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29 de marzo de 2019

Vacaciones con mis abuelos en Holguín (Memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


Casa de los abuelos en Holguín
Íbamos con frecuencia a Holguín para pasar las vacaciones con mis abuelos maternos. Son los únicos abuelos que recuerdo, pues nunca conocimos a los de Mallorca porque mi abuelo paterno murió muy joven, y mi abuela se quedó sola pues su único hijo vivía en Cuba y su única hija había emigrado con su marido al Uruguay. Eso sí, nos mandaba cartas y regalos, como abrigos y calcetines de lana, que ella pensaba que necesitaríamos en los inviernos. Pero desde luego que con el clima templado de Cuba, nunca tuvimos ocasión para usarlos. Me cuentan que ella vivió hasta los noventa y seis años y todas las mañanas iba a misa en la iglesita de San Miguel, en Palma de Mallorca, acompañada por una parienta lejana. Cuando le preguntaban:: “Doña Margarita, ¿por qué va usted tanto a la iglesia?, decía: “Voy a rezar para que Dios les dé salud y suerte a mis nietecitos cubanos”. Pero sólo nos llegó a ver en las fotografías que nos tomábamos para mandarle.

Por consiguiente, mis recuerdos son de mis abuelos de Holguín. Tenían una casona que daba a tres calles: las de Miró, Arias y Libertad. Esa fue la casa donde yo nací, porque, como mi madre era muy unida a su familia, fue a dar a luz a la casa de sus padres. Con el tiempo, mi abuelo mandó a derrumbar la sección que daba a Libertad y en su lugar construyó una casa de dos pisos, grandísima y fuerte. La familia vivía en el segundo piso y la parte de abajo era un gran salón donde mi abuelo seguía su negocio de los Almacenes del Siglo. Era un edificio precioso. Desde las ventanas de los altos se veía todo el parque de San José y también las lomas que circundan a la ciudad de Holguín. La más importante se llamaba el Cerro de la Cruz, porque en el tope había una ermita con una gran cruz, y desde la calle se podía subir al cerro por grandes escaleras. Y el parque estaba todo sembrado de unos árboles que le dicen higuillos, porque dan unos higos pequeños. También había almendros, y luego caían las frutas y yo las recogía y trataba de romperlas para sacar las semillitas. Sí, eso era una parte muy importante de mi niñez.

Además de su comercio, mi abuelo tenía otras propiedades, entre ellas, tres fincas. La más pequeña se hallaba cerca de Holguín. Era parte de lo que había sido el ingenio azucarero San José de Pedernales. Entonces mi abuelo compró cinco o seis caballerías y allí construyó una casa muy buena para ir a pasar las vacaciones. Era una casa amplísima, de madera, con pisos de cemento, y tenía un alto con unas grandes ventanas de donde se divisaba no sólo el resto de la tierra, sino las torres de las iglesias de Holguín.

Luego tenía una segunda finca, más grande, que se hallaba mucho más distante. Ésa se dedicaba a la crianza de ganado, aunque algunas partes de vez en cuando se usaban para negocios de agricultura. Recuerdo que él había hecho un contrato con un partidario (el que venía, trabajaba la tierra y le daba al dueño del terreno la tercera parte, o lo que se acordara, de las ganancias) que sembró una gran cantidad de plátanos, un gran platanal. Y de allí salían las carretas cargadas de plátano para la ciudad. En otra ocasión, un veguero de Mayarí habló con mi abuelo y le dijo que las tierras cercanas al río Matatoros, que bordeaban un lado de la finca, eran lo suficientemente arenosas para tener buenas vegas de tabaco. Mi abuelo le dijo: “Bueno, vamos a hacer el experimento”. Se sembraron varias vegas pegadas al río, pero el tabaco no era tan bueno como el que se daba en Mayarí o en Pinar del Río. De modo que el experimento no resultó. Mi abuelo no perdió nada, pero tampoco quiso seguir con eso.

Y quedaba una tercera finca, aún más lejana, en el valle del río Cauto, que empezaba a desarrollarse como finca ganadera cuando él murió. Pero la finca que yo conocí bien fue la de Pedernales.

En las vacaciones, alrededor del 24 de junio, nos íbamos toda la familia a la casa de campo de Pedernales, que tenía un gran comedor. Entonces celebrábamos los días de los santos y no los cumpleaños. Mi abuelo se sentaba a la cabeza de la mesa, con su hija Juanita y su hijo Juanito a cada lado, al otro extremo de la enorme mesa, mi abuela doña Juana, y luego yo, José Juan, el primer nieto, porque también llevaba el nombre de Juan. Y nos divertíamos mucho. Era una noche festiva con una comida especial amplísima: lechón asado, guanajos asados, arroz con pollo, en fin, un banquete, y vino tinto que, por supuesto, yo no tomaba.

Las vacaciones en la finca de Pedernales duraban dos o tres semanas, y el resto del verano lo pasábamos en la casa de Mayarí. A Pedernales iba mi madre con todos sus hijos. Mi padre venía uno o dos días y volvía a su negocio. También iban mis tíos con los primos que vivían en Holguín: dos o tres hijos de Luis, dos o tres de Juanito, uno de Eulalia, a quien llamábamos Lala, o sea, unos diez o doce de esos primos. No recuerdo exactamente cuántos eran. La primera que se casó fue mi madre, así que siempre tuvo muchos más hijos que los demás. Nosotros empezamos siendo tres, luego cinco, siete y ocho.

Siempre los hijos de Marina fuimos los mayores y los que tuvimos más independencia, porque mi padre era más educado e insistía en que nos educáramos bien. En cambio, mis primos se quedaron trabajando con sus padres, y no se educaron tanto.


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