Un hermano hace mucho tiempo distante de la aldea, que ahora quiso volver. (Gracias Manduley, no olvides aquello de que yo estaré mirandolos a todos ustedes regresar).
Llora la Aldea las dos clases de Aldeanos: los que desviven por marcharse y los que se mueren
de nostalgia por regresar.
de nostalgia por regresar.
El más antiguo grabado de Holguín que se conserva |
La Aldea nace en la colina y desborda el valle con una cascada de vías principales y aceras de hormigón. Las calles ruedan despacio cuesta abajo, rectas y angostas. Van rumiando ese hastío penoso y amargo de tanto sostener los redundantes pasos de las mismas personas, yendo a los mismos lugares para completar idénticas tareas que ya habían cumplido sus padres, sus abuelos y todos los tátaras del árbol genealógico hasta cuatrocientos años extraviados en el pasado de una historia indiferente y distraída donde el presente no es más que el pasado en un tiempo distinto.
Las casas, pegadas y estrechas, son todas parecidas, alzadas en cemento y monotonía, con tejados antes rojos, hoy desteñidos por el tiempo y roídos por un musgo testarudo e implacable al cual no lava la lluvia tropical ni seca el viento de los huracanes.
Mapa antiguo de la ciudad |
La Aldea, sin embargo, es un prodigio urbanístico gramatical. Fue una villa destinada a quedarse recluida entre paréntesis de agua, donde había nacido, entre los dos arroyos que ahora lamen los cimientos de las casas nuevas, las que saltaron los cauces y se robaron los remansos cuando la Aldea desbordó sus propios paréntesis de agua y se convirtió en una aldea entre comillas. Es decir, la villa creció a pesar de todo, siempre prosperando al borde de extinguirse, hasta que un día rebasó los dos arroyos que oprimían sus límites y se hizo ciudad, con himno de guerra y casco de cinco plumas. Pero en el fondo de su corazón, bien guardado tras la coraza de mampostería, siguió siendo la misma aldea que siempre había sido, algo más grande y un tanto más vieja, pero la misma aldea. Porque una ciudad son calles indolentes, edificios insípidos y plazas sin nombres que todos usan sin que inspiren ternura. Una ciudad es un depósito insensible para almas apresuradas y narcisistas. Sin embargo, una aldea es algo muy distinto.
A la aldea todos la quieren porque, al fin y al cabo, no hay mucho para usar ni prisa para ir porque la aldea es el origen y el destino de la jornada, que comienza y termina en el lugar exacto y el momento
preciso donde el aldeano quiera estar. La aldea es el castillo de las almas bucólicas. Por tanto, la cuidad y los citadinos se rebelaron y quisieron seguir siendo aldea y aldeanos. Claro, a la vista de todos los que no han vivido en ella, la Aldea no es más que una ciudad ordinaria, común y corrientemente provinciana. Nosotros sabemos que no, que es mucho más, es una aldea entre comillas.
preciso donde el aldeano quiera estar. La aldea es el castillo de las almas bucólicas. Por tanto, la cuidad y los citadinos se rebelaron y quisieron seguir siendo aldea y aldeanos. Claro, a la vista de todos los que no han vivido en ella, la Aldea no es más que una ciudad ordinaria, común y corrientemente provinciana. Nosotros sabemos que no, que es mucho más, es una aldea entre comillas.
El primero en salvar el arroyo, saltó las aguas con el desdén y la dignidad de quien no venció pero no se siente derrotado. En realidad, nadie lo quería dentro de los límites de la antigua villa desde hacía mucho y conspiraron y volvieron a conspirar hasta que consiguieron echarlo de la demarcación.
