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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

29 de marzo de 2019

El mundo de los trabajadores cubanos (memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.



Central azucarero Preston (luego Guatemala)
Regresé a Cuba en febrero de 1930. Fue un cambio impresionante del clima helado de Nueva York, con nieve, y nieblas, y lluvia y días oscuros, llegar a mi tierra ya primaveral, todo verde, florido, un clima templado, la brisa del mar refrescándolo todo. Me pareció que era como entrar al paraíso, y me dije: “No, yo de Cuba no me voy para nada”. Pero la situación política no se componía, y vino la gran Depresión que azotó la Isla y empeoró considerablemente la situación económica de mi padre.

En tanto, había empezado la zafra, y pensé: “Bueno, mientras espero voy a ver qué hago”. Y fui al ingenio azucarero Preston, que quedaba en la Bahía de Nipe, a unos cuarenta minutos de Mayarí en automóvil. En efecto, necesitaban lo que ellos llamaban canecheckers, es decir, empleados temporales que se dedicaban a comprobar los cheques que les daban a los cortadores de caña. Allí hice mis primeros intentos de ser empleado de una gran compañía. En eso, al jefe de oficina del Departamento de Marina lo pescaron en cosas que no debía haber hecho, y lo despidieron del puesto. Necesitaron urgentemente alguien que fuera secretario, que hiciera cuentas para pagar a los que cargaban y descargaban los barcos, y al único que encontraron que sabía un poco de inglés era yo. Me preguntaron si quería ser empleado del Departamento de Marina y dije que sí, que cómo no. Pero resulta que todavía no tenía veintiún años. Entonces me preguntaron: “¿Cómo se va a arreglar eso?” Y les dije: “Bueno, póngame de esa edad” Y empecé a trabajar en el Departamento de Marina.

Lo que iba a ser algo transitorio se fue alargando. No había manera de que se arreglara ni la situación política ni la económica, así que seguí allí viendo otro mundo que desconocía: el de los trabajadores, de la gente sin empleo y sin comida, de niños que no tenían escuela, ni agua, ni electricidad. Porque en Preston había dos tipos de vivienda: en una parte vivían los cubanos blancos y, separados de ellos, los americanos; en otra, la gente pobre y usualmente negra (cubanos, jamaiquinos, haitianos), que más que casas, lo que tenían eran grandes barracones, donde vivían en un cuartico y tenían que cocinar al aire libre. A esa parte del poblado le decían Brooklyn. En fin, era un mundo muy duro. Pero la gente tenía que aguantarse porque en medio d ela crisis económica había muy pocas oportunidades.

A mi me iba bien en ese trabajo. Gabanaba un sueldito, y los fines de semana regresaba a Mayarí, con la excepción de cuando caían fuertes lluvias y el camino se hacía impasable, porque entonces el coche se empantanaba en el fango y teníamos que empujarlo para sacarlo, así que los taxis preferían evitar el viaje. Sí, en esa época me divertía con mi familia y mis amistades.
Leer además: Central Preston

Pero yo no quería quedarme en Preston para siempre, porque no iba a ser empleado de una compañía trabajando en un pequeño lugar, sumando y pagando cuentas. Pensé: “No. Tengo que ir a continuar mis estudios y, aunque no me guste el clima de los Estados Unidos, allá voy.” Hablé con el administrador, y me dijo: “Bueno, en ese caso nosotros le regalaremos el pasaje. Usted podrá ir gratis en el carguero de azúcar que sale el mes que viene para Boston”. Me dieron eso en agradecimiento de la compañía por haber hecho un buen trabajo. Y, en efecto, arreglé mis maletas y mis papeles e hice el segundo viaje a los Estados Unidos en ese carguero.


 

Mi primer viaje al Norte (memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.



Mi viaje fuera de Cuba fue algo improvisado e inesperado. En 1928 yo acababa de terminar el bachillerato con excelentes notas y estaba todo previsto para ir a la Universidad de La Habana a estudiar medicina. Pero Gerardo Machado, el dictador de orden en ese momento, cerró la universidad. Los estudiantes se fueron a la huelga y morían acribillados a balazos por la policía. Y por eso hubo un par de clases de graduados del Cristo que no pudo ingresar en la universidad. No había dónde estudiar.

