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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

29 de marzo de 2019

Mi despedida de Mayarí (memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.



Parque Martí, Mayarí, Holguín (foto actual)
Antes de partir de viaje, regresé a Mayarí para despedirme de mi familia y de mis amigos de toda la vida. Recuerdo que el padre de Héctor Landa –que se llamaba José y le decían pepe-, dueño de la planta eléctrica, me invitó a que me hiciera masón. Héctor y yo fuimos íntimos amigos, y de niños hasta habíamos proyectado que cuando fuéramos grandes íbamos a fundar una sociedad para la construcción de barcos y botes que se llamaría Arrom, Landa y Cía. Entonces su padre me quiso ayudar.

Un día, cuando yo pasaba frente al edificio donde estaba la logía masónica, Pepe Landa me dijo: “Oye, ven acá, como tú vas a ir a los Estados Unidos, puede ser que algún día te veas en un grave apuro…” y me explicó que los masones eran una sociedad internacional, que se consideraban no solo como excelentes amigos y compañeros, sino como hermanos, y que si en algún momento yo estuviera necesitado de protección de personas mayores, serias, respetables y honradísimas, no vacilara en identificarme como masón y los hermanos en cualquier lugar del mundo estarían dispuestos a ayudarme, porque se apoyaban mutuamente.

Me sorprendí mucho con esa invitación, porque yo todavía era un jovencito y ellos eran señores de cierta edad y los vecinos más prominentes del pueblo. Había de todo: industriales, comerciantes, médicos, abogados, ingenieros. Ya no era una sociedad secreta con fines políticos como en el siglo XIX, cuando constituyeron una fuerza muy poderosa en contra del gobierno metropolitano. Lo que mantenían eran un alto orden moral y un deseo de ser útiles a la sociedad en que vivían, así que se dedicaban a practicar obras de caridad. Me dieron enseguida unos libritos con las reglas y, después de estudiarlas, dije que sí, que aceptaba con mucho gusto.

Una noche me fui a examinar. El procedimiento era igual que en otras fraternidades: darte una sorpresa y obligarte a que dijeras algo, que tenías que decirlo con toda sinceridad. Como parte de la broma, pues tenían un esqueleto en un cuarto oscuro rodeado de cortinas negras. Y me metí allí, encendieron la luz –con el esqueleto y yo- y me hicieron jurar que sería leal al grupo, que mantendría gran discreción en lo que hacían, etc. Pasé el examen, me felicitaron, y como a las dos semanas recibí un certificado de la logia Nueve Hermanos de la cual se me nombraba socio.

Arrom narra a su hija sus memorias
Yo me sentaba muy orgulloso en el corredor de la logia entre aquellos caballeros tan dignos y respetables, y me llevé ese papelito para los Estados Unidos guardándolo con mucho cuidado. Pero nunca tuve ocasión de usarlo. En Mount Hermon no había logia ni nada, y después en la universidad estuve muy dedicado a mis estudios, así que nunca fui un masón activo de los que se daban la mano y se apretaban un dedo en señal de reconocimiento. Y ya me había olvidado de eso hasta que tú encontraste ese certificado entre mis papeles durante mi reciente mudada[1]. De todas formas fue un gran honor que me hicieron.

Sí, en Mayarí todos me querían, hasta los perros. Cuando yo correteaba por toda la villa montado en bicicleta, los perros salían a saludarme –no a morderme, sino a saludarme- y corrían conmigo un rato. Y cuando salí de Mayarí, fue con la firme intensión de regresar algún día al pueblo que tanto quería. Pero mi destino me ha obligado a que solo pudiera volver por cortas visitas de vez en cuando.



[1] Arrom escribe sus Memorias para su hija.

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