Por costumbre, el español de Europa o del nuevo Mundo, dejó siempre un
espacio vacío de concurrencia, en torno al cual edificó sus ciudades. Es
Holguín el mejor ejemplo de tal tradición, lástima que a las plazas de esta
comarca no le hicieron las típicas fuentes de otros lugares, a cuya pila de
agua se acercan unos gorriones y en torno a la cual juegan los chicuelos.
Pero la historia no es lo que pudo haber ocurrido sino lo que
aconteció, ¿o también lo que no ocurrió y que quisimos que ocurriera es parte de la historia?.
Hasta ahora se han publicado muchos libros que dan cuenta
de la comarca, (Holguín), en algunos de ellos sus autores intentan pruebas exhaustivas, pero a lo único que
llegan es a provocar un aburrimiento olímpico porque en dichos libros no hablan los
miles de difuntos que asoman “su corona” en los mares de documentos que se
atesoran y que dan cuenta de los interminables parentescos, de las dinastías de
primos, esos que los historiadores científicos cuentan y acomodan en tablas
trabajadas en Excel, pero la gente de carne y hueso pierde el rostro cuando se convierten en
demografía. No hay programa para computadora que sea fiel a la justa forma de
lo impreciso. Los ojos que tenemos, que no sirven mucho, hechos como están a lo
“ya” visto, incapaces de estar más allá de lo que pudiera explicarse. Lo
inexplicable, que solo puede sentirse.
Por lo anterior debe ser por lo que los humanos somos
unos sentidores de lo que de las cosas brota, (y se sabe que eso es el tiempo). Ojalá que se
escriban otros libros en la ciudad, para acomodarlos al lado de los que ya se publicaron,
como si fueran una estatua del momento.
Mientras, sigo fisgoneando en lo que
pasó, a ver si en algún momento consigo hacer visible los secretos sabores con
que los muertos tejieron su patria íntima. Avanzad, avancemos, sin dejar fuera
a los que se marcharon, ellos vuelven de vez en cuando, solo hay que verlos
llegar.
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