Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
También recuerdo que el viaje de
Mayarí a Holguín era muy largo. Ahora que hay excelentes carreteras toma tres
horas, más o menos. Antes se iba, como dice la canción, de Alto Cedro a
Marcané, de Marcané a Cueto, y luego de Cueto a Mayarí. Como en tiempos de
lluvia el camino desde Mayarí se ponía bastante fangoso, se iba en unas lanchas
o en barcos de vapor que hacían su carrera fluvial por el río Mayarí (que
entonces era navegable), desde la ciudad hasta la salida a la Bahía de Nipe. Y
ese mismo barco cruzaba hasta el otro lado de la bahía, donde estaba la
terminal del tren. Teníamos que levantarnos temprano para estar en el muelle a
las dos de la madrugada y tomar el barquito. Nos amanecía como a las seis o las
siete en Antilla, de donde a las ocho salía un tren pequeño que iba a Alto
Cedro. En Alto Cedro cambiábamos al que venía de La Habana con rumbo a
Santiago, y nos llevaba hasta una estación en Cacocum, cerca de Holguín. De ahí
continuábamos en un pequeño coche de tren, que era más bien como un ómnibus
sobre raíles, hasta Holguín. Así es que el viaje desde Mayarí tomaba casi todo
un día, empezando desde la madrugada.
De niño me impresionaba mucho el gran
tren Expreso La Habana-Santiago. Ese expreso tenía seis u ocho carros. Uno de
ellos era un pulman, donde la gente podía dormir durante la noche; otro, un
comedor y, por lo menos, dos carros de primera y varios de segunda. Y claro que
la locomotora era enorme comparada con la otra. Así que primero llegábamos a
Alto Cedro en el trencito con la pequeña locomotora pitando “pi, pi, pi” y a
los diez o quince minutos llegaba el tren central con su tremenda locomotora
que hacía “purooom, purooom, purooom, purooom”, y entonces hacíamos el
trasbordo.
Pero era más divertido el trencito de
Antilla a Alto Cedro. Llevaba pocos pasajeros, así que tenía un carro de carga,
donde iba la correspondencia y otras cosas, y luego un carro de segunda con
bancos de madera y otro de primera con asientos de mimbre cubiertos de tela.
Nosotros íbamos en el carro de primera, pero para poder conversar pasábamos al
carro de segunda donde iban los campesinos, algunas veces hasta con un gallo
dentro de un saco.
Y había gente que venía a vender
cosas en el tren. En primer lugar, los vendedores de billetes de lotería,
escandalosísimos, gritando: “El 2 450. Cómprese. Seguro premio.” Casi siempre
eran hombres de cierta edad, al principio veteranos y luego empleados públicos
retirados. Era buena gente y vivía eso. Además venían a las ventanillas del
tren para vender empanadillas. Siempre hombres vendiendo, pero la que hacía la
empanadilla era una mujer que estaba en la estación con su anafe, que era como
una de esas cocinas japonesas. Tenía ya sus empanadillas formadas, y tu le
pedías, dame tres o cinco, y ella te las freía en ese momento y te las daba
calentitas y tan tostaditas que se te rompían de sabrosas. Y otros vendían
frutas o pequeños quesos traídos de Bayamo o de Camagüey, donde había grandes
lecherías y hacían excelentes quesos. Y así, en esos viajes fui conociendo a
Cuba.
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