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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

2 de septiembre de 2016

El rostro de los americanos de la United Fruit Sugar en Guaro, Mayarí, Holguín, Cuba y algunas narraciones de sus francachelas (gozaderas) famosas



Central Preston, después Guatemala
Era uno de los pasatiempos predilectos de los “americanos” de la United Fruit Sugar Co. del central Preston, (actual Guatemala), residentes en Guaro, Mayarí, la caza de jabalíes, venados, palomas, gallinuelas, patos, faisanes y jutías. Fauna que abundaba en los alrededores del gran Chorrerón de Guaro, un salto espectacular de agua dulce y transparente del río Guaro, que cae desde más de cien metros de altura y que se puede divisar desde muy lejos, preferentemente a la puesta del sol, que es cuando el enorme salto de agua parece la figura corpulenta de un hombre vestido completamente con ropas blancas, y de fondo, los altos farallones de la regía montaña de La Mensura, enclavada en los Pinares de Mayarí.

También los Pinares de Mayarí era otro de los lugares preferidos de los “americanos” de la Compañía. Ubicados en La Mensura, están los pinares en una encantadora meseta de cuantiosas laderas que sirven como miradores naturales. El nombre le viene de copiosa población de altos y esbeltísimos pinos que, además de la fragancia única con que perfuman el aire, regalan a los que hasta allí llegan una extraña y antigua melodía que jamás músico ha podido igualar.


Obviamente que esos exóticos parajes atrajeron la atención de “los americanos” de la United. Y para disfrutar belleza de tal magnitud, en una de las laderas de La Mensura construyeron un rústico hotel de zinc y madera en el que solían pasar sus días de vacaciones. (Asimismo construyeron aserríos para el procesamiento de las maderas vírgenes y posteriormente practicaron exploraciones geológicas que les reportó el descubrimiento de importantes reservas de hierro; con las tecnologías más avanzadas de la época, los “americanos” comenzaron a explotarlas).

Igual los americanos de la United, dueños del central Preston que estaba a la orilla de la inmensa bahía de Nipe, pero que tenía sus oficinas agrícolas en Guaro, Mayarí, disfrutaban de sus horas de ocio en las pequeñas pero peculiares y hermosas cascadas de los ríos Guaro, Bitirí, Nipe, Centeno, Juan Vicente, Mayarí… en los alrededores de estos ríos los “americanos” disfrutaban del frescor que desde sus aguas se esparcía y comían las insuperables golosinas en forma de jugosas frutas que la naturaleza ponía al alcance de sus manos, sobre todo, dicen, las deliciosas pomarrosas.


Al lado de los ríos mencionados, generalmente donde se producían los pequeños saltos de agua, los “americanos” solían preparar grandes festines, en los que no faltaba el criollo lechón asado en púa. Cuando lo hacían, cerca, una piara de niños hambrientos esperaban paciente y silenciosamente, para quedarse con las sobras. Uno de ellos, Ángel Fernández, narrará sus memorias en la Aldea.

Es el Puente Natural del río Bitirí una monumental obra de arte. Roca enorme fue la que se interpuso a las aguas del Bitirí, pero el río, labrador incansable, le fue arrancando pedazos tan pequeños que parecía arena y al cabo de siglos la roca perdió su solidez y el río tuvo el paso que él mismo se labró. Por encima de la roca que es Puente Natural de unos veinte metros e longitud y once de altura, cruzan hombres y animales, con seguridad total y sin que los salpiquen las agitadas aguas del Bitirí rumoroso.

Hay debajo del puente natural un atractivo y espacioso “salón” como aquellos que se destinan al baile. No obstante la presencia permanente de murciélagos, el salón es bueno para guardar la ropa durante el baño en el río y para pasar momentos placenteros, incluyendo una que otra borrachera.

Y para colmo de dicha, en el exterior del salón del Puente, entre dos corrientes de agua, emerge una inmensa laja de piedra que, parece, fue cincelada por la mano del hombre para servir a lo que sirve: de mesa donde poner la yagua que sirve de bandeja al puerco acabado asar.

Dice Ángel Fernández, durante su niñez, vecino del Puente, que los “americanos” de la Compañía iban allí, mucho y muchas veces, a hacer fiestas, y que cuando los muchachos de los alrededores los veían llegar, escurridizamente se apostaban en el interior del monte, a vigilarlos y a esperar hasta que se fueran en sus kintokianos, que es un tipo de caballo que por ser oriundos de Kentucky, Estados Unidos, recibían tal denominación.

Idos los americanos, los muchachos tomaban por asalto el lugar, disputándose entre ellos, a manazos y empujones, los restos de bebidas, comestibles y otras muchas golosinas abandonadas y regadas en el interior del salón, sobre las piedras y entre las raíces de los yerbazos que crecían a la vera del Bitirí.

