Por Pedro Ortiz.
(Donde se narra cómo supone el escritor que fue de drámatico el primer encuentro entre aborigenes y conquistadores españoles)
Nada más mirarla el Rodrigo Jerez de Ayamonte y empieza a murmurarme, con los ojos encendidos, que desde que salimos de las islas no veía mujer y que se le habían abierto las ganas de holgar con ella, de verle la cara a Dios o de afilar la espada, como dicen los de baja condición en su germanía. Yo, que la última vez lo había hechos con una mozalbilla andaluza allá en Palos, no quise de principio por respeto a las órdenes del señor Almirante que eran las de no tomarle nada por fuerza ni de enfurecerlos ocupándonos de sus mujeres. Pero él respondió que éramos dos y podíamos domeñarla fácil y así seríamos los primeros de la marinería en probar aquellas hembras semejantes a las canarias, porque de seguro ya los señores lo habían hecho y que cuando empezaran a tomarlas nos dejarían a las más ancianas, sin dientes y arrugadas. Yo no quería, al Altísimo pongo de testigo de mis palabras y arrepentimiento, pero la serpiente de la tentación trabó mi lengua.
(Donde se narra cómo supone el escritor que fue de drámatico el primer encuentro entre aborigenes y conquistadores españoles)
Pedro Ortiz |
Vi muchas
cosas, sí, señoría, pero a mi lo que más se me quedó en el seso de mis andanzas
por las tierras nuevas que descubrió para nuestras serenísimas majestades el
señor Almirante don Cristóbal Colón, fueron sus naturales llenos de inocencia,
sin maldad, como pequeñuelos a quienes había que conducir de la mano; las
arboledas y verduras como en el Paraíso antes del pecado original y los perros
que nunca ladraron. Fui de marino y lengua en la nao capitana desde que salimos
de Palos en el viaje hacia lo desconocido. En la primera isla vista, cuando ya
nos creíamos perdidos, no bajé ni en otras más pequeñas que topamos porque no
me tentó la curiosidad, sino en la de Cuba. Allí, entre un río y la playa, en
la tierra fertilísima que se levanta desde la misma orilla de la mar, ordenó el
Almirante extirpar la hierba y talar los árboles, plantó la
Santa Cruz y también las horcas y el pendón
de Castilla y Aragón, y encomendándose a Dios la bautizó con el nombre de
Juana, y tomó posesión de ella para nuestros Reyes Católicos.
Días
después, estando surtos en una abrigada bahía, torné a bajar por indicación del
Almirante. Fuimos Rodrigo Jerez de Ayamonte y yo, Luis Torres de Murcia, judío
converso porque mi padre así lo prefirió cuando el edicto de expulsión, para no
dejar la tierra donde nuestra generación se había asentado desde hacia siglos.
Salimos de la carabela al alborear, con otras dos lenguas indias, y yo
preparado, pues sé hebraico, caldeo y aun algo de arábigo, además de la lengua
castellana que es la de mi niñez.
Seguimos
primero el curso del río que en aquella ensenada desaguaba, que los naturales
llamaban Gibara. Caminamos por la margen izquierda hasta un cerro largo y de
poca altura a cuya vera surgía un manantial hediondo de aguas clarísimas donde
había muchos indios, así hombres como mujeres, mancebos y rapazuelos, todos los
cuales se embadurnaban los cuerpos con el lodo ceniciento de aquel charco que
por su olor a azufre me pareció a ni ser la morada del de las pezuñas de cabra
y alas de murciélago. Ellos se fregaban con él pechos y espaldas, brazos y
piernas y tragaba buches de agua, creo que para medicinarse. Los miembros no
tenían ni blancos ni negros, ni loros, sino como atiriciados o membrillos
cochos. Luego se lanzaban al río limpio como una fuente de montaña para
enjuagarse. Nos hicieron reverencias y siguieron en su juego y otro de ellos
nos llevó en su barquichuela al lado derecho.
Tomamos
un sendero ancho y de tierra dura, como muy frecuentado, guardado por árboles
muy frondosos, con una sombra y un fresco pastoriles, y el cielo azulísimo y
despejado y el sol, que casi no se veía por el follaje como tejido. D estos
algunos árboles con frutos, de ellos otros en flor, así que todo era verde.
