Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
El teatro Presilla estaba a mitad de
la cuadra donde nosotros vivíamos, y allí se proyectaban películas todas las
noches. Imagínate que costaba solamente un real la luneta y un medio la
galería. Había dos tandas, una temprano y otra tarde. Íbamos todos los
muchachos, pagábamos un medio y veíamos películas de vaqueros y de indios. A
veces también de espías y ladrones, pero sobre todo muchas de vaqueros y de
indios. Nos encantaban. Había un vaquero llamado Tom Mix, que tenía un caballo
precioso y corría y cogía a todos los indios. Películas que además eran
silentes, con subtítulos, (estoy hablando de cuando éramos muchachitos, de eso
hace más de ochenta años). Tocaban pianola. Había una persona que le ponía el
rollo y a medida que éste iba dando vueltas, pues de alguna manera tocaba un
valse o alguna canción antigua que no tenía nada que ver con la película, pero
hacía ruido, que era lo importante.
Un hijo del dueño del teatro protagonizó un suceso trascendental, al extremo de que se inauguren estatuas suyas en Moa |
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En el teatro hacíamos aviones de
papel con los anuncios, subíamos a la galería y, tan pronto empezaba la
película, los lanzábamos. Entonces parecía como si el cine se volviera un circo
de pajaritos, porque se veían los avioncitos volando por la luz del proyector
del cinematógrafo. Y le caían los pedacitos de papel a las muchachas y nos
moríamos de risa. El dueño del acueducto, que se llamaba Federico Villoch,
tenía una calvicie que a la luz del espectáculo brillaba, y era como un blanco
para los aviones. Él no sabía que se los dirigían a su calva; además, no
siempre le daban. Unas veces llegaban y otras no. Y él sabía que eso era parte
de la fiesta. No había mala intención, sino boberías de muchachos.
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