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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

27 de febrero de 2017

Milton, Mirlo o Mildo: Un célebre arqueologo cubano nacido en Holguín



Entrevista realizada por Victorio Cué Villate y Racso Fernández Ortega y Publicada en el Boletín del Gabinete de Arqueología No. 10, Año 10, 2014 a Milton Pino, renombrado  arqueólogo nacido en Holguín, con una labor investigativa que alcanza todo el país. Pionero de los estudios arqueozoológicos, profesor de varias generaciones y protagonista clave de la obra arqueológica cubana.

Ese asunto de cuál es mi verdadero nombre me ha traído más problemas de los que se puedan imaginar. Verdaderamente me llamo Mildo Orlando Estanislao Pino Rodríguez y a ciencia cierta no conozco de dónde mi padre sacó eso de Mildo, si uno busca en el diccionario puede que encuentres que mildo es una masa de avellanas tostadas y molidas a las que se les agrega miel. Pero así me llamo, Mildo, sin embargo cuando me llevaron a inscribir al Registro Civil, por un error aparezco como Mirlo y se sabe que ese es el nombre de pájaro prieto que habita en la América del Norte y en Eurasia; incluso, hasta existe la frase de “mirlo blanco” para referirse a algo de una rareza extrema. Pero ahí terminó el asunto, con el tiempo el Mildo, luego Mirlo, lo transforman mis amigos de La Habana que me comenzaron a llamar Milton, supongo hoy que influenciados por un pelotero muy conocido entonces, década del cincuenta del pasado siglo, Milton Smith. Milton es el nombre por el que la mayoría de las personas me conocen. Cuando en la década de los años de mil novecientos setenta se instaura en el país el uso del carné de identidad, yo no tenía un solo papel en el que coincidiera un nombre con el otro. Ahora me río, pero sufrí bastante con esto.

Nací el 7 de mayo de 1933, en Holguín, en un lugar que estaba en la carretera que va de Holguín a Gibara; antes esa zona le decían La Chomba, ahora es el populoso Reparto Alcides Pino. Recuerdo como si lo estuviera mirando que era aquel un lugar bellísimo, entre mucho lomerío donde había animales de todas las especies locales, entre ellas bandadas de aves y nubes de mariposas amarillas, como las que hoy ya no se pueden ver y palomas que mucha gente iba a cazar. Árboles también había muchos, robles que podían medir unos treinta metros de altura.

Como decía antes el terreno de La Chomba estaba cuajado de muchas lomas bajas; en una de ellas mi padre construyó un bungalow; muy cerca corría un arroyo. Todos los días mi hermano y yo queríamos bañarnos en una pocita que tenía tantas leyendas como granitos de arena; se hablaba de güijes que dormían en el fondo de las aguas y que salían en las noches o bien temprano en la mañana para hacer maldades o acciones peores, y como esas otras mil y una fábulas capaces de hacernos temblar de miedo. Recuerdo que hasta mi propio padre, que era una gente muy seria y respetable, nos decía que podíamos ir a bañarnos, pero que siempre escondiéramos bien la ropa para que los güijes no se la llevaran.

Papá era comerciante, por lo que pasábamos tiempos buenos y malos económicamente hablando. Éramos tres hembras y tres varones. Yo había cumplido siete años cuando mamá murió, me parece que fue de apendicitis. Poco después yo tuve una anemia muy grande que me puso más flaco que un güin. Para mejorar mi estado de salud, uno de los barberos del pueblo me dio un jeringuillazo que por poco me mata y que me tuvo mucho tiempo cojeando y a punto de perder una pierna.

Asistí a una escuelita y como mismo todos los muchachos de por allá por el campo, siempre estaba mataperreando o trepado en los árboles. Luego fui a vivir a la casa de mi abuela y mis tíos en Holguín, donde terminé la primaria y la secundaria. Cuando empecé el bachillerato visitaba la Colección García Feria y le hacía muchas  preguntas, siempre me interesaron mucho esas cosas. Qué lejos estaba yo de pensar que por este camino se llegaba a Roma.

En el 1953 la situación del país estaba muy difícil, mucho más para papá, solo y con tantos hijos. Como entonces había cumplido 20 años vine para La Habana, donde estaba un hermano mío estudiando escultura en la Academia de Artes Plásticas de San Alejandro. Vivíamos muy apretados en un cuarto chiquito que se encontraba en las calles Rayo y Maloja.

