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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

9 de septiembre de 2016

Crónica siempre feliz de cuando Holguín se coronó campeón de la pelota cubana (Décimo tercera parte)



Por Armín González Almaguer*.

Los primeros cinco meses del lejano 2002 fueron de emociones inconmensurables para los habitantes de Holguín, en particular para los aficionados al béisbol. A las once y cuarenta y cinco minutos de la noche del 28 de junio ocurrió la apoteosis de una victoria sin precedentes. El constante colaborador del periódico ¡Ahora!, Ventura Carballido, comparó tanta alegría con la que se produjo en la Ciudad por la llegada, en 1959, de los intrépidos barbudos que «traían la aurora de la libertad».

Ciertamente, aquella fue una temporada en la que Holguín estaba bañada por el béisbol: los principales dirigentes de la provincia se hicieron instalar oficinas en las bulliciosas salas del Estadio Mayor General Calixto García: lo decidieron así por el sublime principio patriótico de no dejar de apoyar a su Equipo.


Los “cacos”, que viven sin escrúpulos, dejaron de robar, no por temor a la policía sino por la misericordiosa duda de poder estar robándole a alguien que simpatizara con su mismo Equipo. Los choferes, presurosos daban botellas, ninguno lo hacía por ser de buen corazón, sino por el dulce placer de viajar polemizando sobre la última jugada del día anterior. Una amiga mía me llamó desde Colombia y me dijo llena de convencimiento: «¡Quiero ser holguinera!». Mis estudiantes, los de entonces que son iguales a los de ahora y a los de siempre, de pronto comenzaron a estudiar hasta en las madrugadas: quise hacer una investigación científica de aquel cambio y uno de ellos me dejó sin ninguna duda: «siga usted navegando, profe, que su Pedagogía es la misma de toda la vida; lo que sucede es que nos convencimos de que estudiar es el mejor modo que tenemos para contribuir a la victoria del Equipo».


El régimen de lluvia de aquellos días fue perfecto, llegué a creer que era el mejor ejemplo de planificación socialista que la naturaleza nos podía dar. No solo hicimos la mejor zafra beisbolera de la Historia, sino que también alcanzamos las mayores producciones de café, azúcar y níquel que jamás pueblo alguno había soñado; la razón era bien simple: todos queríamos implantar más récords que los que estaba estableciendo el Equipo. El único rubro desfavorecido entonces fue la ganadería, sencillamente, porque «a las vacas no les interesa la pelota», como me espetó, risueño, un compañero de trabajo. Los “termeros”, que no andan creyendo en gatos pardos ni en agua sucia, abastecieron la mejor cerveza de todos los tiempos y los gastronómicos, amables y diligentes, sirvieron los mejores platos con los mejores precios del mundo.


El plural pasó a ser plural hasta en las derrotas que, por cierto, fueron intrascendentes: «hoy perdimos, pero mañana no hay quién nos gane», así decíamos todos a todos, a los conocidos y a los desconocidos quienes, por la magia del Equipo, se habían convertido, de pronto, en conocidos también. La única nota discordante de aquellos días la dieron los cocheros y los bicitaxistas: aprovecharon la efervescencia colectiva para elevar sus tarifas increíblemente pues, para la mayoría de ellos, solo existe un triunfo.


Los niños dejaron de dibujar soles, casitas y barquitos para pintar peloteros, guantes y pelotas. Los del Lírico ya no firmaron más autógrafos, pues los del Equipo los desplazaron en popularidad y en todo. En la UNEAC y las Universidades se dejó de hablar de literatura y de ciencia para conversar de pelota y discutir sobre qué lanzadores le pondríamos a Santiago de Cuba y a Villa Clara. Un amigo mío, para quien la poesía es su vida misma, abandonó por esos días el rito de leer a Quevedo, a Borges, a Neruda y a Lalita Curbelo y me confesó que lo emocionaba más un juego del Equipo que un poema de Delfín Prats.


Nuestros narradores deportivos y los técnicos de la radio inventaron una nueva manera de narrar los juegos de pelota; tal es así, que las descripciones hechas por Duchalde, Eliades, Rondón y Noire se volvieron antológicas y, desde entonces, ya nadie cuestiona que hay tres modos de ver un juego de béisbol: estar en el estadio, mirar la televisión o sintonizar Radio Angulo. De igual modo, los peloteros, los trabajadores del Estadio y los aficionados lograron que este fuera declarado el mejor del país.


Nunca antes las peñas deportivas hicieron una mayor contribución a la victoria y los aficionados, llenos de espíritu competitivo, abarrotaban las gradas del Calixto, coreaban «se va, se va» y creaban las más inimaginables y hermosas iniciativas: hacían la ola de un modo tan perfecto que parecía que la habían ensayado novecientas noventa y nueve mil novecientas noventa y nueve veces. Mención especial en este desbordamiento de entusiasmo merecen las mascotas que avivaron la serie: tantas fueron las delicias que hicieron entre grandes y chicos que mi hijo pequeño, rotundo, me llegó a decir «quiero estudiar para cachorro.»


