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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

23 de julio de 2018

Donde concluye la historia de la nganga Palo Monte Oguakondile

Por: César Hidalgo Torres


Llegó el año 1958. La zona de Santa Lucía, como toda la isla de Cuba, estaba inmersa en la revolución comandada por Fidel Castro. Para entonces don Miguel Campos de la Cuadra ya había cumplido 118 años de su edad…

Un día de ese año le dijo don Miguel a una de sus nueras (madre de Javier Campos Peña), “avísale a la gente que a las nueve de la noche de hoy me vienen a buscar…” Claro que la señora quiso saber si el viejo se sentía mal. “No, respondió él; es nada más que me vienen a buscar”.

Conociéndolo como lo conocían, la familia llamó al mayor de los hijos del viejo, para que estuviera cerca.

Y efectivamente, a las nueve de la noche los veintiún bastones que el viejo tenía en el templo rodaron por el piso y las nubes se encresparon y se desató una tormenta con truenos y viento.

Calmado, sonriente, el viejo se fue despidiendo de cada uno de los treinta y cuatro hijos suyos que estaban allí. Luego se acostó en su camastro y se durmió para siempre.

Acabado de morir el viejo don Miguel Campos de la Cuadra, se desató el más grande aguacero de los últimos cien años. Un aguacero de tres días.

Por la lluvia, que no dejaba a nadie salir fuera de la casa, fue por lo que el cadáver del viejo estuvo velándose tres días, y sin embargo ese tiempo tan largo, el cuerpo del muertecito no dio la más mínima señal de descomposición.

Escampó, y uno de los hijos del difunto se echó el sarcófago en los hombros y salieron los dolientes chapoteando por el lodazal tremendo desde Bariay hacia el cementerio. Cuando llegaron al río Camayen lo encontraron desbordado. Para pasar el río amarraron la caja con el muerto adentro a un caballo y cruzaron a nado.

Esa contada antes fue la despedida a don Miguel Campos de la Cuadra, el mismísimo al que los infumbi (muertos) que en vida estuvieron apalencados en el cerro de los portales le entregaron la nganga Palo Monte LucumíOguakondile.

Su nieto, Javier Campos Peña nos dijo que él tuvo la suerte de vivir sus primeros años de vida cerca del viejo y que se embobecía el nieto mirando al abuelo “trabajar” con el muerto de la nganga y hablando una lengua extraña.
“Lo que en esos momentos yo ni siquiera me imaginaba es que sería el seleccionado para recibir la prenda de mi abuelo”, nos dijo.
Javier Campos recibe icombo
En el año 1967 cuando había cumplido 30 años, Javier Campos Peña recibió icombo que es como se dice “en lengua” venida de África para entender que se hizo brujo, “y fue mi recibimiento de una manera que merece la pena dejar constancia de ello”, aseguró.

Para entonces Javier era miembro de la selección nacional de lucha libre de Cuba y ya había alcanzado el título de campeón centroamericano en los juegos de San Juan, Puerto Rico, aquellos célebres en los que no se le permitió a la selección cubana bajar del barco que los llevó a la competición y por ese motivo vivieron en el barco Cerro Pelado que era el que los había llevado a la competición.


Y campeón como era, Javier Campos Peña estaba entrenando en un centro de deportistas de alto rendimiento ubicado en La Habana para asistir próximamente a los juegos panamericanos que se celebraron en Winnipeg, Canadá.
A la vez que entrenaba su padre estaba en el hospital Calixto García, también de La Habana, operado de una sencilla hernia estomacal.
Llegó el domingo y el hijo fue a visitar al padre. Al llegar al hospital lo vio como siempre, bromeando y con su sonrisa de siempre asentada en los labios. Javier, para más información sobre la salud del enfermo, quiso hablar con el médico. El médico le aseguró que al día siguiente le daría alta al operado.
Cuando terminó la visita Javier se despidió de su padre y fue ese el momento en que el viejo le dijo al hijo: “negro, mañana me vas a llevar a pasear a un lugar distante, pero conocido”.
-Qué lugar; quiso saber Javier, dispuesto como estaba a llevar al padre a conocer La Habana.
-Tú vas a descubrir donde es por dos matas de anacahuita que allí hay.
-Está bien, dijo el hijo, yo lo llevo a pasear adonde usted quiera, ¿cuándo le he fallado, eh viejo?
-Nunca, dijo el padre. Y porque nunca me has fallado es por lo que te voy a dar lo que te voy a dar…
Llegó el día siguiente, lunes de 1967. Después del entrenamiento, Javier pasó un telegrama a su madre que estaba en la ciudad de Holguín: “Vieja el puro bien, esta semana te lo llevo”. Firma: tu negro.
De la oficina de correos Javier regresó al lugar del entrenamiento porque aún tenía unos ejercicios con los que estaba obligado a cumplir. Y cuando llega se sorprende porque un tío político lo estaba esperando: “El viejo, Javier, tu padre, murió”.
-No jodas con eso, dijo Javier, creyendo que le estaban corriendo una broma.
El tío político, más serio que nunca antes, repitió lo dicho: “El viejo, tu padre, murió”. 

