos...

UN PRIMO MUERTO (llorando): ¡Celestino! ¡Celestino! ¡Cómo te atreves a venir con las manos vacías!...

TÚ: Me mataron antes de tiempo.

LA MADRE (se te acerca, te pasa la mano y llora): Ay, hijo mío. Lo único que me quedaba en el mundo. Qué será ahora de mí. (Deja de llorar y sigue bailando, al compás de una música estridente, igual que bailan las tías, el abuelo y la abuela.)

LAS BRUJAS: No lloren, algo queda aún por hacer.

TÚ: Qué puedo hacer, si ya estoy muerto.

UNA BRUJA: ¡Volver a vivir!

TÚ: Me matarán de nuevo.

UN PRIMO MUERTO: Sí, pero antes cumplirías tu pro¬mesa.

LAS BRUJAS: ¡La promesa! ¡La promesa!

UNA BRUJA: ¡Vuelve a la vida!

LAS BRUJAS: ¡La promesa! ¡La promesa!

UNA BRUJA: ¡Vive! ¡Vive!

UN PRIMO MUERTO: Toma este cuchillo de mesa. Entiérraselo por la espalda al asesino tuyo y al de Celestino.

CORO DE DUENDES: ¡Al de Celestino! ¡Al de Celestino!

UN PRIMO: Espérate, déjame sacarle un poco de filo. (Le saca filo al cuchillo.) ¡Aquí lo tienes, afilado! ¡Entiérraselo mejor en el cuello!

LAS BRUJAS (entusiasmadas y alegres, como si, de pronto, hubieran descubierto la palabra salvadora): ¡El cuello! ¡El cuello! ¡El cuello! (Luego va disminuyendo la exclamación y por último fenece. Comienza entonces el coro de primos muertos.)

CORO DE PRIMOS MUERTOS (muy alegres): ¡En el cuello! ¡En el cuello! ¡En el cuello! (Las voces van disminuyendo hasta que concluyen, muy bajas.)

UNA BRUJAS: ¡Ya está vivo!

UN PRIMO MUERTO (abrazándote): ¡No dejes de clavár¬selo bien hondo! Recuerda que él fue quien nos mató a todos nosotros, quien mató a Celestino, y quien te mató y tratará de volver a matarte.

TÚ (caminando por sobre la mesa, con el cuchillo empuña¬do con las dos manos): Hoy hemos regresado muy tarde del monte. Nos entretuvimos mucho consiguiendo caimito, y tirándole piedras a una lagartija que a cada golpe ponía un color diferente. Llegamos a la casa y Celestino, como siempre, me deja solo en la puerta. Ahora saldrá mi ma¬dre, y me preguntará quién me ha matado.

LA MADRE (deja de bailar y corre hasta la mesa, y te abraza): Quién te ha matado. ¡Quién te ha matado! (Vuelve a in¬corporarse al baile. Tú te tiras de la mesa, de un brinco.)

CORO DE TÍAS (sin dejar de bailar): ¡Ay, un marido, ay, un marido!

TÚ (voz, fuera del comedor): ¿Qué lugar será éste? Aquí debe de ser donde viven las brujas. ¿Quieres que entre¬mos?... (Silencio.) Bueno, si no quieres no entramos.

CORO DE BRUJAS: ¡Entren! ¡Entren!

TÚ (voz, fuera del comedor): Oye cómo nos llaman, me¬jor será que no le hagamos caso. (Te acercas ahora, con el cu¬chillo, hasta donde está tu abuelo bailando.)

ABUELA (a ti, sin dejar de bailar): ¡Otra vez llegas tarde! ¡Ya no te hemos dejado ni las sobras!

CORO DE TÍAS: ¡Vejigo malcriado! Estás muy grande para tener que estar siempre regañándote.

LA MADRE: Ay, este muchacho va a acabar conmigo. ¡Ya no puedo más!

(Te sientas en uno de los taburetes, con el cuchillo escondido siempre tras la espalda. Ahora todos permanecen inmóviles, y so¬lamente se oye el ruido que produce un hacha, que corta, corta sin cesar.)

ABUELA: ¡Ya estamos muy cansadas! Mejor será que lo matemos. (Sale del comedor. Se vuelve a escuchar el ruido del hacha. Entrando con un hacha en las manos. Al abuelo.) Aquí tienes el hacha: mátalo ahora.

