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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

10 de julio de 2010

Así es Gibara (Décimo primera parte)



En la Villa no ocurren defunciones; sus ancianos son centenarios; los vecinos mueren agotados; no se recuerdan epidemias: en su Hospital Civil no hay enfermos; sus médicos descansan; las Farmacias no venden medicamentos; pero a un holguinero se le ocurre poner en la Villa una Agencia Funeraria y allí comienzan las defunciones; por ello todos desfilan por el Templo Católico al objeto de ver si alguna de las Vírgenes es obsequio al templo del funerario; sucedió en Holguín, y pudo haber sucedido en la Villa lo de la Virgen dedicada para que el “negocio” no fracasara.

Fernando es de la Villa y residía en la Capital de la República en mi época de estudiante; y en la Capital tenía su prometida; en la casa en que ésta residía varias de sus compañeras también tenían novios, y por costumbre al sentarse por la noche en el portal al objeto de celebrarse; buscando, como es natural, la semioscuridad, cómplice de la pasión amorosa; todos menos Fernando, que terco como buen gibareño se celebraba con su prometida sentado debajo de la luz eléctrica; sus compañeros rompen el bombillo, al parecer beneficiando a la novia de Fernando; pero notan que éste esa noche, al notar la oscuridad y darse cuenta de la causa, salió por un bombillo eléctrico; y que de allí, todas la noches llegaba a la casa con un bombillo en el bolsillo. Fernando se mantiene en estado de soltería en la Villa.

Publicó Tiano Verdecia un uno de los periódicos de la Villa la enorme cantidad de paniqueques que semanalmente se consumen en Gibara; lo que provoca una larga polémica entre Joaquín y nosotros, quien negaba: ¿que en Gibara se consumen unos ciento veinte mil paniqueques semanalmente? ¡Mentira!; mientras Abraham, como siempre tardío en reflexionar, y que sólo pensaba en el efecto producido por esa enorme cantidad de paniqueques en el consumidor, exclama, ¡por eso los veo a todos tan amarillos! La venta de paniqueques, y de los dulces anunciados con el repiquetear de campanillas, dan nota de alegría a la Villa de Gibara.

Pepito es el hombre más moral de la Villa; como él no se encuentra otro en la Villa, ni en toda la Isla; amante del hogar y de su familia, no toma licor, no fuma ni juega al prohibido, es incapaz de una ofensa; por ello es ejemplo de los padres para con sus hijos; de las esposas para con sus maridos; de las autoridades para con los delincuentes; de los sacerdotes para sus feligreses; pero llega el día fatal y todo por culpa de los holguineros que lo llevan engañado a “Los Marinos” y al “Obrero”; visita fatal para Pepito a pesar de no haber pecado, ni siquiera haber tomado una copita de licor, ya que la noticia corre loma abajo como un rayo. Pepito en la loma? ¡Imposible”, exclaman todos. Pero viene la confirmación, y por ello al visitar la Villa, todos nos dicen: por culpa de ustedes Pepito ha dejado de ser el ejemplo de guía, por culpa de ustedes ya no hay moral en la Villa. ¿Qué se puede esperar de los hombres serios si Pepito nos falló?.

Cabrerita está sentado en uno de los sillones del Unión Club, sillones que para el gibareño representan la continuación de la cama del hogar; rompe de pronto el eterno silencio de la Villa para exclamar: en la mesa de la cocina de mi casa hay un tomate maduro, de un rojo intenso; mi esposa coloca a su lado un plátano verde al que ha quitado la cáscara para colocarlo en la cazuela de agua hirviendo; mira el plátano a su compañero de mesa, el tomate, y al verlo tan colorado, le dice ¿Te has ruborizado al verme desnudo? Ah, si pudieran anotarse estos despertares del enmagueyado gibareño.

Pepito es comerciante en la Villa; activo y simpático, por ello su establecimiento para todos es una mina; pero Pepito siempre está en dificultades económicas. Lo comento con un gibareño, y éste para explicarme la razón de esas dificultades solo me dice: imagínate, que uno de sus bolsillos siempre trata de engañar al otro. Gibara.

