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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

25 de agosto de 2017

El Guayabero en la prensa/Santas palabras de un holguinero singular



Paquita de Armas
Revista La Jiribilla, 2007

Holguineras y holguineros con más de sesenta años recuerdan que antes de 1959 en el parque Calixto García —el más céntrico de aquella ciudad— se daban dos vueltas, una alrededor de unos bancos, en la que paseaban muchachas y muchachos de cierto abolengo, y la otra, más ancha, por la que transitaban pobres y negros. Claro, no faltaba el joven apuesto y pudiente, que detrás de una mulatita o una sirvienta fuera parte de la rueda grande.
Ir al parque entonces —y ahora— ha devenido una suerte de rito: allí se flirtea y también es un lugar de citas de todo tipo. Hoy, por supuesto, no existen vueltas divisorias. Dos amigos de cualquier color pueden quedar en encontrarse en una de sus esquinas, o en un banco específico, para luego seguir la rumba del sábado o el domingo. Y aunque los que más abundan de noche son jóvenes, el Parque que así se le dice al Calixto García, aunque haya muchos más, sirve a las más diversas generaciones de descanso o lugar para refrescar con alguna brisa en tardes tórridas. Fue precisamente en el Parque cuando una noche vi a Faustino Oramas, El Guayabero, vestido con un saco azul oscuro por arriba de la camisa blanca y con su tres tomado por la garganta con su mano grande y negra. Una de mis amigas de la secundaria básica José Martí —racista como una buena cantidad de holguineros— lo señaló y dijo: «Mira ese negro que cree que canta y solo dice groserías».
Si hoy yo dijera que salí en defensa de El Guayabero mentiría. Tampoco lo hice cuando empecé a trabajar a principios de los años setenta en el periódico Ahora, y su presencia dividía las opiniones: tipógrafos, cajistas, impresores y algún periodista lo trataban de artista; los otros decían que todo lo que decía era vulgar y soez, sin ningún aporte cultural.
Cuando fui a estudiar a Santiago de Cuba, en las noches que pasé en                 La Isabelica, centro de reunión de trovadores y poetas, fue que aprehendí a El Guayabero. Todavía tengo intacta la memoria de un día que empatando una canción con otra, nos dieron las cinco de la mañana y la mayoría eran del juglar holguinero, que sin estar presente fue el gran protagonista.
No creo que yo sea una excepción. Pienso que para muchos de mis coterráneos El Guayabero pasó de ser el «negro flaco con doble sentido» al trovador original y raigalmente cubano, que con su picaresca humorística logró enamorarnos de una manera de hacer el son. Mirando hacia atrás me pregunto cuántos sinsabores tuvo que sufrir Oramas antes que fuera reconocido como artista. En Holguín desafió un doble problema: los rezagos racistas de una ciudad nacida entre blancos hacendados españoles, con muy pocos esclavos, y ser intérprete del son, con un doble sentido que en mentes mediocres y mal pensadas hacía que fructificara lo vulgar, sin que lo soez estuviera en las frases de El Guayabero.
Claro que buena parte de su vida la pasó en el camino como típico juglar. De pueblo en pueblo andaba, viviendo de «el cepillo» y con la aventura de acostarse donde lo cogiera la noche. Así tuvo amantes, novias y líos como la trigueña que conoció en Guayabero, casada con un cabo de la policía, y que sirvió para la canción homónima, interpretada años después, en 1960, por Pacho Alonso y que le dio la vuelta al mundo, para alegría de su compositor que ya había perdido su nombre original.
Quizá, como él mismo decía, la interpretación de Pacho le sirvió para ser conocido, pero no fue hasta 1985 que grabara un disco, aunque ya por ese año recibía toda la atención de las autoridades de su Holguín natal. Así, en vida, por suerte, recibió todos los homenajes: medallas, premios, invitaciones y atención individualizada.
Pero creo que el tributo mayor a El Guayabero ha sido el reconocimiento de sus compatriotas que lo han reconocido como suyo desde lustros atrás. Al final la historia hizo justicia y Faustino Orama devino para holguineras y holguineros el hijo brillante y mundialmente conocido, que con humor logró que la música cubana se afianzara en el sitial que merece. Y no por esperado fue menos impresionante su sepelio. Las cámaras enseñaron varias cuadras llenas de personas y otras decenas asomadas en balcones y azoteas, todas —viejas o jóvenes, negras o blancas— diciendo adiós a su juglar, el que les hizo reír y les tomó el pelo por décadas, con ese singular doble sentido dibujado con santas palabras que nunca dieron cabida al mal gusto o lo pedestre.

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