ABUELO: ¿Está bien amolada?

ABUELA: Sí.

CORO DE TÍAS: Pruébala primero, no vaya a ser que fa¬lles el golpe.

ABUELO: A ver, tráiganme acá el pájaro para que vean cómo me lo llevo de un tajo.

VOCES DEL CORO DE PRIMOS MUERTOS (fuera del come¬dor): Oye, nos están siguiendo de cerca. Mejor sería que dejaras de garabatear un momento aunque fuera. ¡Vámo¬nos corriendo!

LA ABUELA (trayendo el pájaro y colocándolo sobre el suelo): Ahora verás si corta o no corta esa hacha.

ABUELO: Vamos a ver, porque si no corta te la estrello en la cabeza.

ABUELA: ¡Bruto!

(El abuelo mira con furia a la abuela y trata de darle un ha¬chazo, pero una de las tías se interpone; en el forcejeo recibe un golpe de muerte, y cae, pataleando, en el suelo)

ABUELO: Otra desgraciada que pasa a mejor vida.

LAS BRUJAS (saliendo de entre las tinieblas, con sonrisas burlonas y gritos chillones): ¡A mejor vida! ¡A mejor vida! ¡A mejor vida!

CORO DE TÍAS: Pobre desgraciada, así termina, como terminaremos todos: víctimas de un hachazo de esta bes¬tia que tenemos por padre. Ya todos mis hijos han caído bajo su hacha. ¡Condenadas de nosotras!, que hemos te¬nido que contemplar esta escena sin poder chistar, ni pro¬testar. Ni llorar siquiera. Pero ya se terminó nuestro aguante. ¡Para seguir trabajando como una mula y seguir comiendo líos de maíz, prefiero el infierno!

LAS BRUJAS (como reanimándose): ¡El infierno! ¡El infier¬no! ¡El infierno!

UNA DE LAS TÍAS (dando gritos): ¡Ay, déjenme, aunque sea, entrar en el infierno!

(Todas las tías andan hacia delante con las manos extendidas.)

UNA DE LAS TÍAS: ¡Miren mis manos! ¡Están hechas tri¬zas! (Extiende aún más las manos hacia delante.)

DOS TÍAS (con las manos extendidas): ¡De picar piedras tengo las manos hechas trizas!

TODAS LAS TÍAS (extendiendo más las manos): ¡Aquí traigo mis manos hechas trizas!

UN DUENDE (caminando en un solo pie): ¡Trizas! ¡Trizas! ¡Trizas!

CORO DE TÍAS: Ay.

DUENDE: ¡Trizas!

CORO DE TÍAS: Ay.

DUENDE: ¡Trizas!

(Las tías se acercan y rodean al abuelo y a la abuela. La tía muerta se pone de pie y pasa a formar parte del coro de bru¬jas.)

ABUELA (asustada. A las tías que la rodean): ¡Qué pien¬san hacernos! ¡Qué piensan hacernos! ¡Recuerden que nosotros somos sus padres!

UNA TÍA (riéndose): ¡Mis padres! (A las demás tías.) Oye¬ron eso, dicen que son nuestros padres...

EL CORO DE TÍAS (ríen a carcajadas. Luego se serenan y empiezan a dar vueltas alrededor de la abuela y el abuelo): ¡Pa¬dres míos, perdónenme, pero hoy casi no puedo salir a recoger leña!

voz DEL CORO DE TÍAS (fuera del comedor): ¡Padres míos, perdónenme, pero hoy casi no puedo salir a reco¬ger leña seca: tengo el periodo.

ABUELO: ¡Tonterías! ¡Tonterías! A mí no me vengan con esas tonterías. En mis tiempos eso no se cuidaba.

CORO DE TÍAS (mientras acorralan a los viejos contra la mesa): ¡Llegó el momento de sacarles los ojos!

ABUELA: ¡Se han vuelto locas! ¡Están borrachas!

CORO DE TÍAS: ¡Llegó el momento de arrancarle los brazos!

ABUELA: ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Se han vuelto locas!

CORO DE TÍAS: ¡Miren mis manos! ¡Miren mis manos! ¡Están hechas trizas!...

