Lidia Doce, la mítica mensajera del Che Guevara en la sierra durante la revolución que comandó Fidel Castro, era hija de Teresa Sánchez Ávila y el comerciante de origen español, Claudio Doce Gómez, ambos vecinos de Velasco, Holguín, donde se conocieron y donde se casaron. Pero el matrimonio residía en Mir, que era donde Claudio poseía una finca pequeña y después una bodega, o tienda, como es más común que se diga por estos lares.
Antes de la tienda de Mir,
el padre de Lidia tuvo una en Velasco, pero un incendio la destruyó. Entonces Claudio
compró en Mir donde vivía Justa, su hermana, que era dueña de una fonda que se
llamaba La Cuba. La
tienda de Claudio en Mir estaba a unos cien metros del apeadero del ferrocarril
y se llamaba “La Casa Verde”.
Tres fueron los hijos de
Teresa y Claudio. Los tres nacieron en Velasco adonde iba la madre a parirlos,
porque allá estaba su familia. y cuando los niños alcanzaban dos o tres meses,
volvían a Mir. Primero nació Alfonso, luego Pablo y finalmente Lidia, que nada
más había cumplido dos años cuando su padre murió.
Además de la tienda,
Claudio Doce se dedicaba a embarcar plátanos en un tren de carga junto a Manuel
Prendes que era su socio en este negocio. Un día el tren llegó con una sola
casilla libre. Claudio propuso que cada uno cargara media casilla, pero Prendes
no quiso. Discutieron. Prendes sacó el revólver y con el cabo le pegó a Claudio
en la cabeza. Una hemorragia le arrancó la vida. A Prendes lo encausaron y lo
llevaron a la cárcel, pero una amnistía del gobierno de Menocal lo dejó en
libertad. Pocos años después Prendes tuvo una discusión con un Teniente del
Ejército que lo mató allí mismo donde él había matado a Claudio Doce.
En la fotografía el legendario Hotel Rif de Mir, propiedad de la familia Doce. Para leer más haga clic aquí
Después de la muerte del
padre, la familia Doce comenzó a padecer una pobreza absoluta. Todo lo fueron
vendiendo hasta que nada más quedó la casa. Luego la viuda, muy joven aún, se
casó con Antonio Parra quien era un hombre muy pobre, era su trabajo vender
agua en un carretón. La familia fue a vivir al batey del central San Germán,
donde le nacieron ocho nuevos hijos.
Si importarle la pobreza, Lidia
siempre estaba feliz, jamás triste, y reía
escandalosamente. Sus carcajadas eran sonoras y por eso su madre la reprendía
pero ella siguió riendo como igual hasta la última vez que se le vio con vida.
Dicen quienes la
conocieron que Lidia nació y siempre fue linda. No había lugar donde llegara
que no armara revuelo por su físico. La última foto que se conserva de ella es
de cuando tenía 42 años y aún era una mujer que esas que quitan el resuello.
La época de juventud de
Lidia Doce fue la del charleston y el son, pero ella, que era una gran
bailadora, prefería el vals, sobre todo, Danubio Azul. Succetta
Sánchez, prima de Lidia, cuando oye esta música entrecierra los ojos, echa la
cabeza hacia atrás y dice que le parece verla, con sus vestidos de organdí
llenos de vuelitos, dando vueltas y vueltas.
Cuando tuvo edad para
hacerlo Lidia Doce se casó en San Germán y allí le nacieron los tres hijos que
tuvo: Thelma, Efraín y Caridad. Pero fue desgraciada en el amor. Su marido la
abandonó y a ella no le quedó otra opción como no fuera vivir en una cuartería
donde nada más tenía una sola cama y una mesa. Sus amigas de entonces aseguran
que hubo días en que Lidia no pudo encender el fogón, sin embargo, dicen
también sus amigas de entonces, en su casa muy pobre siempre había un detalle
femenino: unas flores, una cortina, algún adorno hecho por ella misma y una
limpieza enfermiza.
Costurera de las buenas y
muy creativa para hacer mucho con casi nada y tejiendo era experta, Lidia cosió
y tejió para mantener a los tres hijos.