Vimos otros muchos indios con sus artes de pesca al hombro, hachas y cuchillos
que eran hechos de piedras filosas con mangos, tan gentiles y bien labradas,
señor, que era maravilla ver cómo sin hierro las podían hacer y en qué tiempo.
Les dábamos de las cuentecillas que nos entregara el Almirante para rescate y
ellos de sus vituallas para confortarnos y agua para beber, que no tenían otra
cosa, y de los idolillos que traían colgados en collares, y pedazos de oro que
se ponían en las narices y orejas.
Anduvimos
en la jornada unas doce leguas hasta una población de cincuenta o sesenta casas
amplias y de gran cantidad de vecinos. Estaba, como todos sus pueblos que vi,
en la corona de un cerro de mediana altura, quizás cuidándose de los diluvios
que por esas islas llueven, de cara al valle de muchos ríos y arroyos. Fue de
maravilla ver la fiesta que formaron y oír las gritas y placeres que hacían, y
los principales nos cargaron y llevaron a una de sus enormes cabañas y nos
dieron asientos hechos de un solo tronco, como animalejos infernales de cuatro
patas, labrados y pulidos. Vinieron primero los hombres a vernos y a conversar
en su lengua con los de Guanahaní que llevábamos, asombrados, y después
entraron las mujeres y sonreían y nos tocaban para ver si éramos como ellas, de
carne y huesos, y nos besaban, y el Rodrigo les palpaba las tetas paradas y las
naturas de pelillos bien dispuestos, renegridos y brillantes como frotados con
algún ungüento oloroso, porque en su mayoría andaban desnudas como las parieron
sus madres, y eran muy galanas, y el cuerpo de fina hechura, de bellísimas
piernas, piel dura y desbarrigadas, al igual que los hombres. No había sin
pelos en la cabeza, aunque sí eran desbarbados los hombres, todos con los
dientes completos, blancos, parejos. Las mujeres, vuesa merced, aún me
estremezco, si las hubiese visto entonces lo creería, de senos duros y
redondos, muy bien hechos, y aún las recién paridas los tenían tiesos y el
vientre sin arrugas, que yo las vi con estos ojos que se ha de comer la tierra.
Y todos con las orejas y el tabique de la nariz horadados, como ya le conté a
vuesa señoría, de los que pendían figuras de animales, caratonas y de hombres
en cuclillas, que era la manera que tenían de acomodarse para hablar largo
entre ellos, y también de mujeres con la fruta abultada, que debían ser amuletos
para que parieran mucho, como los que venden las encantadoras, que Dios
condene, en Castilla y en Guinea. De hueso y conchas eran aquellas diabluras, y
de piedras negras y verdes bien pulidas, de las mismas con que hacían sus
herramientas, y pedazos de oro que creo sólo tenían por cosa gentil, no de
riqueza, sino por buen parecer, porque se los pedíamos y nos lo daban de grado
y por las contezuelas que nos dio el Almirante para comprar comida, que nunca
nos la cobraron, y así pudimos sisar para nosotros algunos trozos del dorado.
Salimos
de la casa de noche, y a la luz de la luna y de sus candelas, nos sentamos en
la plazuela que era de arcilla bien apisonada y barrida, con las moradas
alrededor formando un círculo. Nos dieron de unas raíces grandes y
blanquísimas, cocidas unas y otras hechas a manera de pan liso y sabroso, y
pescados asados y aves con guisos agradables, y al final los hombres sacaron
unas yerbas secas envueltas en otras hojas secas que dijeron tabacos en su
lengua, como mosquetes de los que hacen los muchachos la Pascua del Espíritu Santo,
y encendido por una parte de él, por la otra chupaban, sorbían o recibían con
el resuello para adentro su humo. No sé qué dicha o provecho sacaban de ello.
Yo no quise probar, pero el Rodrigo sí, y dijo que se le adormecieron las
carnes y casi se emborrachó como si se hubiera empinado una bota entera y le
entraron bascas, y tambaleándose, fue motivo de gran regocijo para los del
pueblo que lo vieron regurgitar los manjares que había tragado.