(Las tías agarran al abuelo y a la abuela y los sacuden contra la mesa. Pero entonces el abuelo se escapa de sus brazos y corre hasta el sitio donde se encuentra el hacha, tirada en el suelo. El abuelo empieza a darle hachazos al aire, amedrentando a las tías, y riendo a carcajadas.)

ABUELO: ¡Creen que es fácil sacarme los ojos y ma¬tarme! Pues no: soy un bicho muy viejo para que me co¬jan de sorpresa. ¡Pienso vivir cien años! Y es posible que más... ¡Nadie escapará de mí en esta casa! ¡Ya tengo de nuevo el hacha en mi poder! Podría abrirles la cabeza a todas, como si fueran jicaras de coco. Pero no: tienen que servirme. Tienen que obedecerme, y morirse cuando yo lo ordene. (A la abuela, que también tiembla, junto a las tías.) Tráeme acá a ese pájaro para probar el hacha.

(La abuela coge el pájaro. Desde muy lejos parece venir el ru¬mor de una algarabía interminable, que trae risas de muchachos, voces, cantos. Todo el barullo enorme de muchos niños que jue¬gan en mitad del campo. Tú te adelantas con el cuchillo en alto, y uno de los duendes se te pone delante para protegerte: de ese modo te oculta de los vivos.»

ABUELO (a la abuela): ¡Ponlo en el suelo!

(Una de las brujas le quita el pájaro a la abuela y lo coloca en el suelo.)

VOCES DEL CORO DE PRIMOS MUERTOS (fuera del comedor. Cantando):

Ambos sador, señor Materilerile.

Ambos sador, señor Materilerón.

(El abuelo levanta el hacha.)

CORO DE BRUJAS: ¡Llegó el momento! ¡Al fin Celes¬tino será rescatado y volverá a nosotras! UNA BRUJA: ¡A nosotras! CORO DE PRIMOS MUERTOS: ¡Celestino! ¡Celestino!

(Todos los duendes corren de un lado para otro dentro del co¬medor. Se suben a la mesa. Dan brincos. Separan en los tabure¬tes. Bailan unos con otros. No permanecen tranquilos ni un solo instante. El abuelo levanta más el hacha, y se dispone a degollar al pájaro muerto. El duende que te protege de la vista de los vi¬vos se aparta, te deja el frente libre. Levantas el cuchillo a la al¬tura de la espalda del abuelo.)

ABUELA: ¡El cuchillo!

(El abuelo se vuelve rápido y te mira. Tú aún estás con el cu¬chillo en alto. Tú vas a clavarle el cuchillo en la cara. El abuelo te sonríe. El cuchillo cae al suelo. El coro de primos muertos da un grito. El abuelo te da la espalda y descarga el hacha sobre el pájaro muerto. La puerta del comedor se abre y por ella entra Celestino, el cual ha de ser invisible. Tú caminas hasta él y, echándole un brazo por encima, le dices:)

TÚ (con un brazo levantado en el aire): Perdóname que no te haya podido salvar. Perdóname, pero cuando le iba a clavar el cuchillo en la cara, me miró, y me son¬rió...

CORO DE PRIMOS MUERTOS: Me miró y me sonrió. A mí, que nunca nadie me ha sonreído.

TÚ (siempre con el brazo extendido): Me miró y me son¬rió. Y ya no pude hacerlo.

CORO DE PRIMOS MUERTOS: Me miró y me sonrió: a mí, que estoy acostumbrado a que nada más me den pa¬tadas por las nalgas y hachazos por la espalda.

(Te vas confundiendo con el grupo de los primos muertos. Llevando la mano extendida, abrazando a Celestino.)

LAS BRUJAS: Ahora lo único que podemos hacer es ir¬nos con nuestros primos muertos. Ya nada nos queda por buscar. El abuelo acaba de cortar el último árbol. Ahora, ¿dónde podremos escribir esa poesía interminable, que aún no comienza? Estamos expuestos al sol y es posible que por muchísimo tiempo ni anochezca siquiera. (Se in¬troducen en el coro de los primos muertos.)

ABUELA (terminando de bailar. A la madre, que permanece inmóvil mirando por la ventana hacia el potrero): ¡No seas guanaja, mujer! No ves que así él está mejor.