Luego, buscando nuevos horizontes se fue a vivir a Bayamo, pero allí tampoco
consiguió un trabajo que le permitiera tener el dinero que los muchachos
necesitaban. Entonces ella consiguió colocarse de doméstica en una casa de La Habana y se fue allá, pero
como no podía llevar a los hijos los dejó en San Germán con una tía suya que le
ayudó a cuidarlos.
Terminal de ferrocarril, San Germán |
Dicen que todos los meses
venía Lidia de La Habana
a ver a los hijos y al resto de la familia. Thelma, su hija mayor, recuerda que
el tren pasaba por San Germán a las cuatro de la tarde y por eso todos los días
a esa hora los muchachos se sentaban cerca de la estación a esperarla. Y cuando
ya habían bajado todos y Lidia no llegaba, los tres hermanitos se marchaban
tristes a la casa, pero cuando la veían corrían a ella que los abrazaba a los
tres a la vez, y luego abría las maletas en las que les traía dulces, caramelos
o algún flan hecho por ella misma.
Nadie dejaba de enterarse
cuando llegaba Lidia Doce a San Germán. Su risa escandalosa contagiaba todo y
también porque Lidia cantaba a voz en cuello mientras ayudaba a lavar la ropa,
a limpiar la casa, o mientras cosía ropitas para todos.
Posteriormente uno de los
medio hermanos de Lidia Doce, Alfredo Parra, se hizo maestro panadero y fue a
trabajar al pueblito de San Pablo de Yao, en la Sierra maestra y Lidia, que
para entonces dejó de trabajar en La
Habana, se fue con el hermano y con Efraín, su hijo varón que
iba a aprender el oficio de panadero con el tío. Las hembras habían crecido,
ambas estaban casadas, por eso quedaron en San Germán.
Poco (para no decir que
nada) es lo que se habla del hermano de Lidia, Alfredo Parra, más conocido por
Pombo, sin embargo, aquella panadería de San Pablo de Yao se convirtió, gracias
a él y a Lidia, en una de las principales abastecedoras de alimentos para las
tropas del Ejército Rebelde que operaban en aquella zona.
El Che Guevara tenía su
comandancia cerca de San pablo de Tao y Manuel Escudero era el guía. Como el
Che le pedía banderas, brazaletes y
uniformes y como Escudero sabía que Lidia era modista, un día fue a verla. Ella
estuvo de acuerdo en coser todo lo que hiciera falta. Para esa fecha, su hijo
Efraín se había sumado a las tropas rebeldes mandadas por el Che.
Fue el propio Manuel
Escudero quien le habló al Che de Lidia: “Esa es la mujer que te hace falta,
porque ha ido a La Habana,
a Santiago y es una mujer instruida y muy dispuesta...”
Un día la columna bajó
hasta San Pablo de Yao a comprar alimentos para la tropa. Manuel Escudero
presentó al Che y a Lidia. Conversaron un poco. Luego el Che le pidió al viejo
Manuel Escudero que cuando subiera al campamento llevara a la mujer, pero nadie creyó que ella
pudiera subir las lomas encrespadas. Es que para entonces tenía más de 40 años
y había engordado. Pero sorprendió a todos: Montaba en mulo con mucha agilidad.
De izquierda a derecha: Juan Almeida, Celia Sánchez, Lidia Doce y Fidel Castro en la Sierra Maestra |
Lo que sigue fue escrito
por el propio Comandante Che Guevara, dice:
“Conocí a Lidia apenas a unos seis meses de iniciada la gesta revolucionaria. Estaba recién estrenado como comandante de la Cuarta Columna y bajamos en una incursión relámpago, a buscar víveres al pueblito de San Pablo de Yao, cerca de Bayamo...
“Cuando evoco su nombre hay algo más que una apreciación cariñosa hacia la revolucionaria sin tacha, pues tenía ella una devoción particular por mi persona que la conducía a trabajar preferentemente a mis órdenes, cualquiera que fuera el frente de operaciones al cual fuera yo asignado... incontables fueron son los hechos en que Lidia intervino en calidad de mensajera especial mía o del movimiento.... Llevó a Santiago de Cuba y a La Habana los más comprometedores papales, todas las comunicaciones de nuestra columna y también los números del periódico EL CUBANO LIBRE. Asimismo ella traía a la Sierra el papel para el periódico y medicinas, armas, municiones; traía, en fin, lo que fuera necesario y todas las cosas que fuera necesario".