Entonces para no perder tiempo, se me ocurrió ir a explorar posibilidades en los Estados Unidos. Mi padre estuvo de acuerdo y me pagó el pasaje –la última vez que me ayudaría, porque desde ese momento me independicé económicamente. Preparé mis documentos y salí por el puerto de Santiago de Cuba en uno de los barcos de la Flota Blanca de la United Fruit Company que viajaba a Nueva York. Yo tenía entonces dieciocho años. Nunca había salido de Cuba, así que llegar a Nueva York fue para mi una experiencia novedosa. Nunca había visto una ciudad con rascacielos ni un puerto tan enorme. Todo me parecía maravilloso.

En Nueva York ya vivían algunas personas de Mayarí, amigos mios y de mi familia. Entre ellos estaba Alfonso Fernández, que no solamente era de Mayarí sino que había ido a la misma escuela de Humberto Tamayo junto conmigo, así que éramos amigos desde hacía muchísimo tiempo. El había estudiado inglés en los Estados Unidos y ya tenía un puestecito. Además, mi hermano Roberto se me anticipó. En vez de estudiar bachillerato en Cuba, se había ido a Nueva York para ganarse la vida y estaba trabajando en una fábrica que hacía pilas eléctricas. Ellos ya sabían que yo iba, me esperaban y fui a vivir con ellos en un apartamento grandísimo que estaba en las calles 166 y Broadway.

Poco después de llegar, mi hermano me consiguió un puesto en la fábrica donde él trabajaba, la Bright Star Battery Company, en Hoboken, New Jersey. Allí trabajé unos meses, pero no me gustó. Teníamos que madrugar para ir desde Manhattan a New Jersey y estar en la fábrica a las siete, cuando se abría. Por la tarde, uno salía cansado, con las manos sucias, y eso no era para mí. Pero sin hablar bien el inglés no encontraba algo mejor.

Lo que sí gocé mucho fueron las visitas a los museos los fines de semana. Fui especialmente al Museo de Historia Natural, donde encontré tantas cosas nuevas que me abrieron tantos campos. También fui, porque llegué en otoño, al Parque Zoológico del Bronx. Yo tampoco había visto tantos animales distintos, así es que me encantaba ir a observar leones, tigres, elefantes, jirafas, y hasta tiburones y cocodrilos. Y en el Museo Metropolitano me di gusto viendo toda clase de grandes obras de arte, sobre todo las famosas momias egipcias.

Entonces decidí usar el dinero que había ahorrado trabajando en la fábrica para estudiar un semestre en un buen colegio donde pudiera mejorar mi idioma. Aunque ya había terminado el bachillerato en El Cristo, entré en Mount Hermon School, una escuela secundaria donde habían estudiado Alfonsito y otras amistades cubanas, y decían haber aprendido muchísimo inglés y haber avanzado en sus estudios. Así me pasé el otoño de 1929 en Northfield, Massachusetts. Era uno de varios jóvenes extranjeros que estudiaban en esa institución. Pero llegó el invierno, hacía muchísimo frío y resolví volver a mi patria con la esperanza de que funcionara la universidad.


Misa Negra. (Memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.



Recuerdo también otras excursión, pero ésta secreta. Nosotros habíamos oído hablar de la Misa Negra, que era una ceremonia de la Santería. Y queríamos ir a verla, pero no nos dejaban ir porque era de noche y después de las seis cerraban el portón del colegio y no podíamos salir. Entonces, tres o cuatro de nosotros, ya de tercer año (tendríamos alrededor de diecisésis o diecisite años), decidimos saltar la cerca que rodeaba el colegio para ir a ver. Quien nos consiguió el permiso fue un viejito negro, del pueblo del Cristo, que venía a la puerta del colegio todas las tardes para vendernos frutas y dulces.

