Félix Contreras
Bohemia, 26 de mayo de 1989
Quienes
lo conocen bien, se van a morir de envidia cuando lean este relato y se enteren
que pasé el día entero con Faustino Orama... perdón El Guayabero.
Y
quienes no, me van a envidiar esas 24 horas junto a ese ser que si no es el más
generoso, alegre, transparente y ocurrente de este mundo, se le parece
bastante.
Unas
horas antes la proverbial gentileza holguinera le había avisado mi visita y él,
como si esperara a un premio Nobel o a un mandatario, sacó la vajilla, adornó
la mesa, preparó ese mejunje que él bautizo «lechita» y que sólo la brinda «a
quien me hace el honor de visitar mi casa». Estaba eufórico y no era para
menos: el último disco de Silvio Rodríguez, afiches y cariñosas dedicatorias sobre
la mesa, atestiguan la admiración del joven trovador por el viejo sonero, que
lo había visitado también ese día en la mañana.
«Qué
artistas son esos muchachos de la Nueva Trova —dice hablando bajito, con ademanes y
gestos corteses que anudan en él lo artístico y lo humano—, son unos fenómenos.
Esos Pablito, Silvio, Virulo, son del alma mía. Le ronca el mango, mira si son grandes,
que yo raspé mi tres junto a Pablito en una actividad musical allá en Bayamo».
Anárquico,
intuitivo, espontáneo y nunca ni una pulgada fuera de la corrección, es
imposible mantenerlo sentado, pues, «no, qué va, pal carajo, si yo lo único que
traje a este mundo es cantar y raspar el tres. ¿Entrevistarme?... Si yo fuera
doctor…» Planta una enorme caja de galleticas con crema en el centro de la
mesa, e invita: «Vamos, coman, que la compré con mi plata y mi plata yo la echo
palante». Luego llama a Austergusilia, la sobrina, y le pide otro brindis de
lechita para la visita y acota: «Nombrecito el de mi sobrina, parece de novela
antigua, de esas que raspaban antes las mujeres empachadas de romanticismo…
Pero, coman, beban, que de todas formas van a hablar, y si hablan que hablen,
que de Dios hablan y nadie le ha visto la figura».
[...]
Sobre
él no dice ni esta boca es mía, de los mil sinsabores que sufrió en el pasado
no habla y, mucho menos de los triunfos y glorias que a pura pregunta se lo
sacamos.
[...]
Lo
visitó la crítica y periodista inglesa Lucy Durán, que cazadora de «esos
personajes increíbles de la música popular cubana», lógicamente fue corriendo
hasta la capital holguinera a conocerlo. Imagínense, asombro de todos los
colores agarró a la visitante ante aquel negro reflaco, con seis pies y pico de
estatura, comedidamente extrovertido, buen mozo a pesar de sus años y diciéndole
cosas como esta (que ella entendió): «Cuando una mujer se agacha/ se le abre el
entendimiento/ y al hombre que la mira/ se le para el pensamiento».
Él
tiene total razón. Es uno quien pone el otro sentido. Los moralistas lo tildan
de frívolo, chabacano. Total, como si eso fuera ajeno a la vida. Por eso sus
aliados mejores, las patrullas avanzadas de su arte, son los jóvenes, los
poetas, la gente culta que entiende por cultura también lo auténticamente
popular. En suma, el mismo pueblo de donde él extrae sus creaciones sui
generis.
Sus
colegas más jóvenes, ni hablar, lo adoran. Y él les paga con un respeto que le
llega hasta las lágrimas... «¿Quién Pablito, Pablo Milanés?... ese es mi hijo,
y Silvio es mi sobrino.»
Naturalmente,
un ser así, con esa elegancia que hace recordar la belle époque, tocado con ese
excéntrico sombrero a lo Maurice Chevalier (él mismo versión prieta de Maurice
Chevalier), gusta mucho a las mujeres, que son el tema predilecto de sus obras
y con las cuales establece pronto relaciones afables, y por supuesto, ese flirt
visual, «sin el cual, mi negro, yo no puedo vivir, porque las cosas más
perfectas de este mundo son tres: las mujeres, las flores y la música». Aquí
miente, porque la fraternidad, la amistad, vale lo mismo que su tres para él...
«Ah, y la amistad, tiene razón, no lo olvido: es que eso está en mi ser».
[...]
¿En
cuántas composiciones suyas aparecen esa inocente desfachatez, esos
sobreentendidos que se popularizan inmediatamente? Él mismo no conoce la
cantidad… Se saca el sombrero de pajilla (único en uso en Cuba) y enumera con
esos enormes y flaquitos dedos: «¡Ay, candela!», «Cómo vengo este año», «Tumbaíto»,
«En Guayabero», «Mañana me voy»...
Me
doy cuenta que la inactividad para él es pura y fúnebre monotonía; como cuando
él ameniza una fiesta y la gente sabe que llegó el galop final, cuando lo notan
ido, ausente y ahí mismo el público conoce que es la hora de irse. Por eso lo
invito a dar un paseo por la ciudad (Holguín es la maravilla de plazas en Cuba)
que él lleva justamente en mitad del corazón. Ni corto ni perezoso, a ratos
estamos en la preciosa plaza mayor o Parque Mayor General Calixto García...
Allí, prácticamente sumergido en la multitud, advierto que eso es todo cuanto
él puede soñar: darle a su gente el regalo de su arte. Lo saco del grupo, muy
bajo le pregunto:
—¿Esto
es la felicidad?
—Quizá
—me responde.
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