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27 de marzo de 2019

Primeros recuerdos, Mayarí (Memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo. 
Tarja colocada en la casa mayaricera de José Juan Arrom
Mis primeros recuerdos son de Mayarí, pues allí pasé mi niñez hasta los catorce años, cuando me fui a terminar los estudios de bachillerato. La casa donde vivíamos estaba situada en la calle Arcadio Leyte Vidal, la principal del pueblo, que llevaba el nombre del patriota más importante del lugar. Por el frente la casa daba a la calle, y por el fondo el solar descendía rápidamente hacia el manso y cristalino río Mayarí. Pero en una estación de lluvias, cuando tendría yo como dos años, llovió con tanta furia que el río se desbordó. Y cierto día, mirando por las ventanas del comedor, vi que por el patio de la casaba pasaba un barco de vapor tratando de subir contra la corriente, pitando y rugiendo porque  el río se había salido de su cauce y la inundación cubría todo el valle. (Años después supe que el barco se llamaba El Rápido, y que hacía la travesía desde Mayarí, porque entonces el río era navegable, hasta la desembocadura y luego cruzaba la Bahía de Nipe hasta Antilla). Y pasaban, río abajo, árboles arrancados de raíz por la fuerza de la corriente, restos hinchados de reses ahogadas, techos de gano de algunas casas de campesinos y ramas desgajadas de las palmas reales. Y sobre el tronco de un árbol caído, toda mojadita, iba una gallina negra que nunca olvidaré, la cual esperaba que su barco de salvación la llevara a un lugar donde pudiera saltar a tierra.




Si ese fue mi primer recuerdo, el segundo fue un hecho que ocurrió poco después. Como vivíamos en la calle principal, precisamente en el tramo entre el Ayuntamiento y la iglesia, mucho de la vida del pueblo pasaba frente a mi casa. Acuérdate que cuando yo nací, en 1910, hacía apenas doce años que había terminado la Guerra de Independencia. Por consiguiente, en Mayarí había muchos veteranos que pelearon en esa guerra, y varios de ellos vivían al otro lado del río, en una verde vega donde cultivaban tabaco y además tenían sus bohíos, sus conucos y su ganado. Y cuando moría uno de ellos, cruzaban el féretro por el río y lo llevaban hasta la entrada donde comenzaba la calle Leyte Vidal. Allí se ponía el féretro camino al cementerio en un coche negro tirado por dos caballos, que a mí me parecían entonces una cosa de maravilla. Detrás del coche iba la banda municipal tocando una marcha fúnebre. Le seguían los parientes y dignatarios de la villa, y luego un piquete del ejército con sus rifles preparados para hacer las honras militares al fallecido. Después todos los campesinos venían a caballo en dos larguísimas filas, una a cada lado de la calle. Y yo, que me sentía muy patriota, quise ir a rendir los últimos honores a mi compatriota en un caballito de palo que me habían regalado. Pero yo no tendría más de tres o cuatro años y mis deseos fueron cancelados por mi niñera, una galleguita muy cariñosa, que me dijo: “¿Di vas pequeñín?, los niños no van a esos entierros”. Me tomó de la mano, me metió dentro de la casa, y yo me recuerdo al pasar frente a un espejo, con la cara rojísima por la indignación, tocado con un sombrerito de fieltro también colorado, y mi caballito de palo que ahora no servía para ir a ninguna parte.

Cuando tenía como cuatro años nos mudamos a la casa de enfrente, que era más amplia y sólida. Allí mi primer recuerdo tiene que ver con el primer día en que fui a una escuelita que tenía la señora doña Leonor Delgado en su propia casa, donde íbamos los niños del barrio. El día que me tocó empezar, yo llevaba mi cartilla, mi pizarra y los creyones en una bolsita tejida. También teníamos que llevar un asiento, que en este caso era un pequeño banquito que cargaba la niñera. Allí me senté, y doña Nona, como le decíamos cariñosamente, me pintó las primeras letras y me enseñó por la cartilla, que empezaba: “Cristo ABC” con una cruz como símbolo de Cristo. Y los niños cantábamos: “Cristo ABC, la cartilla se e fue, por la calle San José…”, y por ahí seguíamos. Así, recitando todas las materias de memoria, aprendí a leer, escribir y sumar.

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