Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
La tienda de mi padre se llamaba El
Navío. Ahora, ¿cómo vino a tener ese nombre? Resulta que cuando papá fue a La
Habana a comprar las primeras cantidades de artículos para poner su negocio,
empezó en una casa donde le vendieron casi todo lo que necesitaba. Y luego fue
a otra casa cuyo dueño era muy amigo de su primo, pero ya le quedaba poco que
comprar. Entonces compró todo lo que pudo, y le dijo al dueño: “Mire, yo sé que
mi primo lo admira muchísimo a usted, así es que, como yo no he podido comprar
más para abrir mi negocio, le voy a poner el mismo nombre del suyo: El Navío”.
Y ése fue el nombre con que quedó la casa hasta que cerró por la mudada de mi
padre a Holguín, en sus últimos años.
Mi padre conocía a todo el mundo en
Mayarí porque por su tienda pasaban desde los campesinos hasta los señores más
destacados. El Navío vendía ropa de muchas calidades y precios. Tenía una gran
variedad de telas, que venían enrolladas y se vendían por vara. Además, había
un sastre que se encargaba de hacerle el traje al que comprara allí la tela.
También se vendía alguna ropa hecha, sobre todo camisas, y toda clase de
zapatos de hombre y mujer. Y se vendían sombreros de paja italiana, que estaban
muy de moda para los jóvenes, y también los que llamaban sombreros de Panamá,
que no eran de Panamá, sino del Ecuador, y otros más baratos, preferidos por
los campesinos para vestir, en lugar de los de yarey con que trabajaban en el
campo. También los había muy finos, que eran los preferidos de los caballeros
cubanos para usar con sus trajes blancos hechos de un dril irlandés de hilo al
que llamaban dril cien, y que era lo más elegante que uno se podía comprar.
Mi papá siempre saludaba a los que
venían a comprar: “Hola, les decía, ¿cómo le va” Algunos le respondían: “Aquí
en la lucha”, y los campesinos respondían: “Regularcito, señor, regularcito”.
Sus compatriotas españoles lo saludaban muy afectuosamente y a veces comentaban
la última noticia de la guerra española en Marruecos, o de la Primera Guerra
Mundial. Se sentaban en unos cómodos sillones y se ponían a conversar.
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