Se nos muere el bueno de Fernando y como buen gibareño nos había pedido el ser enterrado en el Cementerio de Gibara, al lado de la tumba de su señora madre; y con su cadáver llegamos a la Villa. No recordándose el lugar en que estaba enterrada la madre, el sepulturero cava una fosa, trabajo que repite al aparecer ésta; terminado el acto piadoso el sepulturero reclama a Armelito cuatro pesos por su trabajo, dos por cada fosa; y al decirle éste que sólo debía cobrar una, ya que la otra le quedaba abierta para el próximo entierro, recordando éste que las defunciones sólo ocurren en Gibara una o dos veces por año, exclama indignado: ¿Y voy a esperar seis meses para cobrar el resto de mi trabajo?

Estoy una mañana en uno de los balnearios de la Villa; observo que a uno de los bañistas, por efecto de la comida ingerida, le ha dado un principio de congestión; con el corre corre que se produce se rompe la tranquilidad perenne de la Villa; en eso veo llegar a la cantina del balneario donde me encuentro recostado, un gibareño todo sofocado por la carrera, que con asustada expresión dice al cantinero: ¿qué ha ocurrido? Nada, le responde éste, a uno de los bañistas que le ha dado una embolia. ¿Y es de Gibara?, vuelve a preguntar, para recibir por respuesta una sanguinaria mirada del cantinero. Sorprendido le pregunto. ¿Por qué no puede ser de Gibara? ¡Imposible!, fue la respuesta, el gibareño no come.

Para ellos su Villa es única; no hay cosas como las de su Villa; por ello al encontrarme en Holguín con Joaquín de la Vara y el doctor Tapia, y al mostrarles lo bonita que era la fachada de una de las casas, me responden ambos al mismo tiempo: más bonita es la de Ordoño. No quieren salir de la Villa, y si lo hacen es obligado; así el amigo Luis al verse obligado a visitar la playa de Guanabo, como despedida dice: mañana estaré de regreso; que vuelve a afirmar al recordarse que la playa de Guanabo es una de las más lindas de Cuba. Y regresó.

Así gozará usted con sus anécdotas y con sus ocurrencias, que explican diciendo que ellos, los gibareños, “llevan el mundo sobre las espaldas”; pero no podrá reírse con los cuentos, los famosos cuentos de Gibara; ni siquiera insinuar incredulidad, lo que les ofendería; no tendrá más remedio que mostrar interés y sorpresa, hasta llegarse el momento en que usted se ofenda al pensar puedan imaginarse que está creyendo en sus cuentos, pero tendrá que hacerlo en silencio; si no puede soportarlos, enmaguéyese como ellos, con lo que gozará y pasará como un gibareño más; es más, no tardará en tratar de imitar al más grande de los cuentistas de la Villa, a Robustinao Verdecia Velázquez, figura predilecta entre los veraneantes, de inagotable y exagerada vena humorística a costa de sus paisanos; a Juan Caballero, menos popular al ser sus oyentes los de su oficio, los pescadores.

Acepte como cierto la existencia de un enorme tiburón llamado “Pancho”, que no sólo respondía por ese nombre, sino que hasta se paraba en la arena de la playa para que los muchachos jugasen con él; en el “Indio”, famoso gallo de la Villa, espíritu del gibareño, que todas las peleas las ganaba por su peculiar manera de atacar; ganador del “El Jerezano”, que le superaba en tamaño y fortaleza, ganador de cientos de peleas, al que vence a pesar de no poderle llegar al cuello por su pequeño tamaño, al poder seguir su táctica, de aprovechar el momento de poder meter la cabeza de su contrario debajo de su ala, que sujeta con todas sus fuerzas, hasta perforarle el pecho con su afilado pico; y conste, que “El Indio” no se retiraba del redondel sin antes haberse colocado sobre el pecho de su rival y haber lanzado su grito de triunfo, el triunfo de Gibara.