Otros días,
que estuvimos cuatro con tres noches allí en Mayabe, que era el nombre que le
daban a su caserío, rescatamos oro, y nos regalaron y descansamos en sus camas
colgantes. Vimos y probamos otros ricos frutos del país y animaluchos que
comían y perros que criaban, creo que para comer también, que no ladraban,
señoría, aunque los azuzaran, muy dóciles, como sus dueños, la hechura como
unos gozques, pero más grandecillos, meneaban lindo sus rabos y yo les abría la
boca para ver si les cortaban la lengua, pero las tenían. Cogíamos sus lanzas,
azagayas y largas y agudas flechas de madera, con las puntas tostadas al fuego,
muy endurecidas, como hierros, y les mostrábamos nuestras espadas, hachas y
lanzas y los inocentes las agarraban por el filo tajándose las manos. Vimos
también la manera en que sembraban sus nabos y otros frutos, pues eran
labriegos muy diestros, aunque solo removían la tierra con sus palos y hacían
unos montículos en los cuales plantaban.
Por el
Rodrigo, al cuarto día, fuimos a una casa que señalaron y dijeron bahareque,
algo apartada del pueblo, pero en el mismo promontorio, con sus maderos
apoyados en la tierra y el techo cobijado de las hojas de sus altas palmeras.
Creo que lo tenían como lugar de adoración o santuario para reverenciar a sus
dioses, porque estaba llena de imágenes feas y ojudas hechas de troncos de
árboles o en bloques de piedra que sahumaban con grandes hojas que por su
fuerte olor debían ser las mismas con que hacían sus dichos tabacos. Estaba
allí una mujer muy hermosa que seguro era la ensalmadora que atendía el
templete y que nos recibió como lo hacían todos los indios.
Atabeira, diosa madre en el panteón de los aborigenes del Caribe |
Nada más mirarla el Rodrigo Jerez de Ayamonte y empieza a murmurarme, con los ojos encendidos, que desde que salimos de las islas no veía mujer y que se le habían abierto las ganas de holgar con ella, de verle la cara a Dios o de afilar la espada, como dicen los de baja condición en su germanía. Yo, que la última vez lo había hechos con una mozalbilla andaluza allá en Palos, no quise de principio por respeto a las órdenes del señor Almirante que eran las de no tomarle nada por fuerza ni de enfurecerlos ocupándonos de sus mujeres. Pero él respondió que éramos dos y podíamos domeñarla fácil y así seríamos los primeros de la marinería en probar aquellas hembras semejantes a las canarias, porque de seguro ya los señores lo habían hecho y que cuando empezaran a tomarlas nos dejarían a las más ancianas, sin dientes y arrugadas. Yo no quería, al Altísimo pongo de testigo de mis palabras y arrepentimiento, pero la serpiente de la tentación trabó mi lengua.
Ella
estaba confiada y a su lado tenía un perro de aquellos mudos que el Rodrigo,
por maldad y amedrentarla, decapitó de un tajo sin un gemido de la bestezuela,
y luego empujó a la mujer al interior de la choza y la tiró en el piso, y yo le
sujeté los brazos y él le rasgó la fina telilla que la cubría del vientre a las
rodillas, y le abrió las piernas y se le tiró encima. Arriba de ella le mordió
las tetas paraditas y yo la solté porque no hacía falta ninguna, porque no
hacía resistencia. Estaba quieta, igual que un animalito casero, indefensa como
una ovejilla enferma, nada más con ronquidos, como si la aquejara una enorme
pena, y no cerraba sus grandes ojos negros que se le saltaban de las cuencas.
Cuando él
terminó me dijo que ahora tú y se apartó y yo me subí en ella y ella siguió sin
moverse. Tenía la güeba cubierta de un velloncito áspero como crines de yegua y
el coño estrecho, apretado, como de virgen recién rehecha por alguna diestra
alcahueta cosedora de virgos y no hubiera soportado un momento antes la verga
del Rodrigo, larga como de un codo y gruesa, y que para diversión de la
marinería usaba a veces en la nao para redoblar en un tambor.
