LO ÚLTIMO

La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

29 de marzo de 2019

Mi educación secundaria. (Memorias de José Juan Arrom)


Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.

En mi juventud había pocos colegios en Cuba donde se pudiera estudiar el bachillerato, y solamente existía una universidad, en La Habana, porque las otras no se abrieron hasta mucho después. De modo que, como había tan pocos colegios de segunda enseñanza, muy poca gente tenía la oportunidad de ir a la universidad. Sólo podían los que vivían en las grandes ciudades –las seis capitales provinciales-, o aquellos que tenían más recursos y sus padres los podían mandar a escuelas privadas, como pupilos internos, o a las capitales, donde iban al instituto y vivían en casas de huéspedes.

Mi padre estaba interesado en que yo estudiara el bachillerato, pero no quería que me fuera muy lejos, así que me mandaron a los Colegios Internacionales del Cristo, que estaba cerca de la ciudad de Santiago. Al principio, mi abuelo no quería que yo me fuera porque era una escuela protestante. Él era muy católico, y ¿cómo iba yo a educarme en un colegio protestante? Que mejor sería que me educara en La Habana, en el Colegio de Belén, que era de los jesuitas. Pero ese colegio quedaba en el otro extremo de la isla. En cambio, desde Mayarí era fácil ir al Cristo. En fin, por la cercanía, y porque así costaba menos, fui al Cristo, que era muy conocido en todo Oriente.

Resultó ser una excelente escuela. Aunque el colegio era bautista y su función principal era ampliar el número de creyentes de ese culto, eran sumamente discretos en su actividad proselitista. Es más, el colegio funcionaba perfectamente como un colegio cubano, en el cual había algunos profesores que al mismo tiempo eran ministros bautistas. El director era un señor canadiense llamado Robert Rowdlitch. No era predicador, sino simplemente administrador. Un hombre muy serio, muy competente, al cual nosotros, como no pronunciábamos muy bien su nombre, le llamábamos El Toro. “Allí viene El Toro”, decíamos cuando se acercaba. Pero los demás eran todos cubanos, con excepción del profesor de Historia universal que era español y de algunas maestras –muy buenas- como la que enseñaba Matemáticas y además tocaba el órgano en la capilla, y que era norteamericana. Las profesoras que enseñaban Inglés también eran norteamericanas, usualmente misioneras. Pero ya el ministro de la Iglesia y de la escuela religiosa (porque había un pequeño colegio para ser ministro protestante bautista incorporado al colegio) era cubano, el doctor Francisco Sabas Alomá, que al mismo tiempo era un excelente profesor de Química. Nuestras clases eran todas en español, exceptuando las de Inglés. Y como al terminar tomábamos los exámenes de bachillerato del Instituto de Segunda Enseñanza de Santiago, teníamos que estudiar exactamente el programa de estudios de ese instituto.

Así, a pesar de que el colegio era religioso y nos obligaban a asistir a la capilla, no tuvo éxito ni en convertirnos ni en americanizarnos. Había un sentimiento muy patriótico, muy cubano, con un busto de Martí en el patio al lado del lugar donde se izaba la bandera, y teníamos que hacer formación al bajar la bandera por las tardes. Y entre los que estudiaron en el Cristo estaba Manuel Pedro Castro, el hermano mayor de Fidel, del primer matrimonio del padre. Estaba también Aníbal Escalante, muy inteligente, que después se fue a estudiar a La Habana, se hizo comunista y llegó a ser el secretario del Partido Comunista de Cuba.

Mis compañeros de cuarto fueron precisamente Manuel Pedro Castro y Pepín Baró, hijo del ingeniero jefe de la planta eléctrica de Mayarí, y que era “del color”, como se decía en aquella época. Entonces había un mulato, un hijo de un terrateniente y un hijo de un comerciante. Y a veces el padre de Manuel Pedro venía a visitarlo y nos llevaba a Santiago y nos invitaba a un suculento almuerzo en un buen hotel llamado El Imperial. Pero después se fue Castro y ocupó su lugar Salustiano Leiva, que luego llegó a ser médico. La cuarta parte de la habitación siempre estaba vacía para que tuviéramos nuestros baúles.

