Para
hacer el más rústico de los fogones, se cogían cuatro piezas de madera rolliza que
hacían la función de las patas. Esas se encerraban en un cuadrado de madera
rolliza que formaba un cuadrante. Por encima se les ponía unas tablas de palma
y quedaba una caja que se rellenaba con tierra, esa tierra hacía la función de
sustancia aislante para que no se quemaran las tablas. Arriba de la tierra se
ponía ceniza que se mojaba y se aplanaba con las manos.
Cuando
se utilizaba el fogón había más ceniza con la que cada semana se volvía a
aplanarlo todo con agua y la mano, de forma tal que no se viera la tierra y que
diera la apariencia de limpieza. Había quien en lugar de ceniza usaba tierra
blanca que se llama “cocoa” que es una arcilla que al contacto del agua se
endurece como si fuera cemento.
Después
de tener llana la superficie que quedaba en el cuadrante, se colocaba en el
centro dos hiladas paralelas de ladrillos o piedras lisas que también vestían
con ceniza o cocoa. (En el caso de Embarcadero, la gente conseguía los
ladrillos para los fogones arrancándoselos a un viejo fuerte de la época de los
españoles del que todavía se ven sus ruinas). Sobre aquellas dichas hiladas se
atravesaban unos pedazos de hierro a los que le llamaban “pernos” y que generalmente
se hacían con un pedazo de machete viejo. En el caso específico de Candelaria
usaban fragmentos de piezas de las uniones de los carriles de ferrocarril.
Sobre esos hierros se montaban las ollas y debajo se ponía la leña para el
fuego.
El
fuego había que mantenerlo vivo todo el tiempo, ese era uno de los trabajos más
difíciles de las mujeres de la casa. Se pasaban ellas todo el tiempo soplando o
echándole aire con un penca, un sombrero viejo o un pedazo de zinc.
Cuando
se acababa de hacer el almuerzo y el fogón iba a quedar sin uso hasta la tarde,
se acostumbraba a dejar encendida una pieza de madera más gruesa o tizón que se
llamaba el guardián. Cuando se iba a encender el fuego otra vez se encima del
tizón se ponían unas “charamuscas”, que eran pedazos de madera seca y se
soplaba. Igual se ponía papel. Otras veces se usaba madera sin prender. Para
encenderla se le echaba petróleo.
El
guardián también podía quedar encendido de un día para otro. En la madrugada,
cuando se iba a encender el fogón para el café se realizaba la misma operación
descripta.
Muchas
veces en las cenizas quedaban brazas encendidas donde se ponían boniatos o
plátanos. Esos se dejaban allí toda la noche y al otro día, asados, servían
para desayunar.
El
guardián no podía salirse del área del fogón. Recuerda Enrique Doimeadios, que
por años fue maestro de escuela primaria, que durante una acampada con sus
alumnos, les prestaron una cocina de la cooperativa. Dejó el al guardián muy
cerca de la pared que también era de madera y se fueron a dormir. Despertaron
al calor del fuego, pero no un fuego en el que se ven las llamas, ese es fuego
que avanza por dentro de la madera y la va carbonizando.
En
las familias más pobres también se utilizaba tablas de palma y tablas de las
cajas de bacalao como leña para alimentar los fogones.
La
leña gruesa para el fogón generalmente era responsabilidad de los hombres de la
casa, la que le decían charamusca la buscaban las mujeres. A veces se usaba
charamusca para cocinar algo rápido, como por ejemplo, hacer café.
Convenientemente cortada, la leña gruesa se ponía debajo del fogón.
Los
campesinos casi nunca usaban leña de la planta que comúnmente se llama Yaya,
porque, dicen, su humo es toxico y daña la vista. Dijo Enrique Dopimeadios que
a su abuela Caridad Rodríguez Moreno, hija del canario Juan Rodríguez Perez
natural de la isla de La Palma,
se le dañó la vista porque su esposo, Baldomero Cuenca Pérez, nieto de canarios,
trajo confundido un pedazo de madera de Yaba. Para curarse su abuela usó por
años la miel de abeja de la tierra. Esa es una abeja que no pica.
Gran
parte de las horas de su día las mujeres las invertían en la búsqueda de la
leña, sobre todo cuando sus maridos eran indolentes y no le traían toda la leña
que ella necesitaba o cuando era la que traían leña de mala calidad que se
consumía muy pronto.
Mi
abuela, dice Enrique Doimeadios, tenia una prima hermana hija de canarios que se
llamaba Valentina Moreno. Le decía Valentina al marido que le buscara leña y si
el marido no lo hacía rompía ella las paredes de la casa y cogía los cujes para
cocinar, entonces el marido tenía que volver a hacer la pared vivían ellos en
Casalla, que pertenece a Candelaria.
No
conocí yo una sola mujer que no saliera a buscar leña, dice Enrique. Siempre
iba yo con mi abuela a un bosquecillo que había a la orilla de un arroyo, en la
finca de Miguel Pérez. Llevábamos un garabato que era un palo largo que tenia
en la punta un palito invertido o un alambre, con ese “instrumentos”
enganchábamos, halábamos y partíamos las ramas finas de los árboles que después
servían a mi abuela para charamusca.
Mi
abuelo, dice Doimeadios, trabajaba en una vaquería de Beola que tenia doble
ordeño y se pasaba el día entero trabajando. A veces llegaba y traía un palo grande,
grande, grande y lo picaba con el hacha. Era el hombre quien usaba el hacha,
aunque algunas mujeres también la cogían y rajaban el palo. Lo que ellas no
hacían era tumbar el árbol.
A
las charamuscas también le decían garabullas. El muy exitoso narrador
holguinero Rubén Rodríguez tiene un
libro de cuentos infantiles que se llama “El garrancho de garabulla”
Dice
el diccionario de la Real Academia
que Chamarusca es leña menuda que levanta mucha llama mientras que garrancho es
rama desgajada de un árbol. “Garabulla” no aparece, por lo que debe ser un cubanismo.
Rara
vez los campesinos cortaban un árbol para usarlo como leña. Los que ellos
cortaban eran los secos, y eso era doblemente útil: para leña del fogón y para
impedir la propagación de un incendio en el monte. En el caso de que un árbol
que se hubiera utilizado en carpintería, como por ejemplo un cedro, se recogían
todas sus ramas y se utilizaban en la cocina, pero esto último nada más se
hacía en el llano donde casi todos los terrenos se usaban en la agricultura y
por eso no había bosquecillos y si los habían allí nada más había árboles
frutales. Pero si se daba el caso de que se cortaran árboles para leña, como la
población no era numerosa, no afectaba mucho la ecología.
Cuando
en verdad se afectó la ecología en la
Sierra de Gibara fue durante el “Periodo Especial”, por allá
por los años finales del siglo XX. Entonces la población si era abundante y por
eso se cortó muchos árboles.
No hay comentarios:
Publicar un comentario