Por Rene Dayre Abella
A quienes tengan la paciencia de leerme, les pido, por favor, no esperen encontrar en esta breve y apretada descripción de ese pueblito perdido entre lomas y serranías, al cual sus primeros pobladores llamaron La Ensenada y que luego cambiaron a Banes -supongo que en honor al cacique taíno Baní-, un riguroso estudio de la génesis del lugar, su historia o más bien su lugar dentro de la Historia y demás pormenores. Dejo esa tarea en mano de verdaderos eruditos. En este caso en mano de historiadores. No puedo dejar de recomendar al magnífico estudio que hiciera el señor Alfredo Dumois. Estoy convencido que nadie mejor que él puede dar una descripción histórica con tanto rigor, ya que el mismo Sr. Dumois es un miembro de esa familia fundacional del pueblo que trajo tanta prosperidad a la región. Al final del capítulo doy todos los datos para su acceso.
Mi percepción de Banes es totalmente subjetiva y en el presente relato me propongo, tal vez sin lograrlo plenamente, una descripción del entorno físico y emocional que me vio crecer “entre patos y gallinas”.
Mis primeros recuerdos de ese paradisíaco y mágico lugar es que siempre llovía. Sobre todo en las tardes o a las primeras horas de la noche. Al levantarme en la mañana era verdaderamente delicioso para mis sentidos percibir ese olor a tierra mojada que describo en uno de mis poemas.
Lo paradójico era que aunque lloviese en las tardecitas o a las primeras horas de la noche, los medio días eran brillantemente soleados. Apenas contaba con unos cinco o seis años y me gustaba deambular entre mayales y cardones recorriendo el pequeño espacio de la finquita que papá le rentaba a los Silva y que a mi corta edad se me hacía enorme.
En las mañanitas se respiraba siempre un fuerte olor a azucenas y a nardos. Eran las floristas que recorrían la Carretera de Veguitas con unas enormes canastas sobre la cabeza y obligadamente llegaban hasta casa, pues mi madre siempre les compraba gladiolos y azucenas.
Luego llegaban los carboneros y los plataneros a vender su carga y a desayunar, pues como he relatado en otra parte de mi libro, mi papá había instalado un puestecito de desayunos enfrente de la modesta vivienda.
Otra de las imágenes que conservo en la memoria y que no me va a arrancar ni siquiera el Alzheimer es la un sujeto a quien cariñosamente le llamábamos Negro Hidalgo y vendía pollos. Como yo siempre fui muy sensible –hipersensible casi – y odiaba la crueldad en el tratamiento que se les da a los animales, recuerdo que Negro Hidalgo traía a los pollos colgando, con la cabeza al suelo y lo peor era que no los alimentaba, ni siquiera les daba a beber agua. Esa imagen me resultaba repugnante y muy temprano comprendí que el mundo no es un lugar amable.
Otro incidente relacionado también con mi repugnancia a la crueldad contra los animales y que arranca de mi primera infancia se trata de cuando sufrí un ataque de sarampión y en mi convalecencia mi madre mató un pollito que yo había cuidado con mucho cariño y lo frió para que lo comiera. Una vez que supe la verdad me negué a comer y estuve llorando días. La mayoría de los chicos de mi edad esperaban con ansias la Navidad, sobre todo para recibir regalos. No niego que a mí también me agradaba esa tan esperada ocasión, pero me ponía triste escuchar los chillidos de los cerdos cuando eran sacrificados. Ingeniosamente me metía los deditos en los oídos y de esta forma trataba de acallar los lastimosos chillidos de muerte. Esa costumbre aún la conservo.
Pasando a temas más agradables diré que pasear por las estrechas callejuelas del pueblo, la mayoría de ellas aún no se encontraban asfaltadas, era una fiesta para el olfato, pues dondequiera se respiraba los más exquisitos aromas florales. Todavía llevo prendido de la nariz el olor del Galán de Noche, de los Jazmines y de las más variadas rosas. Toda vivienda, por más humilde que fuese tenía su pequeño jardín y los olores se desparramaban por todas partes.
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