En El Cristo aprendí mucho. Recuerdo que la profesora de Literatura era Manuela Fernández, no solamente cubana sino bayamesa. ¡El colmo del patriotismo!. Y era muy inteligente. Teníamos que estudiar la historia de la literatura española por el libro de Juan J. remos y Rubio, con pequeños parrafitos dedicados a Cervantes o a Lope de Vega, y lo único que teníamos que aprender era lo que decía el parrafito. Pero Manuela nos buscaba textos cubanos y nos hacía leerlos y comentarlos en clase. Y así aprendimos de veras a apreciar la literatura. Había un curso inicial de Retórica y poética en que nos enseñaban los distintos tipos de versos y las distintas maneras de escribir poesía. Y entre ésas teníamos que recitar una composición de cuatro versos de rima consonante, toda la misma rima, imitando a Rubén Darío. La estrofa comenzaba, “Mariposa, mariposa, / que vuelas de rosa en rosa. / Dime mariposa,” y por ahí seguía. Y a mí se me olvidó el cuarto verso y, en el apuro por decir algo que terminara en “osa”, lo terminé: “Mariposa, mariposa, / que vuelas de rosa en rosa. / Dime mariposa, / ¿estás tuberculosa?”. La clase se rió y Manuela Fernández me dijo: “Arrom, lo felicito por su rápida improvisación, pero así no es el poema.” Entonces, como castigo, tuve que escribir media docena de veces la estrofa original completa. Pero la que se me quedó en la memoria todos estos años fue mi frase disparatada.

La pasábamos bien en ese colegio, aunque a veces los muchachos podían ser crueles. No se por qué a mi me decían El Reyezuelo. Yo me ponía muy incómodo con eso. Es que los muchachos en Cuba son muy amigos de ponerse apodos. Después, cuando me empezaron a salir los bozos, me pusieron Bigotico y también me ponía furioso. Y así todos tenían sus apodos. Un alumno, que cuando llegó al colegio era muy jovencito y estaba nervioso, a la hora de almorzar dijo: “Yo quiero más sopita”. Pensando que estaba en su casa, usaba el diminutivo. Entonces le pusimos Sopita, y él se indignaba cuando le decían Sopita. Algunas veces los apodos eran bastantes desagradables. Uno de los muchachos tenía un hermano feísimo que venía a verlo, y al muchachito le pusieron Feto en Pomo. Y de verdad parecía un feto en pomo, aunque yo nunca se lo dije porque era muy insultante. Y claro que el apodo del director, El Toro, nunca se lo dijimos a la cara, porque siempre éramos muy respetuosos con los maestros.

El colegio estaba en las estribaciones de la Sierra Maestra. Un clima delicioso, días soleados, y al haber mayor altura –porque desde Santiago se iba subiendo y subiendo-, pues había bastante fresco. Cerca de allí lo que había eran cafetales, porque el cafeto necesitaba un clima más bien frío. Así que cuando salíamos del Cristo en excursiones los fines de semana, íbamos subiendo hasta Songo, ya muy en alto, que estaba poblado de negros que trabajaban en las fincas cafetaleras. Hacíamos las excursiones a pie. Éramos los llamados Boy Scouts, nombre que después se cambió por el de Exploradores. Allí en Songo comprábamos lo que íbamos a comer al otro día, y seguíamos subiendo hasta el próximo pueblo, que se llamaba La Maya. Después comenzaban los cafetales, bien en lo alto. Cuando llegábamos a los secaderos de café, abríamos nuestra mochila donde siempre llevábamos una frazada gruesa que poníamos en el suelo y allí dormíamos. Una sola noche. Pero en realidad no dormíamos, nos pasábamos la noche cantando y riendo, y tirándonos a un arroyito cercano. ¡Juventud, divino tesoro!.




No hay comentarios:

Publicar un comentario

LO MAS POPULAR DE LA ALDEA