 “Me senté en la acera, nos dijo Javier, metí la cabeza entre mis brazos y vi al viejo como lo había visto el día antes, sonriente, haciendo bromas, sano…” 

Cuando los compañeros de Javier del equipo nacional de Lucha Libre se enteraron de lo que había ocurrido, lo rodearon, lo abrazaron, pero ninguno dijo ni una sola palabra. Al rato, cuando reaccionó, fue que el hijo del muerto se percató que acaba de pasar un telegrama a su madre y por eso corrió otra vez al correo para que no enviaran el anterior, pero ya lo habían hecho. Entonces Javier escribió otro, pero no lo mandó a su madre sino a una ahijada suya en la que tenía sobrada confianza como para que cumpliera la misión que le encomendaba: que visitara a su madre y al resto de la familia y le avisara la segunda noticia.


Por carretera salió Javier acompañando el cadáver del padre, rumbo a la ciudad de Holguín, donde celebrarían su sepelio. Catorce horas después el carro fúnebre llegó a la funeraria Los Álamos, donde se suponía que estaba toda la familia esperando, pero no había nadie más que la ahijada a la que Javier había mandado el segundo telegrama.
-La vieja suya, padrino, dijo la ahijada, quiso que el velorio sea en Santa Lucía. Allá está toda la familia esperando.
Llegaron a Santa Lucía a las tres dela madrugada y allí estaba el pueblo entero esperando el cadáver a quien todo el mundo quería tanto. Ese mismo día a las cinco de la tarde lo llevaron a enterrar.

Cuando todos se hubieron marchado del cementerio, Javier se quedó, quería llorar al padre… llorándolo estuvo hasta casi las siete de la noche. A esa hora, al marcharse, fue que vio algo que le erizó la piel; a la salida del cementerio de Freyre había dos matas de anacahuita, los árboles de los que el viejo había hablado antes de morir. En el tronco de uno se sentó Javier y entonces el cansancio lo venció, se quedó dormido. Cuando despertó (o quizás no había despertado aún), vio delante de él dos pies grandes, descalzos. Levantó la vista vio al dueño de los dos pies: era un “negrazo” de más de seis pies con un saco de yute al hombro y un machete a la cintura.
-Ven conmigo, dijo el extraño.
Javier se puso en pie y siguió al enigmático personaje. Caminaron alrededor de dos kilómetro por medio del monte, entonces el negro se detuvo, estaban en el charco Santa Bárbara, a esa hora de la noche, iluminado por la fosforescencia de otras seis personas que estaban en allí, una era una mujer… 

Los siete negros se pusieron a hablar en una lengua que Javier desconocía y a él no le quedó duda alguna de que aquellas siete personas eran “muertos”, sin embargo el deportista no estaba asustado, sino todo lo contrario, estaba completamente tranquilo.

El que lo había llevado hasta allí le dio una palmadita en el hombro señalándole que avanzara y detrás de él avanzaron los demás. Cuando Javier estuvo al borde del pequeño barranco, exactamente donde estaba el tronco de un júcaro, se detuvieron. Los negros hicieron que Javier escarbara, él lo hizo y encontró algo. Entonces el negro que lo encontró en el cementerio le dijo que eso era lo que el padre de Javier había guardado para él, pero, le aclaró, solamente es el comienzo. “Cuando te avisen llevas eso al cerro de los portales y lo entregas, entonces es que podrás recoger tu herencia”.

Dice Javier que miró la prenda en sus manos, pero todo estaba muy oscuro por lo que nada se veía, él solamente sentía el peso y que se movía como un bicho duro… entonces, buscando respuesta, levantó la vista: los siete negros habían desaparecido, él estaba allí completamente solo.

Volvió sobre sus pasos. Cuando llegó a su casa había un gran barullo: todos lo estaban buscando, pensando lo peor debido a que sabían lo que él quería a su padre y presentían el dolor profundo que estaba sintiendo…La única que no estaba nerviosa era la madre. Ella fue a la cocina y le trajo al hijo café bien fuerte y un cigarro encendido.

Al rato, cuando los demás se hubieron marchado, la madre llamó a Javier al cuarto y le dijo que ella sabía dónde había estado, “dame lo que te dieron, ordenó, cuando regreses de las competencias yo te lo devuelvo y te digo lo que tienes que hacer…” 

Así fue como Javier Campos Peña recibió la nganga que ha cuidado con respeto y obediencia por más de 50 años. Los de La Aldea, queriendo saber más, insistimos. Y él, como en estado de durmición, nos dijo: “Lo contado es lo que se puede contar, el resto hay que ganárselo”. Decidimos marcharnos para no molestarlo en su conversación con los muertos. Estábamos en la puerta cuando Javier no hizo detener y más que hablarlas nos sugirió unas palabras que no sabemos si las entendimos o no. Dijo: Incumbe Taita Mundo

 

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