Yo,
señor, que el Supremo juzgue y perdone mis pecados, por lástima a la
pobrecilla, le tocaba suave la cara y olía su olor a yerbas aromáticas de la
tierra, mezclado a los hedores terribles del Rodrigo y a los de mi propio
cuerpo, pero me refocilé con su angostura caliente que me entibiaba el miembro
y todo el cuerpo hasta que con el movimiento de un enfermo del mal de San Vito
la regué con mi semilla.
El me
apartó embrujado y se encaramó de nuevo, como un loco, y le clavaba las uñas en
la espala y se convulsionaba poseso, y de sendas mordidas le arrancó los
pezones y se bañó el rostro con su sangre y luego le empezó a apretar el
pescuezo. Buscando el alma que se le escapaba, ¿la tendrían los indios en
realidad, señor, o como no estaban bautizados en la verdadera fe carecerían de
ella?, en su pataleo agónico la maga derribó uno de aquellos grandes bloques de
piedra de figura horrible que le cayó por la parte del rostro en el tobillo
derecho al Rodrigo, en el mismo momento en que él se vaciaba y la hechicera
daba su última boqueada. Su bramido de angustia y despedida fue parejo al ronco
alarido, casi relincho de placer y de dolor que dijo él bajo el pesado
pedrusco, y yo se lo quité de encima y lo puse en pie, tambaleante, como un
borracho.
Huimos de
allí por temor a lo que nos pudieran hacer los indios, dejando a nuestras dos
lenguas. El camino de vuelta lo hicimos temerosos de los ruidos y de que sus
perros mudos nos olieran y encontraran. Nos escondíamos entre las arboledas,
lejos de los senderos, yo con el Rodrigo y todas las armas a cuestas, porque él
no podía apoyar el pie herido. Perdidos de día y por las noches mirando por la
estrella para tornar a los bajeles. Me preguntaba el Rodrigo por qué los perros
no ladraban si eran iguales a los de Castilla. Yo le contestaba que porque sus
amos no tenían riquezas que guardar ni había fieras en el país de las cuales
proteger o prevenir al pueblo ni otras gentes que ambicionaran convertirse en
dueños de las cosas porque me pareció que todo era de todos y lo usaban y
repartían en buena voluntad, como en la edad dorada, que ninguna persona sabía
decir esto es mío. Por eso, pensaba yo, no habían sido enseñados a ladrar. Pero
el Rodrigo blasfemaba y decía que mis razones eran imaginarias de cantador de
romances y escribidor de novelas de caballería.
Por el
río, junto al manantial fétido, el Rodrigo tomó de la lama verdiblanca que
cubría el agua y se la puso como compresa en la herida y en la pierna y decía
que la humedad de aquella manteca lo refrescaba, que ardía como si el verdugo
lo tostase a fuego lento en una parrilla. Escapamos de la ira de los naturales
a uña de buen caballo y, con el favor de Dios, después de muchas fatigas y
desvelos regresamos salvos y encontramos a todos los nuestros que tenían un
gran temor por nosotros, pensando que habíamos muerto.
A bordo
lo tentó al Rodrigo el cirujano de la armada y lo sangró, dijo que para
extraerle los malos humores. Cuando lo punzó en la oreja izquierda, para
hacerle la sangría, el Rodrigo protestó porque dijo que de ahí lo dejaba sin
fuerza en su natura y lo iba a agujerar, y es cierto, según lo cuenta el sabio
Galeno, que a los naturales de Scythia para curarlos e la cojedad por andar
siempre a caballo, sángranlos de ambas dos venas detrás de las orejas.
Sucédeles flaqueza y cuando quieren tener secreta conversación con sus mujeres,
se hallan estériles. Inhábiles para ser casados toman hábitos de mujer, así en
hablas como en obras, y hacen los femeniles oficios, no por el vicio nefando,
sino d honestidad. Pero en el Rodrigo era de ver cómo su natural lascivo y
desenfrenado se imponía a su cuerpo maltrecho y doliente, todavía en su
lamentable estado, abrumado de desdichas. Luego de sangrarlo, le echó el físico
vinagre y sal en la herida y se la cubrió con un unto más pestilente que el
lodo del charco de Satanás y mandó a guardarlo bien arropado porque dijo que
las enfermedades se agravaban con el aire.
