Por Armín
González Almaguer*.
Los
primeros cinco meses del lejano 2002 fueron de emociones inconmensurables para
los habitantes de Holguín, en particular para los aficionados al béisbol. A las
once y cuarenta y cinco minutos de la noche del 28 de junio ocurrió la
apoteosis de una victoria sin precedentes. El constante colaborador del
periódico ¡Ahora!, Ventura Carballido, comparó tanta alegría con la que se
produjo en la Ciudad
por la llegada, en 1959, de los intrépidos barbudos que «traían la aurora de la
libertad».
Ciertamente,
aquella fue una temporada en la que Holguín estaba bañada por el béisbol: los
principales dirigentes de la provincia se hicieron instalar oficinas en las
bulliciosas salas del Estadio Mayor General Calixto García: lo decidieron así
por el sublime principio patriótico de no dejar de apoyar a su Equipo.
Los “cacos”,
que viven sin escrúpulos, dejaron de robar, no por temor a la policía sino por
la misericordiosa duda de poder estar robándole a alguien que simpatizara con
su mismo Equipo. Los choferes, presurosos daban botellas, ninguno lo hacía por
ser de buen corazón, sino por el dulce placer de viajar polemizando sobre la
última jugada del día anterior. Una amiga mía me llamó desde Colombia y me dijo
llena de convencimiento: «¡Quiero ser holguinera!». Mis estudiantes, los de
entonces que son iguales a los de ahora y a los de siempre, de pronto
comenzaron a estudiar hasta en las madrugadas: quise hacer una investigación
científica de aquel cambio y uno de ellos me dejó sin ninguna duda: «siga usted
navegando, profe, que su Pedagogía es la misma de toda la vida; lo que sucede
es que nos convencimos de que estudiar es el mejor modo que tenemos para
contribuir a la victoria del Equipo».
El régimen
de lluvia de aquellos días fue perfecto, llegué a creer que era el mejor
ejemplo de planificación socialista que la naturaleza nos podía dar. No solo
hicimos la mejor zafra beisbolera de la Historia, sino que también alcanzamos las mayores
producciones de café, azúcar y níquel que jamás pueblo alguno había soñado; la
razón era bien simple: todos queríamos implantar más récords que los que estaba
estableciendo el Equipo. El único rubro desfavorecido entonces fue la
ganadería, sencillamente, porque «a las vacas no les interesa la pelota», como
me espetó, risueño, un compañero de trabajo. Los “termeros”, que no andan
creyendo en gatos pardos ni en agua sucia, abastecieron la mejor cerveza de
todos los tiempos y los gastronómicos, amables y diligentes, sirvieron los
mejores platos con los mejores precios del mundo.
El plural
pasó a ser plural hasta en las derrotas que, por cierto, fueron
intrascendentes: «hoy perdimos, pero mañana no hay quién nos gane», así
decíamos todos a todos, a los conocidos y a los desconocidos quienes, por la
magia del Equipo, se habían convertido, de pronto, en conocidos también. La
única nota discordante de aquellos días la dieron los cocheros y los
bicitaxistas: aprovecharon la efervescencia colectiva para elevar sus tarifas
increíblemente pues, para la mayoría de ellos, solo existe un triunfo.
Los niños
dejaron de dibujar soles, casitas y barquitos para pintar peloteros, guantes y
pelotas. Los del Lírico ya no firmaron más autógrafos, pues los del Equipo los
desplazaron en popularidad y en todo. En la UNEAC y las Universidades se dejó de hablar de
literatura y de ciencia para conversar de pelota y discutir sobre qué
lanzadores le pondríamos a Santiago de Cuba y a Villa Clara. Un amigo mío, para
quien la poesía es su vida misma, abandonó por esos días el rito de leer a Quevedo,
a Borges, a Neruda y a Lalita Curbelo y me confesó que lo emocionaba más un
juego del Equipo que un poema de Delfín Prats.
Nuestros
narradores deportivos y los técnicos de la radio inventaron una nueva manera de
narrar los juegos de pelota; tal es así, que las descripciones hechas por
Duchalde, Eliades, Rondón y Noire se volvieron antológicas y, desde entonces,
ya nadie cuestiona que hay tres modos de ver un juego de béisbol: estar en el
estadio, mirar la televisión o sintonizar Radio Angulo. De igual modo, los
peloteros, los trabajadores del Estadio y los aficionados lograron que este
fuera declarado el mejor del país.
Nunca antes
las peñas deportivas hicieron una mayor contribución a la victoria y los
aficionados, llenos de espíritu competitivo, abarrotaban las gradas del
Calixto, coreaban «se va, se va» y creaban las más inimaginables y hermosas
iniciativas: hacían la ola de un modo tan perfecto que parecía que la habían
ensayado novecientas noventa y nueve mil novecientas noventa y nueve veces. Mención
especial en este desbordamiento de entusiasmo merecen las mascotas que avivaron
la serie: tantas fueron las delicias que hicieron entre grandes y chicos que mi
hijo pequeño, rotundo, me llegó a decir «quiero estudiar para cachorro.»
