El filósofo francés acompañado de su esposa, estuvo en el momento en que el Regimiento Militar de Holguín se convirtió en Ciudad Escolar Oscar Lucero.
Por
Jean Paul Sastre
Castro
no es hombre fácil de encasillar. (…) La primera vez que lo vi fue en Holguín, en traje escolar: se devolvía
un cuartel al pueblo y Castro inauguraba esa nueva vestimenta.
Llegamos
muy retrasados: apenas salió de la ciudad, el auto había seguido una increíble
fila de vehículos y peatones: coches privados, taxis, que hacían el viaje
gratuitamente, y camiones cargados y recargados de niños. Presas en las mallas
de aquella inmensa red, las máquinas iban, como suele decirse, “a paso de
hombre”.
Había
familias por todas partes. Endomingados, los hombres vestían la ligera camisa
cubana que desciende sobre el pantalón hasta medio muslo, y pequeños y grandes
se resguardaban del sol con redondos sombreros de paja, de bordes levantados
que, a los ojos de las gentes de la ciudad, son, más que el machete, el símbolo
del trabajo en los campos.
Todos
reían y charlaban y esperaban algo. ¿Qué? Ver a Fidel Castro, desde luego, y
quizá tocarlo, como hacen a menudo las mujeres para robarle un poco de su
insolente mérito, de su felicidad.
Bajamos
al fin de nuestro Buick y lo estacionamos entre un Packard y un Chevrolet, “Es
por ahí”, nos dijo un soldado rebelde. Y vimos un estadio.
En
las gradas, a mis pies, había millares de niños, y abajo, en el terreno,
decenas de millares. Sobre aquel mar de niños había una balsa que parecía
hallarse a la deriva, una tribuna si se quiere: algunas tablas unidas y
sostenidas por unos postes delgados que hasta el día anterior eran troncos de árboles.
Castro
había querido que fuera así, para hablarle lo más cerca posible a aquel joven
público. Una balaustrada de madera pretendía proteger el estrado, azotado sin
cesar por oleadas. Un soldado alto y fuerte les hablaba a aquellas oleadas. Yo
le veía la espalda: era él.
-Por
aquí.
Un
joven rebelde de uniforme nos abrió paso y bajamos hasta las gradas. En la
primera fila, cruzamos una pasarela y nos encontramos en medio de los rebeldes.
Castro
terminaba su alocución. Estaba preocupado: aún tenía que pronunciar dos
discursos antes de que acabara el día. El más importante era el último: debía
dirigirse en La Habana a los representantes de los sindicatos obreros y
pedirles que sacrificaran una parte de su salario para las primeras inversiones
que iniciarían la industrialización del país.
Ahora
bien: sentía que, de minuto en minuto, su voz enronquecía. Precipitó su
alocución y le dio fin en algunos minutos. Todo parecía terminado, pero todo
comenzaba. Durante más de un cuarto de hora, aquellos chicos gritaron como
enloquecidos.
Castro
esperaba un tanto confuso: sabía que a Cuba le gustan los discursos largos y
que él ha contribuido a infundirle ese gusto; comprendía que no había hecho
bastante. Quiso compensar sus palabras demasiado breves permaneciendo más
tiempo en la tribuna.
Advertí
entonces que dos de sus oyentes, de 8 a 10 años a lo sumo, se habían aferrado a
sus botas. Entre la incertidumbre infantil y Castro se había establecido una
extrema relación. Aquella esperaba algo más: la perpetuación de aquella
presencia por un acto.
Ahora
bien: ese acto estaba allí; era, detrás de nosotros el cuartel humillado por
las coronas de la paz. Pero aquello se había anunciado desde hacía tanto
tiempo, que había perdido la novedad. En el fondo, aquellos escolares no sabían
lo que querían, salvo, quizá, una verdadera fiesta que sintetizara, en la
unidad de su esplendor, el pasado que ya se esfumaba y el futuro que se le
había prometido.
Y
Fidel, que lo sentía muy bien, permanecía allí casi confundido: él que se da
enteramente en sus actos revolucionarios, al servicio de toda la nación, se
asombraba de reducirse a aquella presencia desnuda y casi pasiva. Agarró por
las axilas al chico que se aferraba a su bota derecha y lo alzó de la tierra.
-¿Qué
quieres?, le preguntó.
-¡Ven
con nosotros!, grito el pequeño. –¡Ven al pueblo!
-¿Ocurre
algo malo?
El
chico era delgado, de ojos brillantes y hundidos: se adivinaba que sus
enfermedades, heredadas del régimen anterior, serían aún menos fáciles de curar
que las de la nación. Respondió con convicción:
-Todo
va bien, Fidel, ¡pero ven con nosotros!
Imagino
que él había deseado cien veces aquel encuentro en el que ahora no sabía qué
hacer. Deseaba aprovechar al hombre que le sujetaba en sus fuertes manos,
pedir, obtener. No por interés, sino por establecer entre el niño y el jefe un
verdadero lazo. En todo caso, es el sentimiento que experimenté. Y creí
adivinar también que Castro vivía con toda lucidez aquel pequeño drama.
Prometió
ir un día y no era promesa vana. ¿Adónde no va él? ¿Adónde no ha ido? Después
bajó al niño.
Ahora
miraba a la muchedumbre, incierto, un tanto disgustado. Llamado vivamente por
sus compañeros, trató de irse dos veces. Se alejaba un poco de la balaustrada,
pero no se iba: parecía intimidado. Volvió hacia adelante: el chico lloraba.
Fidel le dijo:
-¡Pero
si te he dicho que iré!
En
vano. Los niños habían vuelto a gritar, y se apretujaban con tanta fuerza
contra la tribuna, que la hacían correr el riesgo de desplomarse. Los soldados
rebeldes, unos cien, con palas y fusiles, hombres y mujeres, que debían
desfilar frente a Castro, no pudieron abrirse paso. Fidel permanecía perplejo
por encima del entusiasmo desencadenado. Finalmente tomó el sombrero de paja
que le tendía un niño y se lo piso, sin sonreír.
Señalo
el hecho porque es raro: Castro detesta las actitudes demagógicas y los
disfraces. Hizo el símbolo de un acto porque no había acto que hacer. Pronto se
despojó del sombrero de paja, el cual estuvo un instante en la cabeza del
comandante Guevara y, no sé cómo, finalmente vino a parar a la mía: yo lo
conservé en medio de la indiferencia general porque no tuve valor para
quitármelo.
De
pronto, sin motivo preciso, Castro emprendió la fuga literalmente, y detrás de
él, los demás jefes rebeldes huyeron igualmente escalando las gradas.
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