Croquis del Camposanto de Holguin |
Y el nuevo cementerio de la Aldea quedó excluido, proscripto y confinado del otro lado del riachuelo, para que nadie recordara que algún día terminar ía allí, no sólo confinado, proscripto y excluido, sino también apropiadamente cubierto por la tierra que se pasó la vida tratando de ignorar, con los pies apuntando al amanecer, como era regla, y el nombre meticulosamente tallado en la pared de ladrillos y cal. Pero sin querer, los conspiradores, convirtieron al cementerio en una especie de precursor, en el conquistador de tierras más allá de los arroyos. Pocos años después, la mayoría de las edificaciones, escasas de imaginación y geografía, tuvieron que imitarlo y desbordaron sus propios límites de agua.
Al final, como siempre sucede cuando se intenta sortear el único sitio ineludible, la Aldea terminó humillada y ha quedado como abrazando al nuevo-ahora-viejo cementerio, con casas pegadas a sus muros y terrazas con exquisitas vistas a la mortalidad. Decrépitos ángeles y tiznados querubines velan por la paz de las almas; primorosas esculturas de mármol y duelo que develan su belleza, aún debajo del hollín, como quizás cubran la miseria tras la pompa de los monumentos erigidos para recordar por siempre a los que obligaron a un cementerio común y corriente a convertirse en precursor. Muchos años después de que el cementerio había sido proscripto y rehabilitado por la Aldea, los aldeanos construy eron otro cementerio, desterrado también al otro lado de un meandro más remoto, porque el presente en la Aldea no es más que el pasado en un tiempo distinto.
Al final, como siempre sucede cuando se intenta sortear el único sitio ineludible, la Aldea terminó humillada y ha quedado como abrazando al nuevo-ahora-viejo cementerio, con casas pegadas a sus muros y terrazas con exquisitas vistas a la mortalidad. Decrépitos ángeles y tiznados querubines velan por la paz de las almas; primorosas esculturas de mármol y duelo que develan su belleza, aún debajo del hollín, como quizás cubran la miseria tras la pompa de los monumentos erigidos para recordar por siempre a los que obligaron a un cementerio común y corriente a convertirse en precursor. Muchos años después de que el cementerio había sido proscripto y rehabilitado por la Aldea, los aldeanos construy eron otro cementerio, desterrado también al otro lado de un meandro más remoto, porque el presente en la Aldea no es más que el pasado en un tiempo distinto.
Pero las casas no fueron tan audaces, las casas fueron acercándose a los arroyos, ladrillo a ladrillo, hasta que un día tropezaron con las orillas y arremetieron contra el agua, plantando cimientos en el ancestral curso de los ríos. Las casas se robaron las piedras, refugio de los peces,y erigieron sus paredes sobre ellas, con los peces fosilizados en los muros y una capa de arena de los remansos, mezclada con cemento, para ocultar la brutalidad y cubrir la desnudez de unas paredes que parecen germinar desde el fondo del río.
Los aldeanos de hoy, de vez en decenas, se lamentan de que las aguas invaden sus dormitorios cuando el cauce se multiplica con las lluvias. Pero los dormitorios están levantados sobre lo que antes fueron los suaves y limpios rápidos de los arroyos. Es, de alguna manera, una clase de venganza que nunca cesará mientras las edificaciones no le devuelvan las tierras a las aguas. Es el “bilongo del jigüe”, lo que traducido al idioma extraldeano, sería algo así como “la maldición del duende crioll o”. Y cada vez que las casas se olviden de que le robaron el curso a los ríos, los ríos invadirán los dormitorios, correrán por sus portales, agitarán remolinos sobre los pisos de losetas y se llevarán todo lo que encuentren, sobre todo si tiene algún valor sentimental.
