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27 de marzo de 2019

La vida familiar (Memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo. 


El sabio cuando solamente era un niño
Mi infancia fue bastante placentera. Nuestra familia era numerosa, porque éramos ocho hermanos.  Después de mí vinieron Roberto, Jorge, Rolando, Raúl, Marina, la única niña, y como mis padres buscaban otra hembra, Mario y Orlando. A éste último, que nació dieciséis añosdespués que yo, mi padre le llamaba el caganiut, palabra que en mallorquín, su idioma natal, significa, “el más pequeño”.

Me dicen que cuando fue a nacer mi primer hermano, me preguntaron que cómo quería que lo llamaran. Yo estaba tan impresionado con el corneta del ejército que tocaba la diana y la retirada cada día en el cuartel, cercano a mi casa, que dije que quería que lo llamaran TataríTatará. Claro que hicieron caso omiso de mi deseo, y cuando nació le pusieron Roberto Fernando. Entonces, en mi balbuceo de niño de dos años, empecé a llamarlo Betobando. Y ese ha sido el nombre con que siempre lo he llamado, mi querido Betobando.

La vida diaria era muy sencilla. Después del desayuno mi padre iba a ocuparse de su negocio, que estaba en el mismo edificio de la casa familiar. Era un edificio grande del cual las primeras cuatro puertas daban al comercio, y la quinta, separada por unas barandas de madera y barras de hierro, daban al corredor por donde se entraba a la casa de la familia. Mi padre regresaba un rato para almorzar, usualmente a las doce, y por la tarde venía poco después de las seis, que era la hora obligatoria de cerrar.

Mi madre, como dueña de casa, dirigía los trabajos del hogar. Era muy madrugadora y se levantaba cuando se despertaban los niños y las criadas. Ordenaba lo que se iba a comer, a veces tenía que enseñarle a la cocinera cómo se preparaban algunos platos, y también se ocupaba de que la criada de mano hiciera las camas y limpiara la casa. Y después que yo nací, se trajo una niñera gallega, Marcelina, para que cuidara a los niños.

Las comidas de mi casa eran deliciosas. Cuando mi madre tenía una cocinera nueva le decía: “Aquí se comen cuatro platos y postre”. El almuerzo empezaba con un potaje de diversas legumbres como frijoles negros, caritas o habas limas. Aparte se servía arroz blanco y también plátanos fritos y yuca hervida, asada o de otra forma. Siempre había una buena ensalada de lechuga, berros, tomates, rábanos o ajíes asados. Nunca faltaba la carne, bien fuera de res, o de cerdo, o de ave, o algún pescado. A veces el pescado era fresco, acabado de coger del río en unos cordeles donde las mojarras y las lisas se enredaban; otras veces eran pargos traídos de la Bahía de Nipe, que son exquisitos. Y cuando no había pescado fresco, se acudía al atún enlatado o, con más frecuencia, al bacalao seco traído de Terra Nova, que se preparaba con arroz, en frituritas o, mi favorito, a la vizcaína con papas, tomate y pasas. Los postres casi siempre eran frutas, que según la estación podían ser mango, naranjas, melón, papaya, piña u otras frutas cubanas. Y si no las había frescas, entonces eran de lata. Recuerdo que una compañía cubana, llamada La India, enlataba frutas nacionales, entre ellas, una que ya apenas se conoce: el hicaco, que es como una manzanita con una semilla grande en el centro, que se da en la costa. Y el hicaco hecho dulce era muy bueno. También el postre podía ser pasta de guayaba con queso criollo o cascos de naranja, que los cocinaban con canela y azúcar, y eran deliciosos. Todo eso era el almuerzo.

La comida era sopa, cocido (un plato sustancioso muy español de garbanzos y chorizo), una carne, que podía ser un guiso de pollo, de res o de cerdo, porque también la carne de puerco era muy abundante. En fin, cuatro platos. Lo que variaba era el postre: arroz con leche o dulce de boniato; a veces, dulce de plátanos maduros, que se freían y se les ponía canela y nuez moscada; muy a menudo, flan y también pasteles hechos en la casa, como los de guayaba, de esos que se le llaman de mil hojas. Cuando no se cocinaba un postre, pues se acudía a pasta de membrillo o a turrones importados de España, eso casi siempre se hacía en Navidades; también albaricoques, que aunque en Cuba no se dan, los traían en almíbar desde España, y eran buenísimos. Y ése era el postre.

El único que tomaba café era mi padre, y era como una ceremonia después que acabábamos de comer. Le traían su café, y él pedía una botellita de algún licor y le echaba una cucharadita. Se tomaba su café, luego encendía su tabaco y allí terminaba la comida. Mi mamá no tomaba café fuerte, eso era cosa de hombres, aunque sí desayunaba con un buen café con leche. Fumar tabaco y tomar café después de la comida era el privilegio de mi padre.

Recuerdo que para comer nos sentábamos en una gran mesa, mis padres en cada extremo, a la derecha de mi padre yo, a la izquierda Roberto, y después Jorge y Raúl. Y a medida que los otros crecían iban asimilándose a la mesa grande. De lo contrario, los más pequeños comían aparte y la niñera les daba de comer.

Como la casa tenía abundante agua corriente, a las tres de la tarde, desde bien pequeñitos, Roberto y yo teníamos que ir a darnos una ducha. Luego la niñera nos ayudaba a vestirnos, hasta que llegó el momento en que lo hacíamos solos. Para los que iban creciendo era lo mismo: cuando sonaban las tres campanadas del Ayuntamiento, había que bañarlos, vestirlos, y llevarlos a caminar o sacarlos en coche si eran muy pequeñitos. Sí, era muy cómoda esa vida.

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