Bladímir Zamora Céspedes
Revista El Caimán Barbudo
Casi
llegando a la medianía de los años 60 del siglo pasado, llegué a Bayamo a
comenzar estudios secundarios. Venía del pleno campo, de estar esperando
siempre lo imprevisible, desde el maratón inmenso donde a la vera del río
Cauto, por lo menos desde el siglo XVIII
, se empezó a cuajar el poblado rural llamado Cauto del Paso. Y claro, ya
caminando por una ciudad multicentenaria, con los ojos iluminados con muchas
más imágenes que en el rincón de mi nacimiento, me interesé por buscar las
piedras de toque de la identidad de esa ciudad. Justo en ese plazo vi por
primera vez a Faustino Oramas, a quien todo el mundo reconocía como El
Guayabero
Aquel
hombre alto y delgado, tocado con un sombrero pariente del jipijapa, y siempre
con un tres al hombro, me pareció una de las más singulares formas de ser de
los hijos de Bayamo. Y tuve entonces más seguridad de ello cuando empecé a
gozar de las ininterrumpidas jornadas del carnaval bayamés. Allí, en la
encrucijada de las calles Saco y Pío Rosado, o en la de Zenea, llegando a la Guariana, tuve mi
iniciación con el canto y el toque de El Guayabero. Después de que orquestas
regionales o del más alto rango de la nación habían desatado ante los
anhelantes bailadores lo más convidador de su repertorio, este hombre se subía
a la tarima con la única compañía del tres, y comenzaba una funciónque podía
llegar hasta el amanecer.
Entonces,
su modo de tocar el tres, su voz rasgada por el aguardiente, los versos de muy
aguzado filo humorístico y la sabia manera de nutrirse del peregrinar por los
incontables parajes de sus paisajes, me era desconocido.
Solo
me sorprendía su capacidad de dejar inmóviles a los numerosos bailadores, a
quienes desde su llegada, nada les era más grato que su discurso musical de
entrañable picardía criolla. Todavía a estas alturas, el entrañable músico
cubano Pacho Alonso no había cantado sus temas emblemáticos lo que, por
supuesto, significó un contundente espaldarazo para el autor de «Mañana me voy
pa Sibanicú».
Pasó
el tiempo, y un águila por el mar, como se dice con sencillo desenfado popular
y vine a La Habana
a estudiar. Volví a Bayamo ya sabiendo que Faustino Orama era un importante
hijo de la provincia de Holguín, y que su forma de tocar el tres, heredera de
las maneras originarias de hacer el son en el Oriente de la Isla, tenía una definición
tan particular, a la altura de otros treseros clásicos como Isaac Oviedo y
Arsenio Rodríguez. Por eso fue que me sentí muy alegre en el otoño de 1978, en
la celebración de la primera Semana de la Cultura de Baracoa, al verlo caminando por la Villa Primada con
las mismas energías que le conocí desde un principio. Y en demasía al
escucharle, sin hacer caso del tiempo transcurrido, en el Hotel de la Rusa, las coplas ya clásicas
y las repentinas improvisaciones que las circunstancias le incitaban.
Bueno,
nada, que uno, como el mismo Faustino, vive moviéndose, y estuve de nuevo en la
capital del país. Así se produjo la posibilidad de que en diciembre de 1990 yo
viajara a Madrid, para participar en un encuentro de revisteros culturales de
Hispano-américa. Ya tenía yo mucha satisfacción asistiendo a aquel nutritivo
contacto, celebrado en la legendaria Residencia de Estudiantes, cuando recibí
una llamada telefónica de la representante de Santiago Auserón, sin duda,
figura preponderante del rock español.
Él
quería verme y acepté la concertación de la cita, pero ignoraba qué interés
podría tener en intercambiar palabras conmigo. Y lo que son las cosas...
Santiago había estado hacía pocos días en Cuba y en alguna tienda encontró un
cassete con la música de El Guayabero. Y él, que ya venía tratando de encontrar
las claves de la realización del rock en idioma español, quedó muy bien impresionado.
El son de raigambre originaria que es visible en el quehacer de Faustino, lo
animó a producir un disco con su música, para que en España se entendieran las
capacidades del son para propiciar el más pleno desempeño del son en nuestra
lengua.