En las afueras del pueblo había una sala grandísima y allí estaba congregada toda la gente de la Santería. Fuimos muy respetuosamente. Nos sentíamos agradecidos de que nos permitieran estar en su acto religioso. El viejito estaba en la reunión con sus vecinos, así que ellos sabían que éramos estudiantes. Pudimos contemplar toda la misa, el baile, la música, y hasta cuando le bajó el santo a una persona.

Tocaban música de guitarra y, sobre todo, tambores. Bailaban en un círculo alguna danza especial de veneración a uno de los dioses. Y en el canto pedían que se apareciera el espíritu de algún difunto que se quisiera presentar. De pronto, durante la danza, una muchacha da un grito y empieza a temblar y a decir que se le había subido el espíritu de Fulano de Tal, y entonces ese espíritu empezó a hablar. Que había muerto hacía cinco años pero que él estaba alrededor de su pueblo y su gente, y que estaba deseoso de ayudarlos en lo que pudiera. Que uno de ellos se iba a enfermar pronto, pero que la enfermedad no sería grave, y que tomara tales y tales medicinas y se curaría. Y le preguntaron que quiénes estaban con él, y dijo que del mismo pueblo, como ellos sabían, habían muerto Fulano y mengano y que en el otro mundo estaban reunidos porque eran amigos, pero que se sentían bien. Luego se despidió de los presentes y se fue. La muchacha, que estaba tirada en el suelo diciendo esas cosas, se levantó muy seria y fue y se sentó en un sillón.

Al poco rato, volvieron a cantar y a bailar, y, después de cierto tiempo, otra de las personas recibió el espíritu de otro difunto. Esta vez era una señora que había muerto de parto y decía dónde estaba u que sentía mucho que su hijito no sobreviviera, pero que así era la vida. Entonces le hicieron preguntas y las contestó. Y por lo visto, todo el mundo estaba de acuerdo en que era ella, porque hablaba con una voz diferente. Nosotros todo lo que podíamos decir era nada, callar y mirar. Fue un espectáculo imponente.

Después de esas apariciones regresamos al colegio. Empezamos uno a uno a saltar la cerca. Éramos ágiles, y todos pudimos hacerlo menos uno que era muy gordo, llamado Gonzalo Bizet.  Como nosotros saltamos y corrimos, el sereno no pudo alcanzarnos, pero sí cogió al pobre Gonzalito. Al otro día, el director del colegio quiso saber quiénes eran esos niños desobedientes y al único que pudieron encontrar fue a Gonzalito. Le dijo: “¿Usted fue anoche a ver esa Misa Negra?” “Sí”. “¿Usted fue acompañado?” “No”. “Pues dice el portero que ustedes eran cuatro, ¿Quiénes eran los otros tres?” “No sé”. “!Cómo no va a saber, si usted fue con ellos? Diga, si no, lo vamos a castigar doblemente.” “Señor, yo no sé quiénes eran, yo no me acuerdo”. Así siguió negando hasta que el director del colegio le dijo: “Bueno, si no quiere decir quiénes eran sus compañeros, no es justo que lo castiguemos a usted y no castiguemos a los otros tres, así es que queda usted absuelto”.


Mi educación secundaria. (Memorias de José Juan Arrom)


Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.

En mi juventud había pocos colegios en Cuba donde se pudiera estudiar el bachillerato, y solamente existía una universidad, en La Habana, porque las otras no se abrieron hasta mucho después. De modo que, como había tan pocos colegios de segunda enseñanza, muy poca gente tenía la oportunidad de ir a la universidad. Sólo podían los que vivían en las grandes ciudades –las seis capitales provinciales-, o aquellos que tenían más recursos y sus padres los podían mandar a escuelas privadas, como pupilos internos, o a las capitales, donde iban al instituto y vivían en casas de huéspedes.

Mi padre estaba interesado en que yo estudiara el bachillerato, pero no quería que me fuera muy lejos, así que me mandaron a los Colegios Internacionales del Cristo, que estaba cerca de la ciudad de Santiago. Al principio, mi abuelo no quería que yo me fuera porque era una escuela protestante. Él era muy católico, y ¿cómo iba yo a educarme en un colegio protestante? Que mejor sería que me educara en La Habana, en el Colegio de Belén, que era de los jesuitas. Pero ese colegio quedaba en el otro extremo de la isla. En cambio, desde Mayarí era fácil ir al Cristo. En fin, por la cercanía, y porque así costaba menos, fui al Cristo, que era muy conocido en todo Oriente.

