Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
Mi viaje fuera de Cuba fue algo
improvisado e inesperado. En 1928 yo acababa de terminar el bachillerato con
excelentes notas y estaba todo previsto para ir a la Universidad de La Habana a
estudiar medicina. Pero Gerardo Machado, el dictador de orden en ese momento,
cerró la universidad. Los estudiantes se fueron a la huelga y morían
acribillados a balazos por la policía. Y por eso hubo un par de clases de
graduados del Cristo que no pudo ingresar en la universidad. No había dónde
estudiar.
Entonces para no perder tiempo, se me
ocurrió ir a explorar posibilidades en los Estados Unidos. Mi padre estuvo de
acuerdo y me pagó el pasaje –la última vez que me ayudaría, porque desde ese
momento me independicé económicamente. Preparé mis documentos y salí por el
puerto de Santiago de Cuba en uno de los barcos de la Flota Blanca de la
United Fruit Company que viajaba a Nueva York. Yo tenía entonces dieciocho años.
Nunca había salido de Cuba, así que llegar a Nueva York fue para mi una
experiencia novedosa. Nunca había visto una ciudad con rascacielos ni un puerto
tan enorme. Todo me parecía maravilloso.
En Nueva York ya vivían algunas
personas de Mayarí, amigos mios y de mi familia. Entre ellos estaba Alfonso
Fernández, que no solamente era de Mayarí sino que había ido a la misma escuela
de Humberto Tamayo junto conmigo, así que éramos amigos desde hacía muchísimo
tiempo. El había estudiado inglés en los Estados Unidos y ya tenía un
puestecito. Además, mi hermano Roberto se me anticipó. En vez de estudiar
bachillerato en Cuba, se había ido a Nueva York para ganarse la vida y estaba
trabajando en una fábrica que hacía pilas eléctricas. Ellos ya sabían que yo
iba, me esperaban y fui a vivir con ellos en un apartamento grandísimo que
estaba en las calles 166 y Broadway.
Poco después de llegar, mi hermano me
consiguió un puesto en la fábrica donde él trabajaba, la Bright
Star Battery Company, en Hoboken, New Jersey. Allí trabajé unos meses, pero no me
gustó. Teníamos que madrugar para ir desde Manhattan a New Jersey y estar en la
fábrica a las siete, cuando se abría. Por la tarde, uno salía cansado, con las
manos sucias, y eso no era para mí. Pero sin hablar bien el inglés no
encontraba algo mejor.
Lo que sí gocé mucho fueron las
visitas a los museos los fines de semana. Fui especialmente al Museo de
Historia Natural, donde encontré tantas cosas nuevas que me abrieron tantos
campos. También fui, porque llegué en otoño, al Parque Zoológico del Bronx. Yo
tampoco había visto tantos animales distintos, así es que me encantaba ir a
observar leones, tigres, elefantes, jirafas, y hasta tiburones y cocodrilos. Y
en el Museo Metropolitano me di gusto viendo toda clase de grandes obras de
arte, sobre todo las famosas momias egipcias.
Entonces decidí usar el dinero que
había ahorrado trabajando en la fábrica para estudiar un semestre en un buen colegio
donde pudiera mejorar mi idioma. Aunque ya había terminado el bachillerato en
El Cristo, entré en Mount Hermon School, una escuela secundaria donde habían
estudiado Alfonsito y otras amistades cubanas, y decían haber aprendido
muchísimo inglés y haber avanzado en sus estudios. Así me pasé el otoño de 1929
en Northfield, Massachusetts. Era uno de varios jóvenes extranjeros que
estudiaban en esa institución. Pero llegó el invierno, hacía muchísimo frío y
resolví volver a mi patria con la esperanza de que funcionara la universidad.
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