Claro, las viviendas no le robaron a las aguas por maldad, si no porque a los aldeanos más pobres no les alcanzaba el dinero para comprar parcelas en el centro de la Aldea, a dos o tres cuadras de las calles principales que bajan desde el cerro. Y, salvedad, como la Aldea vive en un valle, por supuesto que está rodeada de cerros. Lomas, los aldeanos las llaman, y hay muchas, de todas las formas y personalidades alrededor de la Aldea, desde la loma de la Piedra Blanca, donde hay muchas piedras, ciertamente, pero ninguna es blanca; o las de Los Lirios, que tampoco hay lirios, ni orquídeas, ni flor alguna. Pero de ésas no bajan calles principales, son cerros relegados a conformase con la última porción en la siempre injusta distribución de jerarquías. Esas, y otras muchas, son colinas de segunda clase, como los aldeanos que se vieron forzados a robarle las tierras a las aguas.
Los cerros que en verdad tienen categoría, digamos, de tierra azul, son sólo dos. El primero tiene una hosca figura de volcán a punto de erupción; intimidante colina que en el fondo es de personalidad inocua y gentil, porque al fin y al cabo no tiene cráter, como aparenta, es solamente una loma provinciana con ínfulas de volcán continental. Quizás por eso los aldeanos a menudo se olvidan de que existe. Tanto, que si la arrancaran de su sitio, la mayoría de los aldeanos se percatarían mucho después, cuando caigan en cuenta de que a la Aldea le sobra espacio y de que el sol tarda más en ponerse porque falta el imaginario cráter que se lo tragaba cada tarde antes de llegar al horizonte. Por tanto, la colina más importante, sobre la que los aldeanos derraman toda su pasión pueblerina, es de donde bajan las calles principales.
La loma donde el fraile clavó una cruz de madera que acarreó en sus hombros desde la falda hasta lo más alto y allí la dejó, para que los aldeanos pudieran verla desde cualquier punto cardinal. Y los aldeanos estuvieron orgullosos de que la loma fuera una loma distinta, una colina con sello individual, y sacaron procesiones, hicieron ofrendas, cumplieron promesas a sus santos subiendo de rodillas hasta la cruz. A la larga, la loma fue tan popular que los aldeanos construyeron una escalinata, para llevar sus ofrendas a la cima con más comodidad o para mirar la Aldea desde las alturas e identificar sus tejados entre cientos de tejados iguales y sus calles entre decenas de calles idénticas. Pero apenas habían terminado de construir el último, el cuatrocientos cincuenteavo escalón, las procesiones dejaron de subir y los aldeanos se olvidaron de cómo organizarlas. La interminable escalinata hasta las alturas quedó como un objeto más bien ornamental, con esporádicos e individuales aldeanos escalándola, los cuales podían verse avanzar despacio hacia la cima desde cualquier parte de la Aldea. Muchos años después, los aldeanos volvieron a organizar desfiles hasta la cruz, porque el presente en la Aldea no es un presente nuevo del todo, si no imperceptiblemente zurcido con los hilos de un presente anterior.
Y es de la falda de este cerro de donde bajan las calles principales, que fueron importantes desde el principio, pero en realidad no nacieron del cerro, como aparentan para darse un toque de aristocracia tropical y rodar loma abajo con el altivo recorrer de una nobleza vial que realmente no tienen. Porque las calles principales nacieron en lo más hondo del valle, entre los dos arroyos que al final rebasaron. Provincianas vías, que nunca han entendido que hay más virtud en haber alcanzado el cerro que en haber nacido de él y continúan, tozudamente, fingiendo rodar loma abajo. Sin embargo, lo simulan tan bien, tan coquetamente, que el verdadero origen es totalmente irrelevante y son calles de auténtica alcurnia a los ojos de los aldeanos y de cualquier cartógrafo que no haya vivido lo suficiente para saber que nada es exactamente lo que aparenta ser. Y que si algún día lograra descifrar esa exactitud, de nada le valdría tampoco porque para entonces ya habría cambiado y la nueva exactitud sería la única exacta para establecer un juicio certero.
De todas maneras, la fingida prominente alcurnia de las calles principales, convertida en alcurnia de verdad de tanto imitarla, no ha podido cambiar el curso de los augurios de ser dos vías nacidas bajo el signo de los amantes desencontrados. Y es que ambas corren tan rectas que nunca han podido encontrase en ningún lugar de la Aldea y se mueren de ternura y paralelismo sin poderse tocar.