(La madre sigue extasiada y no parece haber oído nada.)

CORO DE TÍAS: Así ha sido mejor. Total: para lo que ibas a poder resolver con un hijo poeta...

ABUELO: ¡Y bobo! Porque era bobo. Siempre que lo mandaba a que trajese los terneros dejaba uno o dos ex¬traviados; y nunca hacía las cosas como se las indicaba. Si le decía «cierra la talanquera», la dejaba abierta, si le decía «ve a buscar leña», traía cañafístulas...

UNA TÍA: Si lo mandaba por agua, botaba los cubos en mitad del camino.

ABUELA: Cuando lo mandaba a mudar las vacas, las ponía a pastar entre los itamorriales...

CORO DE TÍAS: ¡Era un inútil! ¡Era un inútil! Se pa¬saba la vida garabateando los troncos y poniendo en ellos palabras asquerosas.

LA MADRE: ¡Qué desgracia! Dios mío, ¡qué desgracia!

LA ABUELA: ¡Tú tuviste la culpa por haberlo engreído! En vez de un hombre lo que te salió fue una... ¡basura!

CORO DE TÍAS: ¡Una basura! ¡Una basura!

ABUELO: Era un inútil, no ganaba ni para el desayuno.

CORO DE TÍAS: ¡Inútil! ¡Era una basura inútil!

ABUELA: Y qué vergüenza: ya todo el mundo sabía que era poeta...

CORO DE TÍAS: ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! Se me cae la cara de vergüenza...

UN DUENDE (haciendo maromas sobre la mesa, en un solo pie): «Mi nombre es Nadie; y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos»...

OTRO DUENDE (saltando y haciendo maromas sobre la mesa, en un solo pie, llega hasta el primer duende y le da una bo¬fetada): Hornero, rapsodia novena de la Odisea.

UNA TÍA: ¡Qué tranquilidad hay en esta casa después de que quemamos al avispero!...

LA MADRE: Ahora yo sola tendré que cargar el agua para regar las matas...

CORO DE PRIMOS MUERTOS: El mes de enero se me ha vuelto a aparecer. O serán ideas mías... Ya no sé distinguir entre lo que veo y lo que imagino ver. Pero estoy casi seguro de que se me apareció. Que llegó hasta donde está¬bamos Celestino y yo, tirados sobre la yerba y comiendo lombrices de tierra, y nos dijo: «Pronto recuperarán la me¬moria», y se calló un momento, y volvió a hablar, «en cuanto recuerden la palabra que olvidaron podrán dormir muy tranquilos y quietos». Eso nos dijo, y yo vi cómo se elevó entre las nubes y desapareció más atrás de los cerros. Y desde allá lejísimo se le oía decir: «Pronto se acordarán de la palabra». «Pronto se acordarán de la palabra.»

UNA VOZ (fuera del comedor): ¿Oíste lo que nos dijo el mes de enero?

OTRA VOZ (fuera del comedor): ¿Qué dices?

UNA voz: Ah, todavía sigues durmiendo...

CORO DE PRIMOS MUERTOS (parodiando a la primera voz): Yo estoy seguro de que he oído a alguien hablar. Todo no puede ser imaginado. Por lo menos estoy seguro de que Celestino duerme cerca de aquí, y de que tiene un poco de fiebre. Es muy malo tener fiebre cuando se vive como vivimos nosotros: aquí, en mitad de la sabana, con los aguaceros cayéndonos encima. Yo voy hasta el po¬trero y, sin acercarme mucho a la casa, corto algunos ga¬jos de menta y apasote, para hacerle un cocimiento. Pero luego me doy cuenta de que no tengo fósforos para pren¬der fuego. Si pudiera llegarme hasta la casa y robarme los fósforos a abuela. Pero a la casa no entraré nunca más porque sé que todos me están esperando para caerme a trompadas. Le daré a comer hojas crudas.

ABUELA (mirando por la ventana): ¡Cómo tardan en lle¬gar del río los muchachos!...

LA MADRE (impaciente): ¡Por qué dices eso! Todavía es temprano...

CORO DE TÍAS: ¡Díganme la hora! ¡Díganme la hora!...

