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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

20 de febrero de 2017

Memorias de Jean Paul Sartre durante su estancia en el Regimiento Militar de Holguín en momentos en que se convirtió en ciudad escolar Oscar Lucero

El filósofo francés acompañado de su esposa, estuvo en el momento en que el Regimiento Militar de Holguín se convirtió en Ciudad Escolar Oscar Lucero.





Por Jean Paul Sastre

Castro no es hombre fácil de encasillar. (…) La primera vez que lo vi  fue en Holguín, en traje escolar: se devolvía un cuartel al pueblo y Castro inauguraba esa nueva vestimenta.
Llegamos muy retrasados: apenas salió de la ciudad, el auto había seguido una increíble fila de vehículos y peatones: coches privados, taxis, que hacían el viaje gratuitamente, y camiones cargados y recargados de niños. Presas en las mallas de aquella inmensa red, las máquinas iban, como suele decirse, “a paso de hombre”.
Había familias por todas partes. Endomingados, los hombres vestían la ligera camisa cubana que desciende sobre el pantalón hasta medio muslo, y pequeños y grandes se resguardaban del sol con redondos sombreros de paja, de bordes levantados que, a los ojos de las gentes de la ciudad, son, más que el machete, el símbolo del trabajo en los campos.
Todos reían y charlaban y esperaban algo. ¿Qué? Ver a Fidel Castro, desde luego, y quizá tocarlo, como hacen a menudo las mujeres para robarle un poco de su insolente mérito, de su felicidad.
Bajamos al fin de nuestro Buick y lo estacionamos entre un Packard y un Chevrolet, “Es por ahí”, nos dijo un soldado rebelde. Y vimos un estadio.


En las gradas, a mis pies, había millares de niños, y abajo, en el terreno, decenas de millares. Sobre aquel mar de niños había una balsa que parecía hallarse a la deriva, una tribuna si se quiere: algunas tablas unidas y sostenidas por unos postes delgados que hasta el día anterior eran troncos de árboles.
Castro había querido que fuera así, para hablarle lo más cerca posible a aquel joven público. Una balaustrada de madera pretendía proteger el estrado, azotado sin cesar por oleadas. Un soldado alto y fuerte les hablaba a aquellas oleadas. Yo le veía la espalda: era él.
-Por aquí.
Un joven rebelde de uniforme nos abrió paso y bajamos hasta las gradas. En la primera fila, cruzamos una pasarela y nos encontramos en medio de los rebeldes.
Castro terminaba su alocución. Estaba preocupado: aún tenía que pronunciar dos discursos antes de que acabara el día. El más importante era el último: debía dirigirse en La Habana a los representantes de los sindicatos obreros y pedirles que sacrificaran una parte de su salario para las primeras inversiones que iniciarían la industrialización del país.
Ahora bien: sentía que, de minuto en minuto, su voz enronquecía. Precipitó su alocución y le dio fin en algunos minutos. Todo parecía terminado, pero todo comenzaba. Durante más de un cuarto de hora, aquellos chicos gritaron como enloquecidos.
Castro esperaba un tanto confuso: sabía que a Cuba le gustan los discursos largos y que él ha contribuido a infundirle ese gusto; comprendía que no había hecho bastante. Quiso compensar sus palabras demasiado breves permaneciendo más tiempo en la tribuna.
Advertí entonces que dos de sus oyentes, de 8 a 10 años a lo sumo, se habían aferrado a sus botas. Entre la incertidumbre infantil y Castro se había establecido una extrema relación. Aquella esperaba algo más: la perpetuación de aquella presencia por un acto.
Ahora bien: ese acto estaba allí; era, detrás de nosotros el cuartel humillado por las coronas de la paz. Pero aquello se había anunciado desde hacía tanto tiempo, que había perdido la novedad. En el fondo, aquellos escolares no sabían lo que querían, salvo, quizá, una verdadera fiesta que sintetizara, en la unidad de su esplendor, el pasado que ya se esfumaba y el futuro que se le había prometido.
Y Fidel, que lo sentía muy bien, permanecía allí casi confundido: él que se da enteramente en sus actos revolucionarios, al servicio de toda la nación, se asombraba de reducirse a aquella presencia desnuda y casi pasiva. Agarró por las axilas al chico que se aferraba a su bota derecha y lo alzó de la tierra.
-¿Qué quieres?, le preguntó.
-¡Ven con nosotros!, grito el pequeño. –¡Ven al pueblo!
-¿Ocurre algo malo?
El chico era delgado, de ojos brillantes y hundidos: se adivinaba que sus enfermedades, heredadas del régimen anterior, serían aún menos fáciles de curar que las de la nación. Respondió con convicción:
-Todo va bien, Fidel, ¡pero ven con nosotros!
Imagino que él había deseado cien veces aquel encuentro en el que ahora no sabía qué hacer. Deseaba aprovechar al hombre que le sujetaba en sus fuertes manos, pedir, obtener. No por interés, sino por establecer entre el niño y el jefe un verdadero lazo. En todo caso, es el sentimiento que experimenté. Y creí adivinar también que Castro vivía con toda lucidez aquel pequeño drama.
Prometió ir un día y no era promesa vana. ¿Adónde no va él? ¿Adónde no ha ido? Después bajó al niño.
Ahora miraba a la muchedumbre, incierto, un tanto disgustado. Llamado vivamente por sus compañeros, trató de irse dos veces. Se alejaba un poco de la balaustrada, pero no se iba: parecía intimidado. Volvió hacia adelante: el chico lloraba. Fidel le dijo:
-¡Pero si te he dicho que iré!
En vano. Los niños habían vuelto a gritar, y se apretujaban con tanta fuerza contra la tribuna, que la hacían correr el riesgo de desplomarse. Los soldados rebeldes, unos cien, con palas y fusiles, hombres y mujeres, que debían desfilar frente a Castro, no pudieron abrirse paso. Fidel permanecía perplejo por encima del entusiasmo desencadenado. Finalmente tomó el sombrero de paja que le tendía un niño y se lo piso, sin sonreír.

 

Señalo el hecho porque es raro: Castro detesta las actitudes demagógicas y los disfraces. Hizo el símbolo de un acto porque no había acto que hacer. Pronto se despojó del sombrero de paja, el cual estuvo un instante en la cabeza del comandante Guevara y, no sé cómo, finalmente vino a parar a la mía: yo lo conservé en medio de la indiferencia general porque no tuve valor para quitármelo.
De pronto, sin motivo preciso, Castro emprendió la fuga literalmente, y detrás de él, los demás jefes rebeldes huyeron igualmente escalando las gradas.
 
Sartre en Holguín Foto: Korda

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