Claro, los aldeanos se percataron desde el principio, porque el amor es una emoción que se exacerba cuando se trata de ocultar, y hallaron la manera de que se vieran, aunque no pudieran tocarse. Los compasivos aldeanos construyeron plazas entre las dos, de esta manera las calles se pueden mirar, a intervalos, en presencia siempre de uno de los cinco parques que los vecinos concibieron como chaperones. Y chaperones son, han sido, y serán para siempre, de las calles y de la gente que se sienta a conversar a la sombra de los ficus en las tardes de verano, cuando el tozudo sol ecuatorial proyecta una sombra invisible bajo los pies, y de los amantes que se besan en las noches, públicamente escondidos bajo el farol sin bombilla donde se besaron sus tatarabuelos cuando las calles no habían llegado aún a la colina.
Y las calles principales aprendieron a sobrevivir disfrutando de ese único minuto de regocijo de mirarse desde lejos, con aldeanos cruzando las plazas para ir a los mismos lugares, invariablemente emprendiendo sus jornadas que comienzan y terminan en el mismo sitio , y con árboles extendiendo sus ramas hacia el lugar exacto donde les impedían ver el otro lado. Las calles principales corrieron paralelas hasta que un día se percataron de que cada vez la distancia era mayor y de que ni siquiera parecían ser las mismas calles del principio . Los aldeanos no construyeron más plazas entre ellas porque el amor es una emoción que no se puede simular y los aldeanos descubrieron que era más el hábito de mirarse desde lejos y la obstinación de vencer lo inevitable que el amor que creían sentir.
En su obsesión, las calles principales no tuvieron ojos para otras calles, para ninguna de las que se tropezaban en cada cuadra y en cada esquina de cada plaza y que hacían lo imposible por hacerse notar. Se sumergieron en la terquedad de vencer elparalelismo hasta que se dieron cuenta de que ya a nadie le importaba esa tozudez, que ni siquiera eran las mismas del principio y habían dilapidado su tiempo y su geografía en un romance platónico destinado al desencanto desde el principio. A este punto, se separaron para siempre, una cruzó el río hacia el barrio nuevo, pasada la estación del tren, y la otra se escapó de la Aldea, por el sur, casada con una vía principal que va al siguiente pueblo.
Al fin y al cabo la Aldea había crecido y ya no eran las únicas calles, sólo parte de un infinito ovillo de calles nuevas y viejas que se encuentran y se desencuentran, que se cruzan y se vuelven a cruzar con ojos para verse o terquedad para no ver más que una.
En su obsesión, las calles principales no tuvieron ojos para otras calles, para ninguna de las que se tropezaban en cada cuadra y en cada esquina de cada plaza y que hacían lo imposible por hacerse notar. Se sumergieron en la terquedad de vencer elparalelismo hasta que se dieron cuenta de que ya a nadie le importaba esa tozudez, que ni siquiera eran las mismas del principio y habían dilapidado su tiempo y su geografía en un romance platónico destinado al desencanto desde el principio. A este punto, se separaron para siempre, una cruzó el río hacia el barrio nuevo, pasada la estación del tren, y la otra se escapó de la Aldea, por el sur, casada con una vía principal que va al siguiente pueblo.
Al fin y al cabo la Aldea había crecido y ya no eran las únicas calles, sólo parte de un infinito ovillo de calles nuevas y viejas que se encuentran y se desencuentran, que se cruzan y se vuelven a cruzar con ojos para verse o terquedad para no ver más que una.
Pero las plazas quedaron allí, cuadradas y blancas, con los mismos ficus, que al fin terminaron de crecer cuando no tuvieron nada a lo que interponerse. Los árboles de los parques habían multiplicado sus ramas de pura maldad, porque les quemaba el tronco la envidia de que alguien derrochara una emoción que ellos eran incapaces de sentir. Y los aldeanos se beneficiaron de la sombra, tomando un descanso en su habitual camino a ninguna parte, o remendando el mundo con filosofía de bocacalle, o contando los lóbregos secretos de los demás para conjurar los propios.
