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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

24 de agosto de 2021

El indio Condenado

(Estampa holguinera) 
Autor: Desconocido. 

Distante del final del caserío que un buen día tuvo a bien otorgarle título de Ciudad aquel rey lejano, y casi a la vera del camino que conduce a las fértiles tierras de La Guanábana y Purnio, tenía su bohío la hacendosa Soledad Moyúa. Un aire intemporal le impregnaba a su ensortijada cabeza y su lento andar. 

Algunos atestiguaban que la dicha negra había llegado en los primeros veleros atestados de la preciosa y útil carga de ébano, procedente de Guinea. Otros aseguraban que la acaudalada familia Mollúa la había adquirido en Puerto Príncipe. Pero a todos, por igual, impresionaba aquello que emanaba de su persona: el haber vivido en siglos antes o en venideros. 

Dejando de ser ella misma, Soledad pronto ganó el aprecio de sus amos. 

Su presencia y humildad forjada le permitieron, en momento de Cabildo y saraos, servir a las visitas en la sala grande usando traje de ocasión. Y a cada enfermedad que entraba por el zaguán o la puerta principal, ella le ponía remedio, como fue cuando aquellas fiebres malignas que pescó el señorito Carlos Octavio en los lagunatos durante unos soles sanjuaneros, y también al mayo prolongado durante siete días que padeció el ama y que Soledad cortó con vinagre y sal. 

Del palacete de los Mollúas salió la fama de la negra. Cuando cualquier mal entuerto se presentaba, nadie dudaba en buscarla. Todos sabían de sus afanes y desvelos por servir, pero aún lo dicho, cuando ya era inútil para grandes menesteres, los amos le dieron la libertad para que no estorbara, y la mandaron con los sacos de carbón en el cuarto del fondo. Resignada a su adversa suerte senil, no dudó un instante en continuar bregando; el sol, la luna, el frio y la lluvia siempre la habían acompañado y de ellos había sacado si idea sobre la vida: la sabia naturaleza a todos prodiga por igual. Y por eso ella no quiso estar en el último cuartito de la casa de sus amos, sino que pidió ayuda y construyó un vara en tierra que casi podía decirse que era el bohío del que antes le hemos hablado, en las afueras del pueblo. Allí acogía al que iba o venía, entraba o se quedaba, siempre con el ánimo de echar un párrafo. 

Al final de una tarde en que Soledad estaba frente a la batea de madera que tenía bajo un tamarindo y la que ganaba unos reales, llegó el isleño José Manuel, tan demacrado que daba grima. 

─ Soledad, por la Virgen Santísima! Ay Dios mío─, sollozaba el visitante a la vez que agitaba sus manos como si manejara remos imaginarios en un mar embravecido. 

─ Hombre, ¿usted está haciendo el novenario a la corte celestial?─, inquirió la negra entre sentenciosa e irónica. 

─ Por su madre, que no soy hombre de juegos─, (casi lastimero y jadeante). 

─ No, claro que no. Pero de rejuegos sí─, argumentó la anciana tratando de obtener información sin que se notar que andaba en averiguaciones. Su condición de esclava le había enseñado a Soledad que un negro no debe averiguar mucho más y mucho menos cuando el asunto era cosas y enredos de blancos. Todavía estaba viva en su mente la vez que opinó sobre la palidez de la niña Sofía, que no se curaba ni con la fruta de maya en ayunas y ella, para ayudar recomendó que le permitieran a la amita la visita del señorito Antonio… pero para qué dijo lo que dijo, el amo le dio la más grande reprimenda que ella recuerda. Por eso Soledad jamás preguntaba, y si lo hacía cuidaba que no lo pareciera. Por eso le ofreció al isleño una jícara de agua fresca y continuó dando puño a la ropa sucia. 

─ Bien me conoce usted, Soledad y sabe por tanto que no soy hombre de cuentos ni de sugestiones. Pero… hace un minuto venía subiendo la ladera y ya se divisaban los techos del caserío. Estaba fatigado, si señora, del viaje desde Purnio y la bestia también estaba fatigada, por eso la traía al trote lento, pero tratando de llegar antes que el sol se pusiera. Luego entonces decidí detenerme y llegar hasta los manantiales para que la bestia bebiera, la pobre, que echaba espuma por la boca. ¡Quien sabe que mal augurio me entretuvo allí! El agua cristalina brotaba de la roca como siempre y la brisa agradable, llena del trino de las avecillas me despertó deseo de beber yo también. Y lo hice. Pero nada más que tragué los primeros sorbos oí unos gritos despavoridos procedentes de la entrada de la cueva cercana, que usted sabe cuál es. ¡Maldita la hora! Y perdone usted. Seguro que esas cosas son del diablo que anda suelto por esos parajes solitarios. Miré, y no vi a nadie, pero más sin embargo los gritos seguían oyéndose y cada vez eran más fuertes. Desenfundé el machete, me acerqué a la cueva por el costado izquierdo, pero la maleza no me dejaba ver nada. Temblando, sí, por Dios, temblando como una hoja de árbol, sentí los gritos a mi espalda. El miedo fue mayor, pero algo me empujaba a la entrada de la cueva con una fuerza tan grande que no me le podía resistir. Fue con los ojos cerrados… los gritos eran ensordecedores. Esperé a respirar y cuando miré lentamente vi al mismísimo diablo…

─ ¡Cállese! ¡Por Dios, cállese!─ interrumpió bruscamente la negra. Yo sé lo que vio, al indio condenado. 

─ ¿Qué dice usted? ¿El indio qué…? 

─ Lo que oyó─, dijo la negra a la vez que se persignaba. Venga para que le cuele un poco de café. Hace muchos años, cuando el capitán Holguín fundó el hato cogieron a un indio y lo redujeron a la infelicidad. Despojado de su conuquito lo obligaron a trabajar para una familia importante. Cada vez la faena que le imponían era más difícil que la del día antes. Y los amos eran malos y no daban nada de lo que les sobraba. Figúrese si era así que ni los pájaros se arrimaban a la casona. Tanta era el hambre del indio y el de su mujer, que cada tarde, cuando el esclavo llegaba a su bohío notaba que el amor de sus días se marchitaba cada vez más. Entonces él pensó en las tortas de casabe que se envejecían en la alacena del amo y su corazón comenzó a latir fuertemente, y tanto que antes que su cabeza reaccionase, esa noche corrió como los enloquecidos a donde estaba la comida. Al llegar la casona blanqueada por la luna, parecía una tumba muy grande. Todo estaba en silencio, aunque de vez en cuando se oía los ronquidos del señor. Sin hacer ruido, el indio se fue acercando al colgadizo que hacía de cocina. Sobre el gran mueble oscuro descansaba el casabe dentro del macuto de yaguas. Empinose el pobre indio sobre sus pies, agarró algunas tortas pero, al volverse, se dio de bruces con el enorme perro guardián, el que le fue encima sin misericordia. El forcejeo y los ladridos pusieron en pie a toda la casa. “Maldito indio miserable, robando”, dijo el amo, a la vez que escupía candela por sus ojos. Poco sirvieron las explicaciones y las súplicas, el látigo iba y volvía y a la misma vez el perro continuaba desgarrándolo. Entonces vinieron otros blancos y envolvieron las manos del indio en unos trapos a los que prendieron candela. Desesperado el indio corrió a la cueva y allí se murió. Por eso, para tormento de personas crueles, en algunas ocasiones se escuchan los gritos desgarradores del indio.

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