La siguiente imagen muestra el camino que había que seguir para llevar a los difuntos hasta el cementerio municipal de Holguín, y eso que la fotografía es de 1930: pues entonces se podrá imaginar cómo era en el siglo XIX, que es el tiempo en que ocurrió la historia que narramos.
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A mitad del siglo XIX no había funerarias en Holguín,
los velorios se hacían en las casas que en vida habían vivido los muertos.
Entonces el pueblo era chiquito, delimitado por los dos ríos conocidos: El Jigüe
y el Marañón, pero ya estaba construido el Cementerio Municipal, el mismo que
todavía sigue en uso al final de la calle Luz y Caballero. Por tanto, y ya se
deben haber percatado los que conocen la ciudad, el cementerio estaba en las
afueras de la ciudad… Para llegar a él, yendo por la que desde 1902 se llama
calle Luz y Caballero, había que cruzar el río Jigüe.
Hoy el Jigüe agoniza, pero en 1850 era un río macho de
gran cauce y con algunos farallones. Por eso en los meses de mayo a octubre,
que era cuando más llovía, era casi imposible cruzarlo, sobre todo cuando
estaba crecido. Y cruzarlo llevando cargas pesadas o de difícil manejo era una
temeridad.
Por eso es que muchas veces los cadáveres tuvieron que
quedar sin entierro hasta que bajaran las aguas del Jigüe y, a veces, las
crecidas demoraban dos o tres días. Por esa novedad es por lo que en 1851,
preocupado seriamente el Cabildo, aceptó una Moción del Caballero Regidor, don
José Santos Durán, en la que pedía la construcción de un puente sobre el río.
Uno de los párrafos de la petición del Regidor al
Cabildo pidiendo el puente, dice: “con frecuencia hemos visto que los cadáveres
no han podido ser sepultados por la creciente del río Jigüe y han tenido que
permanecer muchas horas próximo a la Necrópolis, en estado de descomposición. Casos
como estos son en contra de la salud pública y de necesaria reparación”.
El 16 de julio de 1851 quedó aprobada la Moción y en octubre de 1853
ya estaba al servicio público el puente que no es el mismo que hoy cruzamos los
holguineros actuales, porque aquel primero era de madera y el segundo, que es
el que sigue en pie, es de concreto, aunque, ahora el Jigue ha disminuido tanto
su caudal que ya el dicho puente no hace tanta falta.
Pues bien, amables lectores, la historia que intentamos narrar desde el principio de este post ocurrió antes de que hicieran el primer puente sobre el Jigüe y se titula “El
charco del muerto”.
Murió en Holguín en 1850 un tal Marcos Martínez y lo
llevaron en andas a enterrar un atardecer en que el Jigüe estaba crecido. Los
cuatro hombres que cargaban el ataúd ya estaban a mitad del río cuando uno de
ellos puso el pie sobre una piedra movediza y ocurrió lo que es inevitable,
perdió el equilibrio, cayó y tras él el ataúd que, al chocar con una piedra, se
rompió. El cuerpo del difunto, fuera de la caja, fue arrastrado por la
corriente unas cuantas varas más allá, donde había un charco. Allí los dolientes
tuvieron que pescar al difunto.
Desde entonces se designó a aquel lugar con el nombre
de “Charco del Muerto” y no faltó quien, en noches oscuras, ha creído ver al
difunto Marcos Martínez que surge de las aguas con la cara descompuesta, los
cabellos crispados y los ojos inyectados de sangre como si maldijeran a los
que, por un descuido, dejaron caer el féretro en que iban depositados sus
restos.
Hoy ni los infelices guajacones que no sabe la Aldea cómo consiguen
sobrevivir en las putrefactas aguas del Jigüe, saben cuál era el Charco donde
cayó el muerto.
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