Las cinco plazas se quedaron en el mismo sitio, perfectamente alienadas cada un par de cuadras, sin espacio a donde extenderse ni camino por donde huir. Entonces comenzaron también a reclamar su linaje porque al fin y al cabo eran los atajos que los aldeanos tomaban cada día para llegar a ningún lado y todas las calles, principales o no, llevaban a ellas. Y los aldeanos concordaron en que debía haber también una plaza principal y escogieron una, que no fue la primera que habían construido, la de la iglesia como en cualquier otra aldea de categoría, si no la que le sigue al noroeste. Nadie sabe a derechas por qué la segunda plaza fue escogida como la principal, pero los aldeanos peor pensados están convencidos de que la plaza simplemente compró el título de principal con el dinero de los comercios que se amontonan a su alrededor.
Las otras cuatro plazas, como las colinas de donde no bajan calles principales o las casas que le robaron la tierra a las aguas, se tuvieron que conformar con ser plazas de segunda categoría. Y al principio se resistieron, cada cual con su particular plan de competencia, abonando sus árboles para que fueran más frondosos, pintando los bancos con colores más atractivos o reparando los adoquines para que los aldeanos no tropezaran cuando atajaban en sus obstinadas marchas al mismo punto desde donde habían partido. Pero muy pronto se percataron de que no era un asunto de bancos, si no bancario y que no tenían ninguna oportunidad de ganar porque el fulgor de las monedas altera anatómicamente la córnea de los ojos y todo se ve del mismo color, idéntico tamaño y forma similar.
En fin, las plazas tuvieron que aprender a sobrevivir sin el alimento al narcisismo arquitectónico de ser una plaza principal. Con el tiempo se acostumbraron a esa paz que habían obtenido de no tener que defender ninguna jerarquía y pudieron practicar libremente su vocación, aplicando todo el talento en instruir a los niños del vecindario en el arte de ser felices hasta que fueran suficientemente mayores para ir solos a la plaza principal y que el brillo de las monedas les arruinara los ojos para siempre.
Las plazas se adueñaron de la edad de los aldeanos, desde que sus padres los llevan a jugar, cuando luego les permiten ir solos y hasta que la plaza les queda pequeña y se aventuran a la plaza principal para convertirse en aldeanos adultos, un minuto antes de que el resplandor de las morocotas le tuerza las córneas. Pero a esas alturas ya las plazas los han marcado, con el dibujo de sus adoquines, en la parte más blanda de sus corazones. No importa cuán lejos el aldeano vaya porque la marca es perpetua, visible e inalterable y los fuerza a regresar, tarde o temprano, de cuerpo o de alma, a la plaza nodriza que les enseñó a ser felices antes de que el destello de las monedas le borrara el color a las ramas de los ficus. Las plazas se convirtieron en plazas principales para el corazón de los aldeanos cuando desistieron de competir por un fatuo título urbanístico, provinciano y narcisista.
Holguin y sus "tradicionales 43 barrios" |
Claro, a los ojos de la plaza principal, hicieron todo eso por envidia, porque no les quedó otro remedio que el de vengarse de sus laureles marcando el corazón de los aldeanos antes de que tuvieran la edad suficiente para decidir por ellos mismos.
Pero en el fondo , todos saben que la Aldea no sería lo mismo sin ese centro, sin los largos y ovalados escaños sobre el piso de granito de donde emerge la estatua del prócer, apuesto y enérgico, que reconquistó la tierra con su sable y ahora la guarda, en mármol, para que los niños jueguen a su alrededor. Y si no tiene una iglesia, tiene dos teatros, que no purifican las almas, pero las recrean para, cuando les corresponda, se vayan más livianas y frescas a donde les toque habitar para su eternidad de almas pueblerinas marcadas por la Aldea.