Inicialmente comencé a trabajar en una tapicería que se llamaba “El Sueño”, que quedaba en la calle San Miguel. Todos los días salía de mi casa muy temprano, pero luego el dueño, que se portó muy bien conmigo, dejaba que me quedara a dormir allí mismo; un cajón me servía de escaparate y comía por cuarenta centavos en una fonda cercana que tenía por especialidad las frituras de bacalao. Así estuve un año en la capital.

Cuando papá se volvió a casar y la familia había mejorado un tanto, quiso reunirnos a todos y me escribió pidiendo que regresara para estar juntos en la casa de mi hermana mayor, con mis tíos y mi abuela.

Era entonces 1954, cada vez y siempre con mayor interés, yo estaba metido en los libros de Historia, pero para entonces el monte me atraía mucho, disfrutaba enormemente penetrar en él o escalar las montañas, y en Holguín podía hacer excursiones y exploraciones.

Para entonces ya había venido de visita el arqueólogo estadounidense Harrintong, que hizo varias exploraciones por el oriente del país, sobre todo por Holguín, Banes y Antilla y habían surgido varios grupos de aficionados a la arqueología. Conocí a esos grupos y me uní a ellos con el fin de conseguir objetos interesantes. Me hice coleccionista y pretendí tener mayor cantidad de piezas para mostrársela a los amigos y desconocidos. Mientras comencé a trabajar que se llamaba la Colonia Española de Holguín, donde había un espacio para exhibir algunas piezas arqueológicas. Desde entonces la museología también fue una materia que me llamó mucho la atención.

En el año 1961 fui a los Farallones de Seboruco y en la Cueva de los Cañones encuentro cuatro pictografías posiblemente ejecutadas por los grupos cazadores recolectores.

Al año siguiente conseguí un trabajo en un banco y en 1963 me  ocurrió una cosa tremenda; para entenderlo hay que ubicarse en aquellos tiempos del principio de la Revolución, entonces la atmósfera estaba que ardía de peligros, se producían constantes sabotajes contrarrevolucionarios entre ellos la quema de cañaverales. Nosotros los exploradores, jóvenes al fin y al cabo, estábamos deseosos de tener aventuras y no medimos bien las consecuencias. Nos conseguimos unos uniformes, mochilas, cantimploras y varios cascos a los que habíamos pintado rifles cruzados, y así nos fuimos, muy románticos, a la floresta, al campo, a las cuevas.

El grupo estaba saliendo de la Cueva de los Panaderos y en eso oímos que nos gritaban: “Alto ahí, que nadie se mueva y suban los brazos”. Cuando alzamos la vista vimos que estábamos rodeados por armas de todo tipo que nos apuntaban; sus portadores parapetados detrás de las rocas y en la manigua. Es que nos habían tomado por infiltrados o por alzados, que  tanto abundaban por el país, financiados por la CIA. Allí nos quedamos tiesos como unas velas de cumpleaños y totalmente muertos de miedo. Como ninguno de nosotros se movía, ellos se acercaron poco a poco sin dejar de apuntarnos con sus armas. Nos revisaron y cargaron con nosotros para la unidad más cercana. Después de varias horas de retención, en las que no faltaron los regaños, las advertencias y las críticas por no haber pedido permiso y luego de comprobar quiénes éramos, nos soltaron. Si en aquella situación, cuando nos dieron el grito de alto, a alguno de nosotros se le hubiese caído el casco, no quiero imaginarme qué hubiera pasado.

Ese mismo año de 1963 ya estábamos haciendo planes y trabajando para construir lo que sería el primer museo público de Holguín; recuérdese que la Colección García Feria era una de las mejores colecciones privadas del interior del país y que después de creada la Comisión Nacional para la organización de la Academia de Ciencias de Cuba, el doctor J. A. García Castañeda, en un gesto patriótico y de alto sentido de responsabilidad académica, donó íntegramente la colección para la nueva institución que se creaba.

Por esa época estaba en movimiento la nacionalización de las empresas norteamericanas y de los oligarcas que huyeron al Norte, y había un almacén repleto de vitrinas que principalmente estaban fabricadas para las farmacias; por otra parte en un local ubicado en la calle Libertad esquina Aguilera, en Holguín, donde había existido una colchonería, hicimos el museo: lo reparamos todo, lo pintamos y pusimos luces, quedó perfecto; todos estábamos muy contentos. Así se inauguró el Museo con el nombre de Guamá el 22 de julio de 1964; las palabras de apertura me hicieron sentir muy feliz. Por diez años este fue el primer museo público con el que contó la ciudad de Holguín.