Al
final, quedamos en que era mejor sacar al publico hispano y del resto de Europa
una antología de los más importantes cultores del son cubano, y donde, por
supuesto, aparece una composición de Faustino.
Por
culpa de falta de perspectiva de la disquera, el proyecto que estaba en
principio concebido para unos catorce volúmenes, se quedó en cinco. Y lo más
penoso ahora: nunca llegamos a hacer el disco consagrado a El Guayabero. Sin
embargo, cuando esta colección se presento en la capital española en febrero de
1992, Faustino estuvo presente.
Tengo
la dicha de haber viajado con él, desde aquí hasta un Madrid que nos recibió
con desafiantes copos de nieve. Dos días después se hizo el lanzamiento de la
antología La Semilla
del Son, en el centro nocturno El Sol.
Todavía
en ese tiempo se ofrecían discos de vinilo, casetes y empezaban a enseñar la
oreja los emergentes discos compactos.
El
fin de fiesta de aquella noche fue un concierto de El Guayabero. El salón
estaba colmado de jóvenes de la era Almodóvar, y sentí mucho temor de que este
añejo juglar, a quien había visto campear por su respeto en Bayamo y cualquier
otra plaza de Cuba, no fuera capaz de hacer tierra con aquella gente. Pues no.
Con
sus canciones de siempre, con esos picaros versos, que no por casualidad ya con
anterioridad me parecieron de linaje quevedesco, gozó con todos aquellos
muchachos y solo paró cuando los dueños del local dijeron que no había tiempo
para más.
Todo
lo contrario que expresar que «de aquellos polvos nacieron estos lodos», la
presentación de la colección Semilla del Son hizo posible la realización del
proyecto «Encuentro del Son», en el Madrid de 1993. Fue entonces cuando
apareció Jesús Cosano, uno de los más enteros promotores culturales de España
y, en especial, de Andalucía.
Ya
venía él, desde antes, tratando de explicarse la familiaridad entre nuestro son
y la más característica música del sur español; pero, sin duda, el contacto
vivo con los músicos cubanos lo acabó de determinar a celebrar, desde su
gerencia en la sevillana Fundación Luis Cernuda, el «Primer Encuentro entre el
Son y el Flamenco» en el verano de 1994.
El
Guayabero, a quien a inicios de ese año hubo que amputarle una pierna, no
renunció por ello a la invitación de la iniciación de ese foro. Dando una
muestra de voluntad entera por el servicio bohemio de la música, llegó a
Sevilla, en donde hasta las propias camisetas que identificaban el evento
exponían su efigie guitarra en ristre.
La
última conversación que sostuve con Faustino Orama debió ser en el año 2000.
Fui a su casa de Holguín, enrolado en un proyecto de documental, que nunca
después supe si había llegado a condición de obra terminada. A pesar de sus
condiciones físicas, dificultad para moverse y poca audición, aquel hombre, sin
duda, el último de nuestros trovadores itinerantes a la manera de los viejos
siglos griegos, mantenía intactos su humor y la hidalguía.
Lo
que más me impresionó en ese momento fue su respuesta cuando le pregunté,
siendo ya tan añoso, a quienes agradecía en la concreción de su carrera
musical. Sin darle curvas a la respuesta me dijo: «Agradezco a Pacho Alonso,
que cantó mi música, anunciando mi llegada de Oriente a Occidente de Cuba. Y al
músico español Santiago Auserón, que confió en la importancia de hacer sonar mi
música en su tierra».
En
el goce, su «buen tumbaíto» y al pie del kilómetro cero de la Carretera Central
he escrito todas estas líneas que están arriba. Las he ido hilvanando desde las
primeras horas del día, a poco de saber que, siendo marzo 27 —el día en que se
estrenó la primera «Bayamesa», en 1851—, El Guayabero ha muerto en su ciudad.
Hombre, da pena no poderlo volver a saludar, digamos de manera convencional,
pero a esa muerte no le tengo ningún miedo. Lo que nos queda en la memoria de
su vocación andariega y las pocas y definitorias grabaciones de sus obras, que
nadie nos podrá arrebatar, dan perpetua seguridad de su presencia.
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