En vida, los aldeanos necesitan de los comercios que prosperan o se derrumban bajo la indulgente sombra de los corredores, largos y anchos, con el piso de losetas pulido y gastado por los pertinaces pasos de los aldeanos en sus tozudos viajes a donde mismo están. Y, como plaza principal, le corresponde también marcar la condición y la jerarquía de las personas. Cada esquina de la plaza, cada banco y cada losa de granito, marca un nivel diferente en el escalafón social de los aldeanos.
Es un sistema provincianamente complicado, pero también, infalible. Sólo los aldeanos de más experiencia pueden surcarlo sin exponerse a errar y terminar sentado en el escaño equivocado que le cambie su cultura, sus intenciones o su orientación sexual. Porque en la Aldea, los aldeanos no son lo que creen ser, si no lo que los otros aldeanos decidan, en dependencia del escaño donde suelan sentarse. Y los bancos son los mismos de siempre, pero el significado cambia con el tiempo y vuelve a cambiar otra vez, de manera que si los aldeanos se ausentan por mucho tiempo , tienen que volver a aprender cuál sería el banco correcto para sentarse o la esquina de la plaza más apropiada paradetenerse a conversar.
Cuando los aldeanos jóvenes llegan a la plaza principal por primera vez,con su visión a punto de arruinarse, invariablemente creen que han inventado el sistema de clasificación. Pero el método siempre ha sido parte de la plaza principal, desde antes que la colina vistiera su escalinata a las nubes, o de que las calles principales se desengañaran y huyeran avergonzadas. Porque el tiempo de la Aldea no salva las colinas que enclaustran el valle, si no que choca contra ellas y vuelve atrás, es el mismo tiempo de otros tiempos en un tiempo distinto.
Pero en el fondo , todos saben que la Aldea no sería lo mismo sin ese centro, sin los largos y ovalados escaños sobre el piso de granito de donde emerge la estatua del prócer, apuesto y enérgico, que reconquistó la tierra con su sable y ahora la guarda, en mármol, para que los niños jueguen a su alrededor. Y si no tiene una iglesia, tiene dos teatros, que no purifican las almas, pero las recrean para, cuando les corresponda, se vayan más livianas y frescas a donde les toque habitar para su eternidad de almas pueblerinas marcadas por la Aldea.
En vida, los aldeanos necesitan de los comercios que prosperan o se derrumban bajo la indulgente sombra de los corredores, largos y anchos, con el piso de losetas pulido y gastado por los pertinaces pasos de los aldeanos en sus tozudos viajes a donde mismo están. Y, como plaza principal, le corresponde también marcar la condición y la jerarquía de las personas. Cada esquina de la plaza, cada banco y cada losa de granito, marca un nivel diferente en el escalafón social de los aldeanos.
Es un sistema provincianamente complicado, pero también, infalible. Sólo los aldeanos de más experiencia pueden surcarlo sin exponerse a errar y terminar sentado en el escaño equivocado que le cambie su cultura, sus intenciones o su orientación sexual. Porque en la Aldea, los aldeanos no son lo que creen ser, si no lo que los otros aldeanos decidan, en dependencia del escaño donde suelan sentarse. Y los bancos son los mismos de siempre, pero el significado cambia con el tiempo y vuelve a cambiar otra vez, de manera que si los aldeanos se ausentan por mucho tiempo , tienen que volver a aprender cuál sería el banco correcto para sentarse o la esquina de la plaza más apropiada paradetenerse a conversar.
Cuando los aldeanos jóvenes llegan a la plaza principal por primera vez,con su visión a punto de arruinarse, invariablemente creen que han inventado el sistema de clasificación. Pero el método siempre ha sido parte de la plaza principal, desde antes que la colina vistiera su escalinata a las nubes, o de que las calles principales se desengañaran y huyeran avergonzadas. Porque el tiempo de la Aldea no salva las colinas que enclaustran el valle, si no que choca contra ellas y vuelve atrás, es el mismo tiempo de otros tiempos en un tiempo distinto.