Por encima del Puente Natural existía una estrecha vereda que era un camino real desde la época de la Colonia que conducía desde Mayarí hasta Santiago de Cuba. Los pobladores afirmaban (y es esa una asentada leyenda), que en cierta ocasión dos corpulentos bueyes se habían envestido con fuerza descomunal encima de él y que el hecho dio lugar a que uno de ellos se despeñara sobre los pedregales de las márgenes del Bitirí y, aseguraban que la colisión del fornido cuerpo de la bestia contra la enorme mole de piedra había sido tan grande que el estruendo que produjo se dejó escuchar en lo profundo del monte que rodea el lugar, en un radio de unos dos kilómetros de distancia.

El rostro de los americanos de la Compañía en Guaro y sus francachelas famosas. 


Míster McKensie era empleado de la United y tenía residencia en Guaro, Mayarí. A su servicio el “americano” tenía un jardinero al que le había asignado como principal obligación traerle diariamente una caja de cervezas Hatuey bien frías, que el jardinero debía colocarle en la nevera de su casa a las siete de la noche. Y a la mañana siguiente, el jardinero debía ir y recoger las botellas vacías, para acto seguido ir hasta la sucursal de comercio en Guaro y comprar la siguiente caja que, religiosamente, pondría en la nevera antes del anochecer.

El alcoholismo de McKensie se veía con meridiana claridad en sus ojos, siempre encendidos como brazas de candela navegando, extraviados, en el demacrado rostro. Y así fue siempre hasta que los directivos de la Compañía decidieron trasladar al borracho para Costa Rica y con él se fueron su esposa Margaret y sus dos hijos, Magre y Deibi. Nunca más se supo en Guaro sobre Mckensie.

Míster Demisson era otro empleado “americano” de la United Fruit que trabaja en el área agrícola del central azucarero Preston, por lo que residía en Guaro. Demisson también era un consuetudinario borracho al que un día encontraron asfixiado en el asiento posterior de su automóvil, en el interior de un campo de caña, cerca del lugar conocido como Santa Isabel de Nipe, entre el batey La Curva y Pedro Vargas.

Se supuso que este hombre sacó la máquina (automóvil) de la carretera y la introdujo unos metros hacia adentro de un tupido campo de caña, a continuación, se cree, Mr Demisson conectó una manguera al tubo de escape y la introdujo por una de las ventanillas, y que herméticamente cerrada la máquina, mantuvo el motor encendido. Fue un suicidio. Cuando lo encontraron, su suave piel rosada se había transformado completamente y se había convertido en negra.

Nunca se supo qué fue lo que llevó a Mr. Demisson a cometer tan dramática actuación. Por más que buscaron, el suicida no dejó papel escrito y tampoco le dijo a nadie lo que iba a hacer y por qué. Seguro que la Compañía hizo averiguaciones, pero si llegaron a alguna conclusión, esa nunca trascendió.

Míster Jacobby, empleado que también era de la Compañía con residencia en Herrera y luego en Guaro, a diferencia de los anteriores, era abstemio y nada carismático, medía aproximadamente dos metros de altura, su cuerpo era enjuto, muy delgado y con una gran inclinación adelante que daba la impresión que Mr. Jacobby iba a caer de bruces.

El hobby predilecto de este americano de Guaro era llevar a pasear en su jeep Willy a todo niño de la zona que quisiera y los niños, curiosos como siempre son, casi siempre querían. Se iba Jacobby y la piara de muchachos por las solitarias guardarrayas de los cañaverales y por esas inmensas soledades el americano se comportaba complaciente en extremo. Y para que sus trato con los niños fuera todavía más “cariñoso”, cuando estaban donde ningún adulto pudiera verlos, Jacobby los manoseaba dulcemente y los besaba en la boca, aunque nunca pasó de ahí, tal como los niños que paseaban con el americano dijeron a sus padres. Sin embargo, igual se dice, cuando el “americano” bajaba del jeep al finalizar el paseo, era visible una mancha color púrpura que se formaba en la entrepierna de su pantalón.

Quizás algún padre de los niños que Jacobby llevó a pasear quizo cortarle la cabeza el abominable americano, pero eso le costaría muy caro. Y por eso la venganza fue convertirlo en el hazmerreír del pueblo. Por eso lo que contaremos a continuación no es creíble del todo, posiblemente anécdotas como esa fueron parte de las habladurías con que los vecinos de Guaro conderaron a Jacobby:
Visitaba el “americano” asiduamente el establo que la United tenía en Santa Isabel de Nipe y que era donde radicaba el célebre burro que se llamaba como el lugar. Era el burro de Nipe un semental de una fortaleza extraordinaria al que apareaban con yeguas de siete cuartas para obtener crías de tan excelente complexión que por muchos años fueron empleadas en el tiro de pesadas cargas. (Después, y cuando los avances tecnológicos y las jugosas ganancias que obtenía la Compañía, los mulos fueron sustituidos paulatinamente por potentes tractores de fortisimos neumáticos y de ruedas de esteras, por carretas de zapatas de hierro y los famosos tractores Cartepillar DC-2, DC-4 y DC-8).
Cuando Mr. Jacobby llegaba al establo del burro de Nipe, automáticamente se dirigía al pesebre y, dicen con ojos maliciosos quienes cuentan esta hente animal “trajinaba” a las hermosas yeguas. Pero el burro siempre necesitó la colaboración de Dixon, el empleado que la Compañía tenía para esos menesteres. Vestido con istoria, el “americano” quedaba lelo, mirando como el potun atuendo extraño, Dixon tomaba el enorme pene del burro y lo colocaba en la vagina de la hembra y entonces empezaba el grande tropel de los animales: relinchaban las yeguas y rebuznaba el asno y Mr. Jacobby, inconmovible, repetía como si fuera una oración, ¡okay, okay, okay!!!!.

