En
Cuba, como otros pueblos del Nuevo Mundo, la herencia europea, especialmente de
Andalucía y el sur de España fue profundísima, e igual lo es el aporte llegado
del África y mezclado en un ajiaco suculento en esta geografía.
Los
textos de historia refieren que desde inicios del siglo XIX los trovadores o
cantadores criollos recorrían La
Habana y otras ciudades, recreando en sus piezas las crónicas
de hechos cotidianos con una dosis de humor y hasta de doble sentido. Un
ejemplo es la guaracha “La
Guabina”:
La mulata Celestina
le ha cogido miedo al mar
porque una vez fue a nadar
y la mordió una guabina.
Entra, entra guabina
por la puerta de cocina.
Dice Doña Severina
que le gusta el mazapán
pero más el catalán
cuando canta la guabina.
Entra, entra guabina
por la puerta de la
cocina.
Ayer mandé a Catalina
a la plaza del mercado
que me trajera dorado
y me le dieron guabina.
Entra, entra guabina
por la puerta de la cocina.
La
musicóloga María Teresa Linares dejó escrito en su libro “Introducción a Cuba: la música popular” que la guaracha es un tipo
de canción de ritmo rápido que “siempre recogió el choteo criollo, el hecho político
o el tipo del pueblo que se describía de manera picaresca”, y, obviamente, esas
composiciones han sido muy atacadas por moralistas, culteranos, burgueses y
aristócratas enemigos de la cultura popular. Para probarlo la estudiosa recogió
opiniones publicadas en el periódico “Regañón de La Habana”, edición del 20 de
enero de 1801: “[...] lo que me ha incomodado más [...] ha sido la libertad con
que se entonan por las calles y en muchas casas una porción de cantares en donde
se ultraja la inocencia, se ofende la moral [...] ¿Qué diré de La Guabina que en boca de los
que la cantan sabe a cuantas cosas puercas e indecentes y majaderas se pueda
pensar?”
Expresiones
semejantes se escucharon tiempo después cuando el teatro bufo y vernáculo cobra
auge a partir de la segunda mitad del siglo XIX y hasta las primeras décadas
del XX, con dramaturgos como Francisco Covarrubias, Federico Villoch y los
Hermanos Robreño, los que contaron con el respaldo de compositores de la talla
de Enrique Guerrero, Jorge Anckermann y Eliseo Grenet, quienes recorrían el
país con diversas compañías. En ese género teatral se solían tomar para las
puestas, préstamos de personajes y situaciones locales que luego eran recreados
en el Villanueva, el Alhambra, el Payret y otros teatros habaneros.
A
la vez en La Habana
y otras ciudades, caminos y guardarrayas, caseríos y bateyes proliferaron
trovadores, tonadistas o improvisadores que acompañándose del laúd, el tiple,
la bandurria o el tres también cantaban guarachas, sones montunos y otros
géneros e intergéneros desbordantes de gracia, humor y fabulación.
Muchos
de los elementos nutricios de la obra y el estilo de El Guayabero se encuentran
en el universo mágico del folklore de monte adentro, aunque con múltiples vasos
comunicantes con la música urbana, rítmica y desbrozadora de nuevos caminos que
iniciaron en la música cubana Miguel Matamoros, Ignacio Piñeiro y otros grandes
de la trova y el son.
El Guayabero y Compay |
La
estampa que mantuvo hasta el día de su muerte parecia la de esos viejos
retratos de inicios de los años treinta del siglo XX, con un sombrero cantonié,
también llamado jipi japa y huevo frito, saco y botines. Pero al oírle se le
descubrían siglos de auténtica tradición popular. Ello, seguramente es lo que
lo convirtió en artista universal, especialmente en España, donde muchos estudiosos
le encontraron similitudes con poemas y canciones de su folklore.
El
doctor Danilo Orozco lo definió como un trovador/guajiro[1]
por su estilo musical sencillo e ingenioso, basado en los tumbaos treseros “atravesaos”
de la cuenca del Cauto, zona esa muy cercana a su ciudad natal, en la que las
cuartetas o reginas devinieron soporte literario por excelencia del son y de
sus otras variantes como nengón, kiribá, rumbitas y el changüí guantanamero. De
ellas De ellas se nutrió el talento y el ingenio de este artista que tuvo de
Quijote y de Lazarillo, de montuno y citadino, de tradición y renovación, de
santo y de pecador, que a través de la música se redimía y hacía catarsis en
medio de una sociedad que lo humillaba por negro, pobre y poco letrado.
Como
otros varios, asumió diversos formatos trovadorescos o soneros, preferentemente
el conjunto, pero siempre fue fiel a la juglaresca. En primer lugar porque tenía
devoción por su arte, y en sus presentaciones daba rienda suelta a sus
improvisaciones. Así en sus piezas, para desespero de directores artísticos,
productores de espectáculos y sellos discográficos, podían extenderse más allá
de diez minutos e incluir personajes, fragmentos y hasta piezas completas, de
autores anónimos o no, como es el caso de “La yuca de Casimiro” y “Cuida‘o con
el perro”.
En su gusto por el doble sentido influyeron las características de su más frecuente público de por las décadas que van de 1930 a 1950, compuesto fundamentalmente por hombres solos que frecuentaban bares, cantinas, prostíbulos, que por lo general, desempeñaban duras tareas agrícolas, o trabajaban en almacenes, industrias u otros disímiles oficios propios de gente pobre que buscaba en el alcohol, el sexo fácil y en cualquier entretenimiento de ocasión, una vía de escape a las miserias de sus vidas.
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