Yo, como
buen cristiano nuevo, celoso observador de mis deberes y mandamientos de la Santa Madre Iglesia, al otro
día fui a confesarme con fray Jerónimo Monso de Cieza, nuestro padre, y le
conté lo de la india. Dijo él que habíamos tenido comercio carnal con un
súcubo, el Maligno bajo presencia de hembra. Yo callé contrito y él me dio la
absolución y mandóme decenas de rosarios como penitencia, pero a ellos los
había oído hablar mientras tomaban vino y decían al Almirante que las indias en
el hecho parecían amaestradas en la mejor de las escuelas para rameras de
Nápoles. Aunque el Almirante era piadosísimo y cumplidor de todos los católicos
preceptos, un ajustado varón de virtudes, y de él no se podía decir nada más
que nunca había nacido hombre tan magnánimo e inteligente en cuanto a
navegación, ya que tan solo al ver una nube o una estrella o mirando el vuelo
de las aves, como los augures de la antigüedad, sabía lo que debía seguir o si
debía de haber mal tiempo; él mismo daba órdenes y estaba al timón, y tan
pronto pasaba la tempestad, él izaba las velas y los demás dormían. Tuvimos la
vida en sus manos y él nos la conservó, y no le quedaban horas sino para
aquellos negocios y no para refocilarse con aquellas idólatras. Puedo decirle
que a pesar del temor de todo nosotros y de las bravatas de los deslenguados
marineros cántabros que se amotinaron en la Santa María, alarmados y
clamando por el retorno, poniendo en peligro el descubrimiento él condujo la
armadilla a las Indias con una seguridad tal que nos pareció que antes había
hecho el mismo viaje o tuviese el derrotero a seguir pintado con ate en sus
cartas de marear. Don Martín Alonso Pinzón lo ayudó mucho en aquel trance y le
gritaba desde su barca que colgase del palo mayor a tres o cuatro de los más
alborotadores. Le dieron tres días de prórroga para hallar sus islas y él solo
necesitó dos, pues el doce de octubre avistábamos la primera tierra y de
rodillas, llenos de lágrimas de agradecimiento, cantamos a coro en las tres
barcas gloria in excelsis Deo.
Decía el
cojuelo Rodrigo que aquel demontre de la casucha lo perseguía acompañado del
perro que no ladraba y él degolló, que le enseñaba los dientes albos y no lo
dejaba ni de día ni de noche, y que el luzbel le abría su horrenda boca de
piedra y le pedía el alma, que él no se la había vendido, y lo amenazaba con
masticarlo igual que si hubiera sido cecina. Fray Jerónimo, que fue exorcista
de la Suprema
en Toledo, lo rociaba con agua bendita cuando él comenzaba a blasfemar, rezaba
y gritaba más que el Rodrigo para obligar al del horrible nombre, al Mono de
Dios, a que abandonara el cuerpo de aquel cristiano viejo que se mofaba
sacrílegamente del servicio divino, escupía la
Santa Cruz y la pisoteaba. Aunque yo sigo
creyendo, aún ahora, vuesa merced, y Dios quiera que la Hermandad no lo tome a
mal, que no era el demonio, sino el lodo apestoso que le emponzoñó la herida,
que la tenía bermeja, y la pierna hinchada , ajamonada y hedionda como pescado
podrido, y se le iba subiendo la color, y todo su cuerpo ardía no con el fuego
del de los cuernos y el rabo largos, sino por las fiebres que lo abrasaban y lo
iban sacando de sus cabales.
Me
interrogó el buen padre y me preguntaba que si el Rodrigo había manifestado que
el Gran Velludo le había pedido que le besase el culo, que según él es la forma
en que sellan los pactos los hechiceros cuando le entregan su alma a Lucifer.
El sí besó aquí, allá y acullá, pero a la india, no al lascivo y feo, al astuto
y cruel, al despiadado. Quiso el fraile hacer un auto de fe y el Almirante lo
autorizó porque decía que si declaraban al Rodrigo hereje impenitente lo
esperarían la excomunión y la hoguera en aquellas tierras que se recuperaran
para el Señor, porque él era el representante de la Santa Inquisición y quería ser
un bálsamo contra las lacras espirituales, la voz que salvaba y reconquistaba,
no la que perseguía, vengaba y castigaba, sino curaba las almas atrapadas por
el de los ojos de brasa, para volver a los posesos a su cordura, a la sumisión,
a la gratitud y obediencia a la iglesia.