Míster Ford, por su parte, se hizo singular porque le adaptó a su automóvil ruedas de trenes. Gustaba él pasear en tal engendro acompañado casi siempre de amigos suyos, saliendo del central Preston y hasta los lindes de Birán-Castro.

Durante el trayecto Mr. Ford detenía el ferroautomovil en cualquier tramo de la vía, bajaba y se adentraba en los campos de caña a contemplar y elogiar aquella tierra fértil digna de envidia, que era propiedad de la Compañía americana. Con orgullo el “americano” mostraba a sus acompañantes las extraordinarias y vigorosas plantas que nacían y crecían allí de forma natural.

Después de mostrar y comentar esos y otros progresos, Mr. Ford continuaba su viaje y al regreso sus empleados tenían que haberle preparado cuantos caballos kintokianos hicieran falta para que la comitiva pudiera continuar el paseo por los lugares por donde cruzaban las pintorescas aguas de los ríos Bitirí, Nipe, Birán, Guaro, Sojo…

Por cierto, no muy lejos de donde brotaban las aguas del Sojo, la Compañía yanqui construyó la represa Sojo Mango, que abastecía el agua para sus cañaverales.

A Míster Spark, como a otros “americanos” le gustaba adentrarse en los cortes de caña para chequear el trabajo y exigir a los macheteros, de forma muy autoritaria, el cumplimiento irrestricto de las normas técnicas que exigía la Compañía en el corte de caña a los braceros. Por eso es que Mr. Spark durante sus visitas a los cortes, decía y repetía que no podía quedar caña en el cogollo ni cogollo en la caña. Las cañas, decía y comprobaba, tenían que ir muy limpias a las carretas que las llevaban para el central. El corte debía ser a ras de tierra, garantizando los braceros que las cañas cortadas no llevaran ni tierra, ni paja ni, mucho menos, renuevos, que son los retoños o hijos de caña vigorosos, pero que no alcanzan la madurez necesaria y por lo tanto, no aportan azúcar. (Los macheteros introducían renuevos adrede y los ocultaban en las pilas con la intensión de que su gran peso determinara en la romana de la grúa un mayor “arrobaje” a su favor).

Los macheteros de la United cantaban con una melodía burlona y con la métrica de una décima, los consejos u ordenes de Mr. Spark:

Jóbtener shúgar jéntrania,

súperar todo scollo,

no déjar cánia jen la cogollo,

ni la cogollo jen el cánia.

Níngun máterio jéxtrania,

puede jir en la carueta

ji ya con ese resueta,

mai póder vívirs jábierto

ji broker jen tiempo muerto,

cónformar con jun pesueta.
Los macheteros bajo la implacable exigencia de Mr. Spark, se tenían que esmerar al máximo para que todo saliera como el míster exigía.

Míster Smith era otro caso. Siempre se movía montado en su jeep porque literalmente no podía caminar de la gordura excesiva que padecía. Eran tan exageradas las nalgas de este “americano” que ocupaban casi los dos asientos delanteros del automóvil, mientras que el vientre estaba decúbito prono sobre el manoseado volante. Para poder con el gordísimo yanqui, su jeep había sido adaptado, dotándolo de un diferencial de doble tracción.

Claro que la gente hacía un gran esfuerzo para no soltar la carcajada ante tal endriago enormísimo y con cara tan fea que los guajiros decían que su madre y su padre debieron ser par de adefesios: Mr Smith tenía prominentes pómulos, por cierto, muy parecidos a sus nalgas.

Pero lo más feo que tenía el “americano” era su poca humanidad. Se dedicaba él a arrasar inmisericordemente las raquíticas siembras que los guajiros hacían en las riveras de los ríos. Se recuerda todavía con roña que una vez Mr. Smith destrozó unas 57 matas de plátano y unos cuantos canteros de de hermosas lechugas que ya estaban listas para consumir, pero que habían sido sembradas en una de las orillas del río Bitirí.

Fundamentaba Mr. Smith tales fechorías alegando que los cincuenta metrois adyacentes a los ríos en las tierras de la United no constituían propiedad del Estado cubano, sino que eran esas de la Compañía. Y por eso hasta una vaca que estuviera amarrada en las propiedades de la Compañía, aunque en tierras incultas, podía ser llevada “presa” para la “picota”. Y lo peor, que casi ningún guajiro dueño de vaca tenía los tres pesos que era la cantidad con que se debía amortizar el daño a la United si es que se quería que le devolvieran el animal “sano y salvo”.

El único americano de la United, de los que vivían en Guaro, que quedó en la memoria colectiva como un buen hombre fue Míster Hill, del que hablará la Aldea en otro post.




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