Pero podrá usted, aunque sea por breves momentos, silenciarlos si les cuenta el cuento al parecer holguinero de “La Jaiba Bandolera”: “Había una vez una Jaiba gibareña, que lejos de su Villa, en el camino del Alcalá hacía sus fechorías, que le hacen coger fama de valiente y audaz; por sus asaltos a mano armada; transeúntes que pasara por ese camino, sea de día o fuera de noche, se veía asaltado por una jaiba que cubría su rostro con pañuelo negro y portaba en una de sus garras una afilada navaja barbera; cierto día se le ocurre pasar por su feudo un infeliz guajiro, que en el acto se vio asaltado por la Jaiba bandolera, bajo la amenaza de “la cartera o la vida”; trata el guajiro de encontrar el dinero, y sin saberse el por qué, lo cierto es que la Jaiba, al verlo tan asustado le preguntó, y tú, ¿de dónde eres? Soy de Gibara, le contesta éste, que oído por la Jaiba, le hace caer de su garra la navaja barbera y correr hacia la manigua bajo la angustiosa súplica de POR TU MADRE, NO ME COMAS”.

Y si respira, a toda prisa cuéntale la historia, al parecer también holguinera, del “EL DEVOTO GIBAREÑO QUE AL CIELO FUE”; “Fallece en la Villa un piadoso, sencillo y a la vez apasionado católico gibareño, que como es lógico, al Cielo fue, ya que como buen católico había cumplido en este infierno, nombrado Tierra, con todos y cada uno de los rituales exigidos por esa piadosa y acaparadora religión de Cristo, a cuyos Templos solo debían ir los ricos, según Rafael, en señal de agradecimiento; hace el alma del piadoso gibareño su entrada en el Cielo escoltado por la “Comisión de Tres”, de esos tres que no encontrarían para guiarlos al Cielo, ni Tejedor, ni Melquiades, ni yo, según la opinión autorizada del krisnamurtiano Pompeyo; ya en el Cielo es recibido y guiado por el propio San Pedro, mostrándole todo lo bueno que le espera en el Paraíso por haber sido tan buen católico; pero llega la hora, y que tenía que llegar, en que el buen católico fallecido suplica tímidamente a San Pedro le señale el lugar destinado en el Cielo para calmar esos deseos imperiosos que comenzando por hacernos sufrir, terminamos con tanto placer; y éste, en vista de la categoría del recién llegado, al servicio de los ricos es llevado, que rechaza éste por su humildad al ver tanto oro en su confección; se le lleva al servicio de los pudientes, todo de plata, que también rechaza; hasta que San Pedro al verse defraudado con su alma tan mezquina, le indica el lugar destinado para los suyos, un simple agujero en una nube, al que encantado se dirige el buen católico, y del cual se separa bruscamente al ver en la lejanía, bajo de él, un pueblo; San Pedro al ver su pudor, mirando por el agujero y viendo el pueblo, encogiéndose de hombros le dice al piadoso católico: no te remorderá la conciencias, hazlo, que es la Villa de Gibara.

Y así ya puede escuchar a Juan Caballero contándole su célebre cuento “A la orilla de un palmar”: “Estaba pescando a las alturas de Potrerillo, y bastante próximo al litoral; en el silencio de la noche, escucho procedente de la costa un canto, “A la orilla del palmar”, sólo ese verso al que no doy importancia, pero sí al seguir escuchándolo y siempre en la misma forma, a intervalos más o menos largo; sólo un loco puede hacerlo, me digo; y para ver al loco en la costa espero el día; llegado éste no observo a nadie en la solitaria costa, pero sigo escuchando el interrumpido canto, que me hace dirigir a ella; ya en la costa por más que buscaba no podía ver al cantante, y al seguir escuchando el “A la orilla de un palmar”, me hace suponer es cosa de espíritus burlones y presa de pánico trato de correr hacia mi bote; en mi carrera escucho el canto próximo a mí, que me lleva a mirar a mi alrededor, para descubrir el misterio: en la costa había arrojado el mar un pedazo de disco, el de la canción “A la orilla de un Palmar”, que el viento había colocado en una mata de tuna, una de cuyas espinas, movidas por el viento rozaba el disco en la parte en que éste tenía impresa la frase “A la orilla de un palmar”.