UN DUENDE (haciendo maromas sobre la mesa, y rom¬piendo varios platos): «Llegada de otros sitios te irás por to¬das partes».

OTRO DUENDE (con un plato en la cabeza): Arthur Rimbaud. Una estación en el infierno.

(Gran ruido de hachas que se precipitan sobre los árboles. El ruido, por momentos, se hace insoportable. Luego se va ale¬jando, hasta desvanecerse completamente.)

CORO DE PRIMOS MUERTOS: Le he preguntado a Ce¬lestino por qué no se revira contra la familia. Que si él quiere yo lo ayudo. Le he dicho que, si quiere, yo po¬dría sacarle la estaca que abuelo le clavó en mitad del pecho. Le he propuesto ir con la estaca hasta la casa y clavársela al viejo cuando esté dormido. Pero él me ha contestado que no siente ningún dolor, y que no se va a revirar.

UNA VOZ (fuera del comedor, entre el lejano sonido de las hachas): Pero, si tiene la razón, ¿por qué no te rebelas?

OTRA VOZ: Es que no estoy tan seguro de tener la razón.

UNA VOZ: Pero tú eres inocente...

OTRA VOZ: No lo sé.

UNA voz: Entonces, ¿son ellos los que no están lo¬cos?...

OTRA VOZ: Es posible.

UNA VOZ: Y por qué si son ellos los que tienen la ra¬zón no les pides perdón y te les unes.

OTRA VOZ: Porque no puedo.

CORO DE BRUJAS (con un grito): ¡No puedo!

UN DUENDE (rompiendo casi todos los platos): ¡No puedo!

CORO DE DUENDES (desconcertados, circunspectos): Anó¬nimo. Inédito...

(Llanto de un muchacho fuera del comedor. Luego alguien vocea a las vacas en el potrero.)

CORO DE BRUJAS: «Volveré a verte dentro de pocos días. Se me hace imposible creer en una aurora tan próxi¬ma. De aquí a pocos días escucharás tu voz y beberé en tu boca el agua que me hará olvidar esa sed insaciable.

Estaba como el cordero que ha perdido a su madre.

Estaba como la mariposa que ya no encuentra la única flor cuyo zumo alimenta.

Sin cesar pronuncio tu nombre y el del hijo que me has dado. ¡Cómo puede el corazón de un hombre conte¬ner un amor así!»

«Piensa en los millares de años que han sido necesa¬rios para que la lluvia, el viento, los ríos y la mar hicieran de una roca esa napa de arena con la que estás jugando.

Piensa en los miles de seres que han sido necesarios para que tus labios estén cálidos bajo mis besos.

Como el peregrino se abluciona con arena, alzo en mis manos dos puñados de este polvo de oro con que tú juegas, y cubro mis espaldas.

Volveré a verte dentro de pocos días.

CORO DE PRIMOS MUERTOS: Celestino está muerto en la jaula. Aunque yo no lo veo, sé que está muerto. La bruja ha hecho muchas maromas en el aire, y me ha di¬cho: «Está muerto». Pero yo no le hice caso y seguí reco-giendo flores de pitajayas y bejucos de ubi, para hacerle un cocimiento y bajarle la fiebre. «Está muerto», me dijo un bejuco cuando yo lo fui a arrancar. Pero yo no le hice caso y lo arranqué... Llego a la casa con las manos llenas de bejucos, hojas y flores de todas las matas que me he encontrado en el camino. Mi madre sale corriendo a al¬canzarme y me dice: «Está muerto». «Está muerto.»

CORO DE BRUJAS: «Líbrame, oh poderosa prudencia, líbrame de amar sin esperanzas, pues es locura».**

CORO DE PRIMOS: Ya no volveré a mi casa, donde mi madre me espera siempre llorando, más abajo de la mata de higuillos. Ni me asomaré más nunca al pozo, porque tengo miedo de verme como aquella vez: allá en el fondo. Ya no iré más a la casa. Ni buscaré más nunca una lata de agua. Ni le haré caso al abuelo cuando me mande a trancar los terneros... Ahora me voy a tirar aquí, sobre la yerba llena de abujes, a esperar a que vengan los agua¬ceros, y me lleven bullendo hasta el sitio donde dicen que él se tiró, para ahogarse...

