Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
Muchas de las costumbres del pueblo
eran religiosas, porque era un pueblo católico. Nuestra familia era católica a
la manera cubana, que no era tan militante como en otros países. No había
ninguno de los que despectivamente llamaban “calambuco”, que era el que iba
todos los días a la iglesia. Nos bautizaban, hacíamos la primera comunión, nos
casábamos por la iglesia y se hacían misas de difuntos cuando alguno moría, (a
mi abuelo se le hicieron muchísimas), pero no era cuestión de ir a misa todos
los domingos. Nada de eso.
Mi madre sí, ella era muy devota de
la Virgen de la Caridad del Cobre. Había la costumbre, cuando se le pedía algún
favor a la virgen, de hacerle la promesa de llevar un hábito especial por un
año o dos. El vestuario de la promesa se hacía con una tela basta de rayas
azules y grises, y durante ese periodo las mujeres no se podían vestir con sus
grandes batas blancas de hilo y encajes, sino con el hábito de la Caridad. Y a
mi madre le gustaba hacer promesas y ponerse eso.
Además de las promesas, cuando se
moría alguien de la familia, se acostumbraba vestir de lito: zapatos, falda,
blusas, todo negro. El luto también tenía su régimen del tiempo que debía
llevarse, seis meses o un año. Yo esas cosas nunca las aprendí. Y después del
luto se vestían de medio luto, o sea, la ropa era una parte negra y otra parte
blanca o de telas blancas con unas florecitas negras. Y también había un tiempo
fijo que debía durar. Esa era la tradición.
Otra costumbre era que cuando una
señora daba a luz, le mandaban a sus amistades un mensaje, usualmente con el
hijo mayor o una criada especial que iba de casa en casa y decía: “Doña Anita,
vengo de parte de doña Marina a decirle que tiene otro criadito a quien
mandar”, frase que siempre era igual. Y como yo era el mayor, me tocaba ir con
el mismo cuentoa todas. Entonces me contestaban: “Ay, cuanto me alegro” y
“¿cuándo nació y cuanto pesaba y de qué color tenía el pelo?” y todas esas
cosas. Y ya esa señora sabía que al dedicarle el niño tenía ir a visitar a la
parturienta. Así que las veinticuatro horas después de anunciado el nacimiento,
la parturienta esperaba, muy cómoda en su cama, con el bebé en una cuna a su
lado. Y a la que visitaba se le brindaba una copita de aliña'o, o sea, aliñado, una bebida preparada con un buen ron al
que se le echaba una especie de cocimiento hecho de hojas de no sé qué, con
canela y azúcar. También le echaban ciruelas pasas, que le daban u gustico muy especial. Y tres o
cuatro meses antes de que naciera el niño, se hacían galones o garrafones de
aliña'o y se dejaba que se fuera añejando. Entonces cuando las
señoras venían decían: “Ay, Marina, que sabroso está tu aliña'o. Cuando yo tenga un hijo, tú me tienes que hacer el aliña'o”, y celebraban el bebé con el aliña'o.
Había muchas costumbres así, muy
agradable. Por ejemplo, la de celebrar la Misa del Gallo el 24 de diciembre.
Esa noche iban a la misa la mayor parte de los habitantes, especialmente los
muchachos y muchachas que iban a mirarse y a hacerse gracia. A las doce
“cantaba el gallo”. Entonces había un gran repique de campanas y todo el mundo
regresaba a su casa a cenar. La cena tradicional era arroz con pollo y guanajo
relleno, y para el otro día, un lechoncito asado. En fin, era una noche de
alegría.
No se daban regalos el día de
Navidad. Los niños recibían juguetes el seis de enero. Y no se los traía ningún
Santa Claus, sino los Reyes Magos que venían en sus camellos desde Belén, por
la noche, después que los niños dormían. Teníamos que cortar un poquito de
yerba del jardín y ponerlo en los calcetines para cuando llegaran los camellos
con hambre. Y al otro día, al despertar, encontrábamos que los camellos se
habían comido toda la yerbita, y en cambio habían dejado los juguetes que les
habíamos pedido a los Reyes Magos, que son Gaspar, Melchor y Baltazar. Y en la
tradición cubana, uno de ellos era negro, otro, aindiado, y otro completamente
blanco. Es decir, los tres colores que unidos formaban la población cubana.
Otra tradición de todo el pueblo, que
se guardaba estrictamente, era que el Viernes Santo nadie trabajaba. La
cocinera tenía comida fría del día anterior para no tener que encender el
fuego. No cocinaba. Y la criada de mano no barría la casa, simplemente hacía
las camas, y ya. Porque había que ir a misa, y me acuerdo que todos íbamos a la
iglesia que estaba a una cuadra larga de donde vivíamos. Seguíamos lamentando
la muerte de Jesús hasta el otro día, el Sábado de Gloria.
Y sobre todo, recuerdo las campanas.
El campanario de la iglesia de San Gregorio tenía varias campanas. Una gruesa
tocaba dobles cuando alguien moría, y durante el entierro se oía la campana
doblando. Otra más pequeña tocaba notas más altas que eran de alegría. Y esas
eran repiques. Y el Sábado de Gloria, a las diez de la mañana, empezaban a
repicar todas las campanas y los niños salíamos a la calle y gritábamos llenos
de felicidad: “Cristo ha resucitado” Costumbres antiguas que se conservaron
hasta principios del siglo XX que yo viví. Luego, todo eso ha pasado a la
historia.
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