A Tiano Verdecia contarle que Víctor, dependiente de una de las casas de comercio de la Villa, al sufrir un fuerte dolor en el bajo vientre, fallece; que no teniendo familiares en la Villa, es velado su cadáver en uno de los pequeños cuartos de la bodega en que trabajaba; siendo éste muy querido en el barrio, todos se dan cita esa noche en el velorio; velando transcurren las horas, y ya de madrugada se le ocurre a uno de los velantes encender un tabaco en uno de los candelabros, que a modo de centinela, alumbraban el cadáver, para ver con espanto que el cuerpo de Víctor, se iba sentando lentamente en la caja con sus ojos sumamente abiertos; preso de gran pánico, corre hacia la calle gritando: el muerto está sentado en la caja, que oído por los concurrentes los hace salir atropelladamente hacia la calle, y con desmayos y gritos histéricos de las mujeres; llega el día sin que ninguno tenga el valor de entrar en la tienda y menos en el cuarto en que el cadáver de Víctor es velado, hasta que todos recuerdan al guapo de la Villa, y por el guapo van; lleno de valor llega el guapo de Gibara, ante la admiración de todos entra en la tienda y al cuarto mortuorio, donde aún permanece Víctor sentado en la caja con los ojos sumamente abiertos, al que dice: Víctor, ¿estás vivo? Voy por un médico, acuéstate mientras tanto en la caja, tratando de ayudarlo para ver con espanto que no solo no le contestaba, sino que teniendo la frialdad de los muertos de nuevo se incorporaba hasta quedar sentado; lleno de pánico corre hacia la calle, hasta hacer su llegada las autoridades, las que descubren el misterio; que Víctor había sido amortajado con el cinturón puesto, que al presionar su vientre, le había hecho sentar dentro de la caja. Cortado el cinturón, fue enterrado, dejando en la Villa el recuerdo de Víctor y el corre-corre lleno de espanto, de los velantes.

Su “se comió al león”: según él, hace su llegada a la Villa de Gibara un Circo, el que como de costumbre, es instalado en el Parque de Colón, lugar al que todos los vecinos se dan cita y más al correrse la voz de que éste traía, dentro de una segura jaula de hierro, un fiero león africano; los muchachos, siempre muchachos, pasada la impresión que les produce la llegada del Circo y la presencia del fiero león, transforman lo que les queda de parque, en un campo de jugar pelota, con la fatalidad de que la pelota al rodar se les cae dentro de la jaula del león, entre sus fuertes patas, de donde tratan de sacarla con un madero, acción que enfurece al león, que rompiendo el madero se lanza contra los fuertes barrotes de la jaula tratando de seguirlos, acción ésta que provoca el pánico entre los concurrentes al parque, y que uno de los muchachos, en su nerviosismo, tome el pasador de la jaula, que al quedar abierta pone en libertad al león. ¡Se soltó el león! ¡Se soltó el león!, gritan todos, no tardando en quedar desiertas las calles de la Villa; sale en persecución del león las fuerzas del ejército, a los que se unen valerosos voluntarios, los que no encuentran el león, y sí el informe de que éste había tomado el camino de Cupeycillo, cuyos moradores no tardan en ser concentrados en la Villa; notándose la falta de uno de los vecinos del barrio de Cupeycillo, todos lo dan por muerto por el león, y para confirmarlo hasta su casa van los valerosos miembros del ejército, para encontrarlo sentado en la puerta del bohío, al parecer ignorante de la tragedia en que todos vivían por culpa del león escapado; le ordenan refugiarse en la Villa, que éste acepta todo asustado, y más al conocer la historia del feroz león, cuya existencia ignoraba, ofreciéndoles antes un poco de carne curada, boniato y leche, que todos aceptan y con gusto saborean; ya al salir del bohío es preguntado por qué no lleva con él el resto de la carne curada, apareciéndose ante todos con la carne y con la cabeza del león. Del león que había sido muerto por él desconociendo su fiereza y de cuya carne todos habían comido.

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