Durante el tiempo en que Cuba fue colonia de España no
era lo mismo el Teniente Gobernador y el Alcalde. El primero era la principal
figura política y militar de la zona y era designado por el Gobierno; el segundo
se encargaba de la administración y se elegía entre los vecinos principales.
Esta es la historia de un Alcalde holguinero que dejó de serlo por “enamorado”.
Todos los años el Cabildo se reunía en diciembre y hacía
elecciones. Elegido el nuevo Alcalde, inmediatamente se le informaba al
Teniente Gobernador quién había salido electo y éste lo comunicaba por escrito
al Gobernador provincial que residía en Santiago de Cuba. (Por cierto, y es
importante saberlo para entender esta historia: se seleccionaban dos Alcaldes
que se conocían como Alcalde de primera elección y de segunda. Gobernaba el de
primera elección; el de segunda era por si le ocurría alguna eventualidad al
primero. Igual es importante saber que los Alcaldes llevaban una vara como
símbolo de su investidura, significando esta que con ella mediría por igual a
todos sus gobernados).
Y ahora sí que empieza la historia que vamos a narrar:
Año 1756: en Holguín triunfó como Alcalde de primera
elección o alcalde ordinario, como también se le llamaba, el Alférez don Miguel
Cardet. Éste tomó posesión de su cargo y actuó durante varios meses no obstante
su mal estado de salud. Pero como su dolencia se recrudeció, tuvo necesidad de
guardar cama y pasó a ocupar el cargo el Alcalde de segundo voto, don Diego
Felipe Tamayo, que es el protagonista de este post de La Aldea.
Era don Diego Felipe Tamayo un individuo de no muy buen
carácter y muy aficionado a las faldas, esto último tanto que cuando en su
camino cruzaba una hembra, él olvidaba de sus obligaciones. Y eso fue lo que
ocurrió en aquel año 1756, fecha en que fue electo alcalde de segundo voto don
Diego Felipe Tamayo: dio la casualidad que vino a vivir a Holguín doña Felisa
Vázquez, quien, dicen los cronistas, tenía un cuerpo “que daba la hora”; era la
dama esbelta, gentil, con dientes como perlas y cabellera como la seda. En un
baile el alcalde la conoció y perdió la cabeza por ella. Pero doña Felisa no se
mostró muy complacida con su “pretendiente” y él, empecinado, insistió e
insistió e insistió. Ella, para evitarse “la babosería” del rendido enamorado,
dio por terminada su visita a Holguín y se marchó a su Bayamo natal.
Solo que conociendo a nuestro hombre como ya lo conocéis,
no hace falta escribir aquí que decidió el Alcalde irse al Bayamo detrás de la
mujer. Y tan apurado se fue que no tuvo tiempo de pedir licencia al Cabildo y
menos de devolver la vara...
De pronto hizo falta el Alcalde para resolver unos
asuntos, pero el Alcalde no estaba en la ciudad y nadie sabía adónde había ido.
Cundió la alarma pero como es verdad la frase de que “siempre hay un ojo que te
ve”, alguien vio cuando don Diego Felipe tomó el camino del Bayamo detrás de
doña Felisa, y la gente del pueblo decidió esperarlo. Pero las comadres, que no
faltan en ningún pueblo, comenzaron a censurar agria y despiadadamente la falta
de discreción del Alcalde. Luego, los que había tenido que sufrir la cólera y
el mal genio de don Felipe se vengaron echando leña al fuego. Y los más
sensatos insistieron en esperar, “porque un día tiene que volver”, decían.
Y pasaron meses y Holguín sin Alcalde. La administración,
obviamente, se sumió en el anarquismo total. El Cabildo se reunió en Sesión
privada: “Que horror”, se quejaban los Regidores, “ese cabeza loca se ha
marchado de Holguín sin comunicarlo al Consistorio y sin exponer los motivos
que ha tenido para dejar a esta República”. (República se le decía entonces al
territorio jurisdiccional regido por un Cabildo) y finalmente la mayoría
consideró que si el Alcalde no estaba, había que seleccionar a otro, y lo
hicieron: El elegido fue el Alférez Real don Diego de la Torre Hechavarría.
Luego informaron lo ocurrido al Gobernador Provincial y aquella autoridad estuvo
de acuerdo con la decisión.
Pero no se acaba aquí el cuento, sino que ahora viene lo
más interesante... Feliz, porque había conquistado a doña Felisa, regresa don Diego Felipe. Baja del carruaje delante de
la casa sede del Gobierno. Y se entera de lo ocurrido, pero como él trae la
vara de Alcalde exige que le entreguen su cargo...
La decisión de entregarle el cargo o no, le correspondía
al escribano don Lorenzo Castellanos y Cisneros, empleado recto y cumplidor
(sin que por eso tengamos que esconderle que el escribano bebía más de la
cuenta, pero, felizmente estaba sobrio el día que regresó don Diego, el
enamorado). “Se ha vuelto loco usted”, dijo el escribano al ex alcalde, “se
cree que íbamos a esperarle. Ha sido separado del cargo, don Felipe y no hay
vuelta atrás”...
Dicen que la reacción de don Felipe fue como para taparse
los oídos: Arremetió con un vendaval de insultos, calificó a todos, incluyendo
al Teniente Gobernador y al Alcalde Provincial como una partida de brutos, y
que se quejaría él al mismísimo rey. Aunque no, no se quejó al rey... y tampoco
pudo hacer nada cuando recibió una carta de doña Felisa quien le comunicaba,
desde Bayamo, que lo había pensado mejor, y que no estaba ella de ánimo como para
mantener amoríos con él... ¿A él? Que otro remedio le quedaba sino callarse la
boca e irse con su mal genio a otra parte.
Si alguien duda de la veracidad de esta historia, puede comprobar
que todo lo dicho es rigurosamente cierto leyendo el Acta del Cabildo del 29 de
diciembre de 1756 que se guarda en el Archivo Provincial de Historia.