CORO DE TÍAS: Ay, ay, la última vez que lo vieron di¬cen que andaba desnudo.

ABUELO: Ay, ay. Y con los pies en carne viva.

LA MADRE: Ay, ay. Y escribiendo sin cesar...

CORO DE BRUJAS: «No me podré dormir antes del alba.

Esta mañana tengo la dicha de su pensamiento.



*Poemas «La arena» y «La aurora cercana», del libro el Jardín de las cari-cias. Según la traducción, del árabe al francés, realizada por Franz Toussaint.

**«La que no amo», poema formado por la fusión de dos poesías. El co-mienzo es de Wei Choan, el final es de Ts'in Koan, poeta de los Son, apo-dado Chao Yeou. (Solamente se muestra una parte del poema.)



Mi soledad se ha poblado de mil presencias»...* CORO DE TÍAS (marchándose, seguidas por abuelo, la abuela y la madre): Al fin parece que vienen los mucha¬chos del río. Salgamos para recibirlos y darles cuatro nal¬gadas. Así aprenderán a no salir de la casa sin nuestro permiso.

(El abuelo berrea como un ternero mientras se dirige a la puerta. La madre se queda parada en mitad del comedor; la abuela trata de arrastrarla, pero no lo consigue, por fin se da por vencida y sale, caminando en un solo pie.)

TÚ (dentro del coro de primos muertos): Fui al pozo y, al asomarme al fondo, vi a mi madre, sonriéndome alegre desde las aguas.

CORO DE BRUJAS: Sonriéndome alegre desde las aguas.

TU VOZ DESDE EL FONDO DEL POZO: Aquí todo está tan tranquilo. Si supieran ustedes qué tranquilidad tan grande. Celestino está también conmigo. Celestino, mi madre y yo acá, en el fondo húmedo, donde nadie se atreve a asomarse por miedo a vernos. Y la gente que pasa dice: «Ese pozo está embrujado, he oído voces en el fondo». Y yo los oigo salir corriendo y me siento alegre, y, poco a poco, abrazando a mi madre y a Celestino, me voy quedando dormido. Dormido, y flotando siempre sobre el agua que a mí me parece que se está poniendo verde olorosa.

(La madre se lleva las manos a la cabeza. Desaparece del co¬medor. Enseguida entra, riendo con carcajadas que suenan como si salieran del fondo de un pozo. Va basta la mesa y se come, de un bo¬cado, un trozo de plátano. Luego empieza a caminar en cuatro pa¬tas. Y así sale del comedor. La abuela la sigue como si fuera un personaje completamente irreal. La abuela irá con una mano coloca¬da en el cuello y la otra extendida hacia delante, y caminando con pasos marciales, como si ensayara el rito de una danza exótica.)
*El espejo mágico, traducción francesa de Paul-Marguerite.

TÚ (avanzando imaginariamente hacia Celestino): Ven, vamos a jugar a la marchicha. ¿Es que no te gusta jugar a la marchicha?

(Todos los primos empiezan a jugar a la marchicha. Saltan, cambian de sitio, tropiezan. Por un momento nos brindan una visión alucinante. Por el comedor cruza la madre, alzándose y bajándose la falda, desapareciendo en el otro extremo.)

CORO DE BRUJAS: «No me despertéis si tengo la dicha de dormir a la hora en que los pájaros inician sus gorjeos. Para mí todas las auroras son pálidas bajo mi cobertor de seda verde».*

TODOS LOS DUENDES (agrupados en un rincón del come¬dor): ¡Pálidas! ¡Pálidas! ¡Pálidas!

CORO DE BRUJAS: «Los rumores rasgan dolorosamente el silencio. Ni siquiera siento la curiosidad de saber cuán¬tos capullos se han abierto en el ciruelo.

Y sin embargo, es preciso levantarse...»**

TODOS LOS DUENDES: ¡Levantarse! ¡Levantarse!

(Cruza el abuelo con el hacha al hombro, y secándose el su¬dor de la cara. Detrás viene la abuela, conversando con la Muerte, y con una jaula vacía entre las manos. Todos los primos dan brincos y más brincos, mientras juegan a la marchicha. De fuera vienen sus risas y alborotos...)

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