Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
José Juan Arrom |
Al llegar al puerto de Boston fui
directamente a Mount HermonSchool de nuevo. Ingresé en septiembre de 1932,
precisamente, y ya comencé otra vida. Ahora era el muchacho que iba a estudiar
en los Estados Unidos. Hice dos años más de bachillerato y me gradué con un
título norteamericano en la primavera de 1934.
Era un colegio con un estudiantado
muy variado, porque había muchos alumnos extranjeros, entre ellos media docena
de latinoamericanos. Casi todos éramos cubanos. Estaba José Gómez, de Santa
Clara, y un muchacho de La Habana de apellido Fernández. Había otro de Pinar
del Río llamado Alfredo Herrera, cuyo padre era un juez de la Corte Suprema de
esa provincia. Le decíamos Herrerita y también otras cosas peores porque él
creía que era un Hércules; se las daba de ser muy fuerte y le pusimos de apodo
Herculito. También estaban otros de Asia y de Europa, y hasta un muchacho
musulmán del Medio Oriente, muy buena gente. Pero, sobre todo, predominaban los
norteamericanos, casi siempre muy religiosos, porque Mount Hermon había sido
fundado por Dwight Moody, un gran predicador del siglo XIX. Así que era un
colegio con tendencias religiosas, y algunos de los estudiantes después
terminaban haciéndose ministros protestantes.
Yo me sentí muy a gusto en ese
colegio. Como había tantos muchachos de todo el mundo, los otros estudiantes me
aceptaban como a cualquier otro. Además, me acompañaba mi hermano Roberto, que
ya había empezado a estudiar allí también, y se graduó el mismo año que yo.
En Mount Hermon estudié lo necesario
para ingresar en una buena universidad, es decir, Literatura inglesa, Química,
Física. Repetí las Matemáticas, aunque ya las sabía. Pero me pusieron a
estudiar Historia de los Estados Unidos con una señora que no sabía historia y
con un texto que no servía para nada. Así que fui a ver al decano para pedir
que me cambiara de ese curso. Y él me dijo: “Pero, ¡cómo va usted a decir que
el texto está equivocado, si acaba de llegar y sabe poco?”. Le respondí: “No,
yo sé bastante de lo que sucedió en Cuba durante la guerra del 98 y de lo que
sucedió después. He leído esa parte del libro y está completamente equivocada.
Déme mejor otro curso de Inglés”. Al principio dijo que no. Entonces trajeron a
José Gómez, que era uno de mis amigos, para que tradujera lo que yo quería
decir, porque parece que no había sido bastante claro. El decano insistía en
que era muy importante que yo supiera historia y biología. Y le dije: “Pero
mire, en Biología yo le había dicho al señor profesor que me interesaba mucho
la teoría de la evolución, y me dijo que él no enseñaba esa teoría, sólo la
creación del hombre de acuerdo con la Biblia”. No me atreví a sonreír, pero
añadí: “Tampoco quiero ese curso”. Entonces el decano me dijo: “usted es el
estudiante más independiente que yo he tenido en esta escuela desde que soy
decano. Pero si no quiere seguir esos cursos, siga otro de Inglés y uno de
Química, que allí no hay ningún dato histórico”. Y le dije: “Bueno, muy bien”.
Aún así pasé trabajos, sobre todo con
el idioma, y mientras tanto, tenía que vérmelas con el diccionario. Recuerdo
que cuando seguía el curso sobre el teatro de Shakespeare, tenía un compañero
que vivía en una habitación frente a la mía y que me molestaba muchísimo. Le
gustaba venir a hacerme preguntas que no tenían nada que ver con el curso: que
cómo era Cuba, que cómo se vivía en Cuba, y cosas así. En una ocasión le dije:
“Mira. Por favor, yo tengo que estudiar el doble de lo que estudias tú, porque
tengo que buscar palabras en el diccionario y eso me lleva mucho tiempo. Por
favor, cuando yo esté estudiando, no me vengas a hacer esas preguntas porque yo
necesito ese tiempo”. Pero el muchacho no entendía. Y un día le dije: “Vete de
aquí, no me molestes”. El seguía. Entonces intenté espantarlo con unas palabras
que había aprendido el día anterior en una obra, y muy enojado le dije:
“Gettheehence, thourump-fedrunyon”. Y el muchacho se rió a carcajadas y me
preguntó: “¿Eso es español?”. Al otro día fui a ver al profesor y le dije:
“Mire, el inglés que estoy aprendiendo no me sirve para nada. Fíjese lo que me
pasó anoche…”, y le hice el cuento. Entonces me contestó: “Te voy a dar una
frase que va tener efecto”, y me la escribió en un papelito. Es anoche, cuando
el vecino vino a molestarme, le dije “Seram”. Y tuvo un efecto maravilloso. El
muchacho se fue, con el rabo entre las piernas.
Al otro día le dije al profesor que
ése era el tipo de inglés que yo quería aprender. El se sonrió y me dijo:
“Bueno, eso en inglés se llama slang”. Entonces me enseñó algunas frases que
estaban de moda, como He ismysidekick, para decir “es mi amigo íntimo” p I am
ontherocks, que quiere decir: “No tengo dinero”. Pero un día solamente recordé
lo del pedazo de piedra, y dije: I am onthestones”, y se rieron. Así es que
seguía siendo el cubanito que todavía se confundía al hablar inglés-
De esta forma me fui adaptando. Pero
a veces me constaba trabajo, por ejemplo, con la comida. Había abundantísima
lecje –porque el colegio tenía su propia finca ganadera con muy buena vacas
lecheras-, mucho helado, muy buen mantecado. Pero algunos platos me parecían
raros, sobre todo los Boston bakedbeans que nos daban todos los sábados. Tenían
fama de ser estupendos, pero a mi no me gustaba que en lugar de sal le ponían
melado, o molasses. Y me decía: “Pero, ¿esta gente está loca?, ¿quién ha visto
frijoles con dulce?”. Y lo que más me molestaba era que no sólo había que
comerlos, sino sentirse patriota y decir que eran los mejores frijoles que se
comían en el mundo. Y yo los detestaba,
Viviendo en un país tan distinto al nuestro,
Roberto y yo tuvimos que aprender muchas cosas nuevas. Un día, al salir del
dormitorio para ir a desayunar en el comedor, Roberto vio un pequeño animal
blanco y negro, lindísimo, que después supimos que era una mofeta o zorrino. Él
se acercó al animalito diciendo: “!Que bonito animal!”. Y éste lanzó un chorro
de almizcle que lo dejó tan apestoso, que en vez de ir a comer tuvo que
regresar al dormitorio para quitarse la ropa y bañarse, porque el mal olor era
insoportable. Y nuestros compañeros se reían de los dos muchachos cubanos que
no sabían lo que hacían los zorrinos. Fue otra de las novatadas que tuvimos que
pagar.
Y pasé por muchas otras aventuras
tratando de componérmelas lo mejor que podía. Recuerdo que en cierta ocasión,
un día de invierno con sol brillante, salí a patinar en el lago helado sin
sombrero ni bufanda, porque me pareció un día precioso. Pero la temperatura era
de 5 Fahrenheit bajo cero, y sin darme cuenta se me congelaron las orejas y la
narzi. Cuando me vieron mis compañeros, me dijeron: “!Cuidado, cuidado! No te
toques. Vete inmediatamente a la enfermería”. Fui allí y me curaron según su
costumbre, y volví a mi habitación a esperar que se deshelaran esas partes. Así
aprendí a tenerle respeto al frío de Nueva Inglaterra sin confiar que el sol
calentara como en los inviernos tropicales.
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