Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
Central azucarero Preston (luego Guatemala) |
Regresé a Cuba en febrero de 1930.
Fue un cambio impresionante del clima helado de Nueva York, con nieve, y
nieblas, y lluvia y días oscuros, llegar a mi tierra ya primaveral, todo verde,
florido, un clima templado, la brisa del mar refrescándolo todo. Me pareció que
era como entrar al paraíso, y me dije: “No, yo de Cuba no me voy para nada”.
Pero la situación política no se componía, y vino la gran Depresión que azotó
la Isla y empeoró considerablemente la situación económica de mi padre.
En tanto, había empezado la zafra, y
pensé: “Bueno, mientras espero voy a ver qué hago”. Y fui al ingenio azucarero
Preston, que quedaba en la Bahía de Nipe, a unos cuarenta minutos de Mayarí en
automóvil. En efecto, necesitaban lo que ellos llamaban canecheckers, es decir, empleados temporales que se dedicaban a
comprobar los cheques que les daban a los cortadores de caña. Allí hice mis
primeros intentos de ser empleado de una gran compañía. En eso, al jefe de
oficina del Departamento de Marina lo pescaron en cosas que no debía haber
hecho, y lo despidieron del puesto. Necesitaron urgentemente alguien que fuera
secretario, que hiciera cuentas para pagar a los que cargaban y descargaban los
barcos, y al único que encontraron que sabía un poco de inglés era yo. Me
preguntaron si quería ser empleado del Departamento de Marina y dije que sí,
que cómo no. Pero resulta que todavía no tenía veintiún años. Entonces me
preguntaron: “¿Cómo se va a arreglar eso?” Y les dije: “Bueno, póngame de esa
edad” Y empecé a trabajar en el Departamento de Marina.
Lo que iba a ser algo transitorio se
fue alargando. No había manera de que se arreglara ni la situación política ni
la económica, así que seguí allí viendo otro mundo que desconocía: el de los
trabajadores, de la gente sin empleo y sin comida, de niños que no tenían
escuela, ni agua, ni electricidad. Porque en Preston había dos tipos de vivienda: en una parte vivían los cubanos blancos y, separados de ellos, los
americanos; en otra, la gente pobre y usualmente negra (cubanos, jamaiquinos,
haitianos), que más que casas, lo que tenían eran grandes barracones, donde
vivían en un cuartico y tenían que cocinar al aire libre. A esa parte del
poblado le decían Brooklyn. En fin, era un mundo muy duro. Pero la gente tenía
que aguantarse porque en medio d ela crisis económica había muy pocas
oportunidades.
A mi me iba bien en ese trabajo.
Gabanaba un sueldito, y los fines de semana regresaba a Mayarí, con la
excepción de cuando caían fuertes lluvias y el camino se hacía impasable,
porque entonces el coche se empantanaba en el fango y teníamos que empujarlo
para sacarlo, así que los taxis preferían evitar el viaje. Sí, en esa época me
divertía con mi familia y mis amistades.
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Pero yo no quería quedarme en Preston
para siempre, porque no iba a ser empleado de una compañía trabajando en un
pequeño lugar, sumando y pagando cuentas. Pensé: “No. Tengo que ir a continuar
mis estudios y, aunque no me guste el clima de los Estados Unidos, allá voy.”
Hablé con el administrador, y me dijo: “Bueno, en ese caso nosotros le
regalaremos el pasaje. Usted podrá ir gratis en el carguero de azúcar que sale
el mes que viene para Boston”. Me dieron eso en agradecimiento de la compañía
por haber hecho un buen trabajo. Y, en efecto, arreglé mis maletas y mis
papeles e hice el segundo viaje a los Estados Unidos en ese carguero.
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