Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
Tarja colocada en la casa mayaricera de José Juan Arrom |
Mis primeros recuerdos son de
Mayarí, pues allí pasé mi niñez hasta los catorce años, cuando me fui a
terminar los estudios de bachillerato. La casa donde vivíamos estaba situada en
la calle Arcadio Leyte Vidal, la principal del pueblo, que llevaba el nombre
del patriota más importante del lugar. Por el frente la casa daba a la calle, y
por el fondo el solar descendía rápidamente hacia el manso y cristalino río
Mayarí. Pero en una estación de lluvias, cuando tendría yo como dos años,
llovió con tanta furia que el río se desbordó. Y cierto día, mirando por las
ventanas del comedor, vi que por el patio de la casaba pasaba un barco de vapor
tratando de subir contra la corriente, pitando y rugiendo porque el río se había salido de su cauce y la
inundación cubría todo el valle. (Años después supe que el barco se llamaba El
Rápido, y que hacía la travesía desde Mayarí, porque entonces el río era
navegable, hasta la desembocadura y luego cruzaba la Bahía de Nipe hasta
Antilla). Y pasaban, río abajo, árboles arrancados de raíz por la fuerza de la corriente,
restos hinchados de reses ahogadas, techos de gano de algunas casas de
campesinos y ramas desgajadas de las palmas reales. Y sobre el tronco de un
árbol caído, toda mojadita, iba una gallina negra que nunca olvidaré, la cual
esperaba que su barco de salvación la llevara a un lugar donde pudiera saltar a
tierra.
Si ese fue mi primer recuerdo, el
segundo fue un hecho que ocurrió poco después. Como vivíamos en la calle
principal, precisamente en el tramo entre el Ayuntamiento y la iglesia, mucho
de la vida del pueblo pasaba frente a mi casa. Acuérdate que cuando yo nací, en
1910, hacía apenas doce años que había terminado la Guerra de Independencia.
Por consiguiente, en Mayarí había muchos veteranos que pelearon en esa guerra,
y varios de ellos vivían al otro lado del río, en una verde vega donde
cultivaban tabaco y además tenían sus bohíos, sus conucos y su ganado. Y cuando
moría uno de ellos, cruzaban el féretro por el río y lo llevaban hasta la
entrada donde comenzaba la calle Leyte Vidal. Allí se ponía el féretro camino
al cementerio en un coche negro tirado por dos caballos, que a mí me parecían
entonces una cosa de maravilla. Detrás del coche iba la banda municipal tocando
una marcha fúnebre. Le seguían los parientes y dignatarios de la villa, y luego
un piquete del ejército con sus rifles preparados para hacer las honras
militares al fallecido. Después todos los campesinos venían a caballo en dos
larguísimas filas, una a cada lado de la calle. Y yo, que me sentía muy
patriota, quise ir a rendir los últimos honores a mi compatriota en un
caballito de palo que me habían regalado. Pero yo no tendría más de tres o
cuatro años y mis deseos fueron cancelados por mi niñera, una galleguita muy
cariñosa, que me dijo: “¿Di vas pequeñín?, los niños no van a esos entierros”.
Me tomó de la mano, me metió dentro de la casa, y yo me recuerdo al pasar
frente a un espejo, con la cara rojísima por la indignación, tocado con un
sombrerito de fieltro también colorado, y mi caballito de palo que ahora no
servía para ir a ninguna parte.
Cuando tenía como cuatro años nos
mudamos a la casa de enfrente, que era más amplia y sólida. Allí mi primer
recuerdo tiene que ver con el primer día en que fui a una escuelita que tenía
la señora doña Leonor Delgado en su propia casa, donde íbamos los niños del
barrio. El día que me tocó empezar, yo llevaba mi cartilla, mi pizarra y los
creyones en una bolsita tejida. También teníamos que llevar un asiento, que en
este caso era un pequeño banquito que cargaba la niñera. Allí me senté, y doña
Nona, como le decíamos cariñosamente, me pintó las primeras letras y me enseñó
por la cartilla, que empezaba: “Cristo ABC” con una cruz como símbolo de
Cristo. Y los niños cantábamos: “Cristo ABC, la cartilla se e fue, por la calle
San José…”, y por ahí seguíamos. Así, recitando todas las materias de memoria,
aprendí a leer, escribir y sumar.
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