Pero las plazas nunca pudieron vadear los ríos, como el cementerio, las casas o las calles, principales o no. Las plazas envejecieron compitiendo por una hidalguía huera y provinciana, mientras todo lo demás rebasaba los paréntesis de agua para convertirse en elementos urbanísticos gramaticales, en aldea entre comilla. A primera vista, las plazas, anticuadas y pueblerinas, no entendieron que había llegado el momento de saltar los ríos. En realidad, prudentes y sabias, prefirieron quedarse donde estaban, marcando el corazón de los niños o cercenándole la visión a los jóvenes, sin arriesgarse más allá de las aguas, donde se gana todo o se pierde la escasa distinción que se ha podido acumular, donde tienen que llevar a sus espaldas las pesadas comillas de no querer ser lo que inexorablemente son. Las plazas representan la
única sección de la Aldea que sigue siendo aldea de verdad, sin comillas o paréntesis, sin la ambición, o la audacia, de aventurarse del otro lado de los ríos.
Y los dos arroyos agradecieron esa indulgente tregua en las humillaciones. Los ríos, más que las calles, las plazas o las colinas, habían sido el origen y la causa de la Aldea. A pesar de los cartógrafos, de los títulos rimbombantes o de las consentidas calles de cemento azul, el pueblo había nacido de los arroyos, que vivían bien a gusto en el valle desde mucho antes de que a los aldeanos se les ocurriera construir aquellas casas ingratas que le robaron sus márgenes y las calles indolentes que desaguan todas las bajezas en sus caudales. Pero a los aldeanos se les olvidó que al principio era la única agua que bebían, el único lugar donde lavar sus ropas y el refugio donde acudir para escaparse del abrasante sol, en un valle donde el verano comienza al día siguiente de cuando termina el anterior. Nadie recuerda que para convencer a un rey, ¡a un rey!, los vecinos que aspiraban a ser aldeanos atestiguaron que tenían agua saludable y suficiente para sustentar una aldea.
Las “aguas suficientes” eran ellos: los dos arroyos. Pero la Aldea se olvidó de su origen mientras crecía y los aldeanos consumieron su tiempo construyendo plazas para consentir a las calles principales y escalinatas a la cima del valle para peregrinar hasta la cruz só lida y blanca que se recorta, allá en la cresta de la loma, contra el cielo puro e infinito de una aldea donde el aire está deliciosamente contaminado de poesía y titilan más poetas que bombillas en el alumbrado público. Mientras tanto, ni la Aldea ni los aldeanos se percataron de que los arroyos se habían quedado solos, vejados por los cimientos de las casas, ultrajados con escombros y emponzoñados de aguas albañales. Y los arroyos padecieron estoicamente todas las ofensas porque, a pesar de todo, los roía ese instinto maternal por una aldea que habían visto nacer de
sus márgenes y expandirse por el valle hasta desbordar sus límites de agua y convertirse en una
aldea entre comillas.
Los ríos no guardaron rencor, si no esperanza de que algún día lo s aldeanos recordaran su origen, le sacaran los cimientos clavados en sus costillas y limpiaran las bajezas vertidas a sus caudales. De todas maneras, decidieron huir, como las calles principales. Se encontraron los dos al sur de la Aldea y se fueron juntos, más allá de los confines del valle, jugando con las flores incendiadas de rojo que los flamboyanes arrojaban a su cauce y soplando niebla al amanecer para que las mimosas plegaran sus hojas de pudor. Las castas piedras y el inocente lodo del campo limpiaron sus aguas de los agravios, pero los arroyos siguieron alejándose, cada vez más, inmersos en el delirio por marcharse de la Aldea y muriéndose de nostalgia por regresar.