Resultó ser una excelente escuela. Aunque el colegio era bautista y su función principal era ampliar el número de creyentes de ese culto, eran sumamente discretos en su actividad proselitista. Es más, el colegio funcionaba perfectamente como un colegio cubano, en el cual había algunos profesores que al mismo tiempo eran ministros bautistas. El director era un señor canadiense llamado Robert Rowdlitch. No era predicador, sino simplemente administrador. Un hombre muy serio, muy competente, al cual nosotros, como no pronunciábamos muy bien su nombre, le llamábamos El Toro. “Allí viene El Toro”, decíamos cuando se acercaba. Pero los demás eran todos cubanos, con excepción del profesor de Historia universal que era español y de algunas maestras –muy buenas- como la que enseñaba Matemáticas y además tocaba el órgano en la capilla, y que era norteamericana. Las profesoras que enseñaban Inglés también eran norteamericanas, usualmente misioneras. Pero ya el ministro de la Iglesia y de la escuela religiosa (porque había un pequeño colegio para ser ministro protestante bautista incorporado al colegio) era cubano, el doctor Francisco Sabas Alomá, que al mismo tiempo era un excelente profesor de Química. Nuestras clases eran todas en español, exceptuando las de Inglés. Y como al terminar tomábamos los exámenes de bachillerato del Instituto de Segunda Enseñanza de Santiago, teníamos que estudiar exactamente el programa de estudios de ese instituto.

Así, a pesar de que el colegio era religioso y nos obligaban a asistir a la capilla, no tuvo éxito ni en convertirnos ni en americanizarnos. Había un sentimiento muy patriótico, muy cubano, con un busto de Martí en el patio al lado del lugar donde se izaba la bandera, y teníamos que hacer formación al bajar la bandera por las tardes. Y entre los que estudiaron en el Cristo estaba Manuel Pedro Castro, el hermano mayor de Fidel, del primer matrimonio del padre. Estaba también Aníbal Escalante, muy inteligente, que después se fue a estudiar a La Habana, se hizo comunista y llegó a ser el secretario del Partido Comunista de Cuba.

Mis compañeros de cuarto fueron precisamente Manuel Pedro Castro y Pepín Baró, hijo del ingeniero jefe de la planta eléctrica de Mayarí, y que era “del color”, como se decía en aquella época. Entonces había un mulato, un hijo de un terrateniente y un hijo de un comerciante. Y a veces el padre de Manuel Pedro venía a visitarlo y nos llevaba a Santiago y nos invitaba a un suculento almuerzo en un buen hotel llamado El Imperial. Pero después se fue Castro y ocupó su lugar Salustiano Leiva, que luego llegó a ser médico. La cuarta parte de la habitación siempre estaba vacía para que tuviéramos nuestros baúles.

En El Cristo aprendí mucho. Recuerdo que la profesora de Literatura era Manuela Fernández, no solamente cubana sino bayamesa. ¡El colmo del patriotismo!. Y era muy inteligente. Teníamos que estudiar la historia de la literatura española por el libro de Juan J. remos y Rubio, con pequeños parrafitos dedicados a Cervantes o a Lope de Vega, y lo único que teníamos que aprender era lo que decía el parrafito. Pero Manuela nos buscaba textos cubanos y nos hacía leerlos y comentarlos en clase. Y así aprendimos de veras a apreciar la literatura. Había un curso inicial de Retórica y poética en que nos enseñaban los distintos tipos de versos y las distintas maneras de escribir poesía. Y entre ésas teníamos que recitar una composición de cuatro versos de rima consonante, toda la misma rima, imitando a Rubén Darío. La estrofa comenzaba, “Mariposa, mariposa, / que vuelas de rosa en rosa. / Dime mariposa,” y por ahí seguía. Y a mí se me olvidó el cuarto verso y, en el apuro por decir algo que terminara en “osa”, lo terminé: “Mariposa, mariposa, / que vuelas de rosa en rosa. / Dime mariposa, / ¿estás tuberculosa?”. La clase se rió y Manuela Fernández me dijo: “Arrom, lo felicito por su rápida improvisación, pero así no es el poema.” Entonces, como castigo, tuve que escribir media docena de veces la estrofa original completa. Pero la que se me quedó en la memoria todos estos años fue mi frase disparatada.