Una
mañana, con el Rodrigo vestido con un sambenito de estrecho atado al palo mayor
de la Santa María,
con la pierna destilando humor y el mal que se le había corrido ya para la
pierna izquierda, el padre Jerónimo, delante de las tripulaciones de las tres
carabelas, dio un sermón y gritó en romance el exorcismo para expulsar al
Demonio.
¡Vete,
decía, espíritu malo, lleno de falacia y desafueros; vete, engendro de la mentira,
proscrito por los ángeles; vete, serpiente, encarnación de la astucia y la
rebeldía; vete, expulsado del paraíso, indigno de la gracia divina; vete, hijo
de las tinieblas y del fuego subterráneo que jamás se apaga; vete, lobo rapaz y
supino, colmado de ignorancia; vete, demonio negro; vete, espíritu de herejía,
aborto del infierno, condenado al fuego eterno; vete, animal ruín, el peor de
todos los existentes; vete, ladrón y rapiñador, rebosante de voluptuosidad y
codicia; vete, jabalí salvaje, espíritu malo, condenado al suplicio sin fin;
vete, sucio seductor y borracho; vete, origen de todos los males y crímenes;
vete, monstruo del género humano!.
Pero
terminó y no surtió efecto el exorcismo y el padre Jerónimo, furioso, con el
crucifijo en alto, le gritó que Dios se apiadara de él porque Satanás había
poseído su alma en la tierra como la poseería cuando muriese. Con esa fuerza
extraordinaria de los endemoniados, partió una mediodía los cabos que lo
ligaban el Rodrigo y se lanzó a la mar lleno de tiburones que lo sumieron en
las profundidades e hicieron festín de su cuerpo infecto, de sus piernas
podridas hasta la ingle, y no se vio más ni un hueso ni uno solo de sus
cabellos, para consternación del fraile que no le pudo arrancar su
arrepentimiento.
No, no
señor. Gente que tenía un solo ojos en la frente y hocico de perro, que se
decía habitaban por esas islas y tierra firme no los vi yo, ni tampoco los
puercos del Darién, que tienen el ombligo en el espinazos y por allí mean, que
oí decir al piadosísimo don fray Bartolomé de las Casas, sí, el que defendía
sin disimulo a los indios y hartos enemigos tuvo por esa razón. Sí vi a otros
que llamaban caníbales y caribes y eran los más feroces de dichos indios, y
asaltaban las islas en sus canoas, y se llevaban cautivos y a los hombres los
castraban, que yo los vi sin sus naturas y las heridas aún verdes, para
engordarlos y después comérselos en sus convites. Por esa gran herejía teníamos
licencia para capturarlos o matarlos si se resistían. Los herrábamos en la
frente y los traíamos a España para venderlos como esclavos, aunque no servían
para trabajos pesados, y cuando entrábamos en las aguas éstas, el frío los
empezaba a matar y muchos cadáveres que lanzamos al mar.
Gracias
vuesa merced por el vino. Sí, di varios viajes y estuve de nuevo en Cuba, en La Española y en México con
Garcí Dolguín cuando enviaron por el señor Cortés, pero envejecido y perdido en
los dados hasta el último maravedí de los muchos castellanos de oro que me
correspondieron en los repartos, me vine definitivamente para la tierra. Aquí
los que no me conocen y que oyeren estas cosas, me tendrán por prolijo y por
hombre que he alargado algo, pero a Dios pongo por testigo que no he traspasado
una jota los términos de la verdad de lo ocurrido del primero al seis de
noviembre del año del Señor de 1492 en mi primer encuentro con los naturales y
en las jornadas siguientes. Aunque a veces no sé si es por el vino o porque la
sangre se me ha enfriado en este cuerpo viejo, que me parece que yo soy yo y
también soy el Rodrigo, y que un perro me muerde la ingle en silencio, mientras
una caratona abre sus fauces de piedra y amenaza con triturarme los huesos.
Leer además: Desmesura gigantesca. Colón y Gibara
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