El Che dijo que la audacia
de Lidia era sin límites, tanto que los mensajeros varones eludían su compañía,
“recuerdo que algunos decían: Esa mujer tiene más c... que Maceo, pero nos va a
hundir a todos; las cosas que hace son de loco...”
La primera misión que el Che
le dio a Lidia consistió en ir a Santiago de Cuba y llevarle unos documentos a
René Ramos Latour que era quien ocupaba el cargo de Frank País después de la
muerte de éste.
Casualmente cuando recibe la
tarea su medio hermana Haydée Parra estaba en San Pablo de Yao pasando unos
días. Y como la muchacha, embarazada, tenía que ir a Santiago, Lidia aprovechó
para ir juntas. Lidia cumplió su primera misión y regresó a la Sierra llevando otros
documentos muy comprometedores. Entonces se convirtió en Esther, la mensajera
del Che.
La anécdota que
seguidamente narraremos la contó Haydée Parra, medio hermana de Lidia Doce. En
uno de los viajes que hizo con Lidia ya el hijo de Haydée tenía año y medio. Como
el niño las acompañaba, Lidia fue a una tienda de Palma Soriano y compró una
pelota, luego la abrió y adentro puso todos los mensajes que llevaba para la Sierra, después buscó
ponche y volvió a cerrar la pelota que le dio al niño.
Estaban Haydée, Lidia y el
niño esperando el transporte que los llevaría a Bayamo y al niño se le cae la
pelota. Un guardia que había cerca la recogió y se la dio al tiempo que le
decía: “Eres un remolino muchacho, mira como ponchaste la pelota”. Y Lidia, con
tremenda sangre fría le dice a su sobrino: “Déjate de malacrianzas y pórtate
bien. Si vuelves a votar la pelota se la regalo al guardia”.
Yolanda Martínez, amiga y
de Lidia, contó que en uno de los viajes que la mensajera hizo a Santiago de
Cuba llegó en una máquina. En el asiento trasero se veía un traje de novia,
blanco y muy vaporoso. ¿Quién se casa?, le preguntaron. “Esto es para despistar
al Ejército. Tú ni te imaginas como hay material revolucionario ahí dentro...”
Por su parte contó Haydée,
la medio hermana de Lidia, que un día ella le comentó que deseaba mucho que
terminara la guerra para que la mensajera dejara de correr peligro. Lidia
contestó que cuando triunfara la
Revolución era cuando más iban a trabajar. “Y quiero que tu
sepas que he conversado mucho con el Che, dijo, y cuando terminemos la lucha
armada en Cuba estoy dispuesta a seguir peleando por la libertad de otros
países: eso es para que no te asombres y para que lo sepas desde ahora”.
Pocos combatientes
hicieron más viajes entre el llano y la Sierra que Lidia, quien bajaba y subía constantemente.
Igual pocas personas burlaron más el cinturón de seguridad que el ejército puso
alrededor de la Sierra
que ella, siempre sonriente, a veces escandalosamente sonriente, con una frialdad y una temeridad sorprendente. “Como
soy tan gorda, decía, van a tener que pasar más trabajo para enterrarme cuando
me maten... el hueco que van a tener que hacer será enorme”.
Gorda, sí y con más de 40
años, pero de cara bonita y con unos ojos pardo-oscuros, grandes y reidores. La
tez trigueña y tersa. El pelo negro y las facciones suaves. Presumida siempre,
se preocupaba de su arreglo personal y de los perfumes prefería el que oliera a
limpio. Los vestidos de colores discretos. Asimismo sentía especial preferencia
por las flores de la mariposa y los gladiolos blancos. Ella siempre insistía en
que el día de su muerte solo le pusieran flores blancas.
Sello de correos en recordación de la heroína |
Cuentan que cuando llegaba
a La Habana, y
después de cumplir todas las misiones a ella encomendadas, Lidia iba a las
peluquerías donde se teñía el pelo, se hacía cortes modernos y se enteraba de
cosas que después eran útiles en la sierra: cosas que en las peluquerías
contaban las esposas de los militares.
Y de vuelta a la Sierra, en lugar de
descansar de tanto ajetreo y viajes, Lidia entretenía sus ocios de guerrera
tejiéndole mediecitas a los niños de las campesinas.
