Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
Parque Martí, Mayarí, Holguín (foto actual) |
Antes de partir de viaje, regresé a
Mayarí para despedirme de mi familia y de mis amigos de toda la vida. Recuerdo
que el padre de Héctor Landa –que se llamaba José y le decían pepe-, dueño de
la planta eléctrica, me invitó a que me hiciera masón. Héctor y yo fuimos
íntimos amigos, y de niños hasta habíamos proyectado que cuando fuéramos
grandes íbamos a fundar una sociedad para la construcción de barcos y botes que
se llamaría Arrom, Landa y Cía. Entonces su padre me quiso ayudar.
Un día, cuando yo pasaba frente al
edificio donde estaba la logía masónica, Pepe Landa me dijo: “Oye, ven acá,
como tú vas a ir a los Estados Unidos, puede ser que algún día te veas en un
grave apuro…” y me explicó que los masones eran una sociedad internacional, que
se consideraban no solo como excelentes amigos y compañeros, sino como
hermanos, y que si en algún momento yo estuviera necesitado de protección de
personas mayores, serias, respetables y honradísimas, no vacilara en
identificarme como masón y los hermanos en cualquier lugar del mundo estarían
dispuestos a ayudarme, porque se apoyaban mutuamente.
Me sorprendí mucho con esa
invitación, porque yo todavía era un jovencito y ellos eran señores de cierta
edad y los vecinos más prominentes del pueblo. Había de todo: industriales,
comerciantes, médicos, abogados, ingenieros. Ya no era una sociedad secreta con
fines políticos como en el siglo XIX, cuando constituyeron una fuerza muy
poderosa en contra del gobierno metropolitano. Lo que mantenían eran un alto
orden moral y un deseo de ser útiles a la sociedad en que vivían, así que se
dedicaban a practicar obras de caridad. Me dieron enseguida unos libritos con
las reglas y, después de estudiarlas, dije que sí, que aceptaba con mucho
gusto.
Una noche me fui a examinar. El
procedimiento era igual que en otras fraternidades: darte una sorpresa y
obligarte a que dijeras algo, que tenías que decirlo con toda sinceridad. Como
parte de la broma, pues tenían un esqueleto en un cuarto oscuro rodeado de
cortinas negras. Y me metí allí, encendieron la luz –con el esqueleto y yo- y
me hicieron jurar que sería leal al grupo, que mantendría gran discreción en lo
que hacían, etc. Pasé el examen, me felicitaron, y como a las dos semanas
recibí un certificado de la logia Nueve Hermanos de la cual se me nombraba
socio.
Arrom narra a su hija sus memorias |
Yo me sentaba muy orgulloso en el
corredor de la logia entre aquellos caballeros tan dignos y respetables, y me
llevé ese papelito para los Estados Unidos guardándolo con mucho cuidado. Pero
nunca tuve ocasión de usarlo. En Mount Hermon no había logia ni nada, y después
en la universidad estuve muy dedicado a mis estudios, así que nunca fui un
masón activo de los que se daban la mano y se apretaban un dedo en señal de
reconocimiento. Y ya me había olvidado de eso hasta que tú encontraste ese
certificado entre mis papeles durante mi reciente mudada[1].
De todas formas fue un gran honor que me hicieron.
Sí, en Mayarí todos me querían, hasta
los perros. Cuando yo correteaba por toda la villa montado en bicicleta, los
perros salían a saludarme –no a morderme, sino a saludarme- y corrían conmigo
un rato. Y cuando salí de Mayarí, fue con la firme intensión de regresar algún
día al pueblo que tanto quería. Pero mi destino me ha obligado a que solo
pudiera volver por cortas visitas de vez en cuando.
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