En el camino hacia la victoria, el pueblo no olvidó a los peloteros de este territorio que, antiguamente, integraron los equipos Orientales; a Julio Quiala que vistió el uniforme como receptor de los del Este en aquella histórica Primera Serie; al lanzador adoptivo Rafael Castillo, integrante de equipos Cuba; a uno de los más talentosos bateadores de la provincia de Holguín, quien integró el Equipo Nacional Juvenil a finales de la década del los 70, Ricardo Bent William que, en su paso breve por el béisbol cubano, dejó grata impresión desde el cajón de bateo; a Jorge Cruz, que pasó a la historia como el torpedero cubano con mayor cantidad de jonrones conectados en series nacionales.


En la XLI serie, la etapa clasificatoria concluyó el 17 de mayo de 2002: Holguín logró balance de 55 éxitos y 35 fracasos, líder de la zona oriental y solo superado en victorias por Pinar del Río, que obtuvo en el occidente 64 éxitos, lo que constituyó nuevo récord nacional. Los otros clasificados por el oriente fueron Camagüey, Villa Clara y Santiago de Cuba y por el occidente Industriales, Sancti Spíritus y la Isla de la Juventud.


Cada partido era un pozo de emociones y ansiedades, tantas, que los cortaúñas no hicieron falta más: cómo olvidar el jonrón, en el noveno episodio, de Juan Rondón para dejar tendidos a los discípulos villaclareños de Víctor Mesa en la final oriental de esa serie; justo en se momento, mi hermana que sabe de pelota lo que yo de nanotecnología, dio un salto y me dijo «ahora sí no hay quién nos gane.»


Los holguineros lo sabemos, pero no queremos confesarlo: quien ponchó a Cepeda no fue solo Gil, fue la energía concentrada de un pueblo para el que la Victoria era inaplazable. En aquel mismo instante, un vecino mío y yo, que meses antes por poco nos vamos a los puños, corrimos a abrazarnos y comenzamos a cantar Alma con Alma con tanta armonía como únicamente lo hacen Tito Gómez y la orquesta Riverside. Nos fuimos al estadio a las once y cincuenta y cinco minutos y sus áreas aledañas eran un mar de pueblo jubiloso; de pronto, en medio de la algarabía, mi vecino descubre la presencia cercana de una estelar comentarista deportiva de la televisión y sin pausa le dice «y ahora, Julita, qué vas a decir.»


Las canciones del Guayabero no solo se volvieron a escuchar, sino que fueron más populares que la de todos los grandes cantantes juntos. Los autos tocaron sus claxon desenfrenadamente, los niños y los jóvenes sus pitos y cornetas y las campanas de las iglesias replicaron a gloria.


En esos días, mis vecinas, felices de ver a sus esposos felices, renunciaron a las telenovelas y en el momento sublime del triunfo dejaron sin fondos decenas de cacerolas. Esa noche, sin convocatoria de nadie y con el último strike, comenzamos la más perfecta vigilia que jamás se haya realizado: nos turnábamos para que siempre hubiera un millar de holguineros despiertos, «no fuera a ser», como le escuché decir a una bella aficiona, «que la Comisión Nacional le adjudicara el título de Campeón al equipo de Industriales.»


La derrota propinada a Sancti Spíritus aquella noche del 28 de junio de 2002, ha alejado a este equipo del gallardete de campeón por los siglos de los siglos. El estelar narrador deportivo de la televisión, Héctor Rodríguez, lleno de asombro, dijo una frase cordial «Esto nunca se ha visto en el béisbol cubano.» Por su parte, el director del equipo victorioso, Héctor (Tico) Hernández, con el mismo regocijo de sus jugadores y del pueblo, fue diáfano al decir «Es tremenda la felicidad que siento» y después de enfatizar en que todos aportaron, reconoció la contribución al éxito de Luis Miguel, Orelvis, Gil, Juan Enrique, Denis, Rondón, Quintana, Pacheco y Varona.


En aquella temporada, creyentes y no creyentes encendimos velas, tiramos agua para la calle y cantamos y bailamos ritos jamás sospechados; otro viejo amigo mío, eufórico por la Victoria, hizo un juramento que no dejará de cumplir para la próxima Serie Nacional: subirá, sin descanso, 458 veces los 458 peldaños que conducen hasta la cima de la Loma de la Cruz. Tengo la más raigal convicción de que apenas mi amigo cumpla con la palabra empeñada, volveremos a disfrutar de un Triunfo Colectivo como aquel… «¡Arriba caballeros!»


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*Armín González Almaguer: profesor de Matemática (Probabilidades y Estadística) e Informática de la Universidad de Ciencias Pedagógicas José de la Luz y Caballero



Tomado de: Visión desde Cuba

http://visiondesdecuba.com/2012/06/28/aniversario-10-el-dia-en-que-holguin-desplumo-a-los-gallos/

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