La pasábamos bien en ese colegio, aunque a veces los muchachos podían ser crueles. No se por qué a mi me decían El Reyezuelo. Yo me ponía muy incómodo con eso. Es que los muchachos en Cuba son muy amigos de ponerse apodos. Después, cuando me empezaron a salir los bozos, me pusieron Bigotico y también me ponía furioso. Y así todos tenían sus apodos. Un alumno, que cuando llegó al colegio era muy jovencito y estaba nervioso, a la hora de almorzar dijo: “Yo quiero más sopita”. Pensando que estaba en su casa, usaba el diminutivo. Entonces le pusimos Sopita, y él se indignaba cuando le decían Sopita. Algunas veces los apodos eran bastantes desagradables. Uno de los muchachos tenía un hermano feísimo que venía a verlo, y al muchachito le pusieron Feto en Pomo. Y de verdad parecía un feto en pomo, aunque yo nunca se lo dije porque era muy insultante. Y claro que el apodo del director, El Toro, nunca se lo dijimos a la cara, porque siempre éramos muy respetuosos con los maestros.

El colegio estaba en las estribaciones de la Sierra Maestra. Un clima delicioso, días soleados, y al haber mayor altura –porque desde Santiago se iba subiendo y subiendo-, pues había bastante fresco. Cerca de allí lo que había eran cafetales, porque el cafeto necesitaba un clima más bien frío. Así que cuando salíamos del Cristo en excursiones los fines de semana, íbamos subiendo hasta Songo, ya muy en alto, que estaba poblado de negros que trabajaban en las fincas cafetaleras. Hacíamos las excursiones a pie. Éramos los llamados Boy Scouts, nombre que después se cambió por el de Exploradores. Allí en Songo comprábamos lo que íbamos a comer al otro día, y seguíamos subiendo hasta el próximo pueblo, que se llamaba La Maya. Después comenzaban los cafetales, bien en lo alto. Cuando llegábamos a los secaderos de café, abríamos nuestra mochila donde siempre llevábamos una frazada gruesa que poníamos en el suelo y allí dormíamos. Una sola noche. Pero en realidad no dormíamos, nos pasábamos la noche cantando y riendo, y tirándonos a un arroyito cercano. ¡Juventud, divino tesoro!.




Termino mis estudios en Mayarí. (Memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


José Juan Arrom
Sí, don Humberto dedicó toda su vida a educar a los niños de Mayarí. Siguió enseñando, hasta muy entrado en años. Me cuentan que ya al final salía cansado, después de un largo día en la escuela, y se detenía un momento en la tienda y tabaquería de Secundino González, cerca de mi casa. Ya iba con el plan de que don Secundino le diera un vasito de bebida, de ron, y con eso cogía fuerzas para seguir caminando hasta su casa.

Así don Humberto ha sido el maestro de muchísimas generaciones de mayariceros. Se le debe recordar con gran afecto y gratitud. Con él estudié hasta el quinto grado. Después me mandaron a una academia particular en Mayarí, la Academia Navarro, de don Luis Navarro Elí, para estudiar el sexto grado y, además, mecanografía, taquigrafía e inglés. Aprendí mal aprendido un poco de inglés, que era saber el vocabulario, pero no la pronunciación. Además, de noche, Humberto Tamayo daba clases particulares en su casa donde aumenté mis conocimientos de gramática y de otras materias que me sirvieron para adquirir una educación equivalente a una buena preparatoria. Y ya con eso me mandaron fuera a estudiar el bachillerato, porque no había nada más en Mayarí. 


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