Aunque ya desde 1954 yo estaba con los grupos de exploradores, en marzo del 1964 es que paso a ser director organizador del grupo de la Asociación de Jóvenes Arqueólogos Aficionados de Holguín. Fue en aquel entonces que conocí a los arqueólogos Ernesto Tabío y José M. Guarch, este último me escribió una carta en la que me preguntaba si estaba en condiciones de ayudar a nivel nacional. La carta me la escribió Guarch después que él junto a su esposa Caridad Rodríguez visitaron al Grupo de Aficionados de Mayarí y revisaron las evidencias encontradas en Arroyo del Palo: de ese modo empezó mi relación con la Academia de Ciencias de Cuba y su Departamento de Antropología.

Mis primeros trabajos de campo de forma profesional fueron con Ernesto Tabío y con Rodolfo Payarés. Todos estábamos con unos deseos enormes de comernos el mundo, nada nos importaba y superábamos las peores condiciones, solo queríamos trabajar y trabajar, investigar todo lo que estaba a nuestro alcance, nos jugábamos la vida, subiendo y escalando.

Una vez estando en Maisí, la única agua con la que contábamos era la que estaba en un aljibe que tenía un gallinero encima, es decir, no había buena agua para beber, solo la que les cuento. Así y todo nos quedamos allí y aguantamos esas condiciones unos 14 días; finalmente estuvimos todos gravísimos con diarreas.

Para no hacer muy larga la historia de mis inicios en la Arqueología les diré que en el propio año 1964 vine para La Habana. Entonces el capitán rebelde Antonio Núñez Jiménez estaba en el Capitolio al que acaban de convertir en la Academia de Ciencias de Cuba. El Departamento de Antropología se encontraba en el edificio de Prado esquina a Trocadero, a escasas tres cuadras de la casa de ese ilustre cubano de todos los tiempo que es José Lezama Lima.

Recuerdo que en esa fecha yo estaba muy flaco, a la verdad que siempre lo he sido, y me ponía a ayudar a Tabío o a Payarés a acomodarlo todo, a arreglar los estantes, subiendo y bajando todos aquellos pisos. Considero que es en ese lugar cuando verdaderamente empezó mi carrera como arqueólogo. Estuve viviendo en la primera planta del edificio de Prado por unos cinco años, después pasé a la torre, que es como un sexto piso, pues el edificio es muy antiguo y el puntal es muy alto; recuerdo que en el segundo piso vivían algunos científicos soviéticos que trabajaban en la academia como asesores.

Alrededor de los setenta me mudé para la casa donde ahora sigo viviendo,  en Santos Suárez, la Víbora, donde me visitan mis amigos a pesar de que hace tres años que estoy jubilado. Me alegra mucho que personas como ustedes me visiten, siempre estaré gustoso a prestar cualquier ayuda en lo que ha sido mi pasión toda la vida: la arqueología. 

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Milton Pino Rodríguez, nació en Holguín, Cuba, en 1933. Fue una destacada personalidad de la Arqueología en Cuba. Desde temprana edad formó parte de la Asociación de Jóvenes Aficionados de Holguín. En 1964 ingresa en el Departamento de Antropología de la Academia de Ciencias de Cuba. Se graduó de arqueólogo especializado en culturas aborígenes de América (1972) y cursó entrenamientos en Siberia Central (1982). Máster en Ciencias Arqueológicas (1988). Fue Investigador Auxiliar del Instituto Cubano de Antropología. Su labor arqueológica se dirigó en función de las temáticas relacionadas con la arqueología de Cuba, el Caribe y la paleonutrición. A esta última especialidad dedicó más de 30 años de trabajo, con la elaboración de métodos y procedimientos aplicados en las investigaciones arqueozoológicas en nuestro país. Su participación directa y el haber dirigido un promedio de 60 expediciones y excavaciones arqueológicas, le permitió escribir numerosos trabajos como resultado de las investigaciones. Por su relevante trayectoria investigativa mereció numerosos reconocimientos científicos como: Placa Juan Nápoles Fajardo (1992), Diploma por su condición de Fundador de la Academia de Ciencias de Cuba (1992), Distinción Rafael María de Mendive (1992), Medalla de la Ciudad de Holguín “La Periquera” (1997), Orden Carlos J. Finlay (1999), Distinción Juán Tomás Roig (2004). Sus más de 40 años de experiencia profesional lo convirtieron en un prominente estudioso de las comunidades aborígenes y uno de los pioneros de la Arqueozoología en Cuba.





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