En el
camino hacia la victoria, el pueblo no olvidó a los peloteros de este
territorio que, antiguamente, integraron los equipos Orientales; a Julio Quiala
que vistió el uniforme como receptor de los del Este en aquella histórica
Primera Serie; al lanzador adoptivo Rafael Castillo, integrante de equipos
Cuba; a uno de los más talentosos bateadores de la provincia de Holguín, quien
integró el Equipo Nacional Juvenil a finales de la década del los 70, Ricardo
Bent William que, en su paso breve por el béisbol cubano, dejó grata impresión
desde el cajón de bateo; a Jorge Cruz, que pasó a la historia como el torpedero
cubano con mayor cantidad de jonrones conectados en series nacionales.
En la XLI serie, la etapa
clasificatoria concluyó el 17 de mayo de 2002: Holguín logró balance de 55
éxitos y 35 fracasos, líder de la zona oriental y solo superado en victorias
por Pinar del Río, que obtuvo en el occidente 64 éxitos, lo que constituyó
nuevo récord nacional. Los otros clasificados por el oriente fueron Camagüey,
Villa Clara y Santiago de Cuba y por el occidente Industriales, Sancti Spíritus
y la Isla de la Juventud.
Cada
partido era un pozo de emociones y ansiedades, tantas, que los cortaúñas no
hicieron falta más: cómo olvidar el jonrón, en el noveno episodio, de Juan
Rondón para dejar tendidos a los discípulos villaclareños de Víctor Mesa en la
final oriental de esa serie; justo en se momento, mi hermana que sabe de pelota
lo que yo de nanotecnología, dio un salto y me dijo «ahora sí no hay quién nos
gane.»
Los
holguineros lo sabemos, pero no queremos confesarlo: quien ponchó a Cepeda no
fue solo Gil, fue la energía concentrada de un pueblo para el que la Victoria era inaplazable.
En aquel mismo instante, un vecino mío y yo, que meses antes por poco nos vamos
a los puños, corrimos a abrazarnos y comenzamos a cantar Alma con Alma con
tanta armonía como únicamente lo hacen Tito Gómez y la orquesta Riverside. Nos
fuimos al estadio a las once y cincuenta y cinco minutos y sus áreas aledañas
eran un mar de pueblo jubiloso; de pronto, en medio de la algarabía, mi vecino
descubre la presencia cercana de una estelar comentarista deportiva de la
televisión y sin pausa le dice «y ahora, Julita, qué vas a decir.»
Las
canciones del Guayabero no solo se volvieron a escuchar, sino que fueron más
populares que la de todos los grandes cantantes juntos. Los autos tocaron sus
claxon desenfrenadamente, los niños y los jóvenes sus pitos y cornetas y las
campanas de las iglesias replicaron a gloria.
En esos
días, mis vecinas, felices de ver a sus esposos felices, renunciaron a las
telenovelas y en el momento sublime del triunfo dejaron sin fondos decenas de
cacerolas. Esa noche, sin convocatoria de nadie y con el último strike,
comenzamos la más perfecta vigilia que jamás se haya realizado: nos turnábamos
para que siempre hubiera un millar de holguineros despiertos, «no fuera a ser»,
como le escuché decir a una bella aficiona, «que la Comisión Nacional
le adjudicara el título de Campeón al equipo de Industriales.»
La derrota
propinada a Sancti Spíritus aquella noche del 28 de junio de 2002, ha alejado a este
equipo del gallardete de campeón por los siglos de los siglos. El estelar
narrador deportivo de la televisión, Héctor Rodríguez, lleno de asombro, dijo
una frase cordial «Esto nunca se ha visto en el béisbol cubano.» Por su parte,
el director del equipo victorioso, Héctor (Tico) Hernández, con el mismo
regocijo de sus jugadores y del pueblo, fue diáfano al decir «Es tremenda la
felicidad que siento» y después de enfatizar en que todos aportaron, reconoció
la contribución al éxito de Luis Miguel, Orelvis, Gil, Juan Enrique, Denis,
Rondón, Quintana, Pacheco y Varona.
En aquella
temporada, creyentes y no creyentes encendimos velas, tiramos agua para la
calle y cantamos y bailamos ritos jamás sospechados; otro viejo amigo mío,
eufórico por la Victoria,
hizo un juramento que no dejará de cumplir para la próxima Serie Nacional:
subirá, sin descanso, 458 veces los 458 peldaños que conducen hasta la cima de la Loma de la Cruz. Tengo la más
raigal convicción de que apenas mi amigo cumpla con la palabra empeñada,
volveremos a disfrutar de un Triunfo Colectivo como aquel… «¡Arriba
caballeros!»
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*Armín
González Almaguer: profesor de Matemática (Probabilidades y Estadística) e
Informática de la
Universidad de Ciencias Pedagógicas José de la Luz y Caballero
Tomado de:
Visión desde Cuba
http://visiondesdecuba.com/2012/06/28/aniversario-10-el-dia-en-que-holguin-desplumo-a-los-gallos/
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