La última vez que Lidia
Doce llegó a San Germán fue el 25 de agosto de 1958, su hija más pequeña había
tenido un hijo. “Vengo a conocer a mi nieto, dijo, porque a lo mejor va y este
es el último viaje que doy”. Entonces era y ella lo sabía, la mujer más buscada
por el Ejército, sin embargo, estaba tan sonriente como siempre. Tomó el niño
en brazos por un gran rato, lo besó mucho y le cantó una canción.
Para esa fecha su hija
mayor, Thelma, se iba a casar y al día siguiente iría a Bayamo a comprar la
tela para su vestido de novia, por eso insistió en que su madre la acompañara:
“Para que aunque seas veas la tela del vestido, mamá”. Pero Lidia no podía.
Tenía una misión muy importante. En la tarde se marchó en el tren. Ninguna de
sus dos hijas, ni ella misma, sabían que era aquella la despedida definitiva.
En La Habana una combatiente clandestina
la invitó a almorzar en el Ten-Cent de la calle Monte. Lidia aceptó y dijo que tenía
hambre vieja. Cuando llegaron se sentó en la silla giratoria, de donde
sobresalía su cuerpo grueso, estiró las piernas y le dijo a la camarera: “Deme
esa lista, señorita”. Y pidió una selección de los mejores platos.
Primero le trajeron la
sopa, como es natural. Lidia comenzó a comer. Luego le preguntó a la camarera
que cómo se llamaba aquella sopa: Sopa Juliana, dijo la camarera. ¡Ah, dijo
Lidia, si yo tuviera ese pollo y todos los condimentos que le echaron a esta
sopa la hacía igualita aunque se llamara Sopa Petronila!.
De pronto Lidia bajó la
cuchara, dejó de comer y dijo: “Que egoísta soy. Mis muchachos de la Sierra con tanta hambre y
yo comiendo todo esto tan sabroso... Que bueno sería si pudiera llevar el
Ten-Cent a la Sierra,
sobre todo los helados. A esos muchachos míos le encantan los helados...”. Y no
comió ni una cucharada más.
Entre las misiones más
arriesgadas que Lidia cumplía estaba subir o bajar revolucionarios de la Sierra. Al último que
bajó fue a su hijo Efraín, que estaba enfermo de una bronquitis aguda. Lo llevó
a Santiago y allí lo dejó en una casa de confianza. El muchacho supo de la
muerte de su madre por la prensa.
La última misión de Lidia
era ir a La Habana
a llevar documentos y luego ir a Santa Clara, donde debía esperar al Che, que
llegaría allí cuando hiciera la invasión.
Escribió el Che: “Ella
conocía que me gustaban los cachorros de perro, por eso siempre estuvo
prometiéndome que me traería uno desde La Habana, sin poder cumplir nunca con su promesa.
Cuando llegué al Escambray encontré una carta de Lidia en la que me decía que
me traía el cachorro prometido... Pero ni Lidia ni su inseparable Clodomira,
mensajera de Fidel, pudieron volver de La Habana”. Un hombre las delató a ellas y a un
grupo de combatientes que estaban en un apartamento en el reparto Juanelo de La Habana.
Para leer la historia completa sobre el momento de su apresamiento y lo poco que se supo de la muerte de Lidia Doce y sus acompañantes, haga clic aquí.
En el año 1959, Thelma, la
hija mayor asistió a la inauguración de una tarja en el apartamento donde las
apresaron. Una vecina se le acercó y le preguntó: “¿Tu eres la hija de aquella
señora gruesa, que bajaron dándole golpes?. Ella les gritaba a los guardia que
eran unos asesinos, que se atrevían con hombres indefensos pero que ninguno iba
a la Sierra
porque eran unos cobardes. Tu madre fue una mujer muy valiente”.
Con quienes más se
ensañaron los soldados de la dictadura fue con Lidia y con Clodomira, las
torturaron salvajemente, pero, ellas, que conocían a todos los combatientes
clandestinos y los lugares donde se escondían, no dijeron ni una sola palabra. La
prueba es que después que fueron hechas prisioneras ningún combatiente fue
detenido.
Dicen que metieron sus
cabezas dentro de sacos llenos de arena mojada y que las tiraron al mar. Sus
cuerpos nunca aparecieron.
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