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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

29 de marzo de 2019

El cinto de don Humberto. (Memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


José Juan Arrom
No, no siempre fuimos pupilos perfectos, sobre todo cuando nos daba por comernos las guásimas, o sea, faltar a la escuela, para ir a nadar.  Como la escuela estaba cerca de la casa, íbamos a pie, eran cuatro o cinco cuadras. Salíamos temprano por la mañana a las siete y tres cuartos, y estábamos allí a las ocho, cuando sonaba la campana para empezar las clases. Era una sociedad muy acampanada. A las once regresábamos a comer en la casa, y después volvíamos al colegio desde la una hasta las cuatro. Y para todo una campana.

A veces, después que almorzábamos, nos íbamos a nadar. En Mayarí no había piscinas ni profesores de natación, sino que los muchachos aprendíamos tirándonos al río, especialmente en un lugar donde el río hacía un recodo, que se llamaba el Charco de los Lirios. Algunas veces salíamos pronto y regresábamos a la escuela a tiempo, pero otras veces se nos olvidaba, o uno más sinvergüenza que los otros se levantaba y nos ataba el pantalón (porque no teníamos trajes de baño, así que nos quitábamos la ropa y nos bañábamos desnudos) y después pasábamos muchísimo trabajo tratando de desatar el pantalón y llegábamos tarde. En ese caso, Humberto Tamayo sabía muy bien por qué no habíamos llegado a tiempo. Para estar seguro, nos pasaba la uña por la piel, y como se había quitado un poco la grasa, dejaba una pequeña señal. Entonces decía: “Sí, señores, así que en lugar de venir a la escuela se han ido a regar con el sudor que debieran haber empleado en estudiar. Pero ahora yo les voy a dar una lección. Pónganse de pie, Fulano, Mengano y Mengano”. Y aquí va. Se quitaba el cinturón y decía: “Les voy a dar cuatro cinturonazos al más pequeño y seis al más fuerte”. Y como yo era uno de los cabecillas, contaba: “uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis”, y yo aguantaba y aguantaba. Luego iban Braulio Lecusay, Héctor Landa y mi hermano Roberto, pobrecito, que era el último, y cuando le tocaba a él se rascaba el fondillo adolorido diciendo: “Ayyyyyyyaay”. Y entonces nos teníamos que quedar de pie como castigo, por lo menos media hora. Después seguían las clases. Pero nuestras madres nunca se enteraron.

Y así nos hicimos expertos nadadores, con excepción de Braulio Lecusay, que un día se salió de la parte baja y se fue hacia la honda. De repente, se estaba ahogando y Héctor Landa y yo, como no sabíamos salvarlo, le dábamos empujones, diciéndole: “Dale, dale. Sube, sube”. Así lo fuimos empujando hasta que llegó a la parte arenosa, que era más baja. Y le salvamos la vida, para que luego llegara a ser alcalde de Mayarí y se casara, precisamente, con una hija de don Humberto. Y así aprendimos a nadar en el Charco de los Lirios, a pesar del famoso cinto de Humberto Tamayo.


La Escuela Pública no. 1, Mayarí (Memorias de José Juan Arrom)


Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


José Juan Arrom
Después de ir un año o dos a la escuelita de doña Nena, que viene a ser como un kindergarten, pasé a la Escuela Pública no. 1 dirigida por don Humberto Tamayo. (También al otro extremo del pueblo estaba la no. 2, de Osvaldo Espinal.) Yo tendría de siete a ocho años cuando ingresé a esa escuela en el segundo grado.

Era un largo edificio de madera con cuatro aulas, dos para hembras y dos para varones. Se enseñaban juntos en una misma aula el primero y segundo grados, y en otra aula el tercero, cuarto y quinto combinados. La maestra de las niñas principiantes era doña Leonor Delgado, (que antes tenía la escuela de barrio), y la de las mayores, la señorita EloinaVilloldo. Las maestras de las niñas eran TeodoritaVeiga y don Humberto Tamayo, que también era el director. No había sexto grado.

Todos eran excelentes maestros. Don Humberto hasta había sido del primer grupo de maestros cubanos que fue a Boston para estudiar pedagogía en la escuela de verano de Harvard. Y tenía el sistema de utilizar a los niños mayores para que ayudaran a enseñar a los más pequeños. Recuerdo el primer día que llegué, un muchacho del quinto me escribió las tablas de multiplicar y por ahí empecé mi educación primaria.

También recuerdo que en el quinto grado todos los viernes recitábamos poesías que aprendíamos de memoria. Entre ellas estaba una décima que proviene de “La vida es sueño”, de Calderón, que decía algo así: “Cuentan de un sabio que un día / tan pobre y mísero estaba / que sólo se sustentaba / de las hierbas que comía. / ¿Habrá en el mundo, decía, / otro más pobre que yo?. / Y cuando el rostro volvió / halló la respuesta viendo / que otro sabio iba cogiendo / las hierbas que él arrojó.” Estas poesías aparecían en nuestro libro de lectura, preparado por Alfredo Aguayo. Y ese libro se usaba en todas las escuelas de Cuba, haciendo nuestra educación igual en todas partes de la república.

Aprendíamos de memoria también muchísimas fábulas de las cuales sólo recuerdo algunos versos. Por ejemplo, “Bebiendo un perro en el Nilo / bebía mientras corría. / Beber quiero, le decía / un taimado cocodrilo”. Otra fábula era: “A un panal de rica miel / dos mil moscas acudieron / que por su gula murieron / presas de patas en él. / Otra dentro de un pastel / enterró su golosina. / Y así, si bien se examina / los humanos corazones / parecen en las prisiones / del vicio que los domina.” Y otra me acuerdo de quién la recitaba, que era un compañero que llamábamos el Negrito Ortega. No hablaba muy claro. El poema decía: “Allá va Blas derrengado / hace seis horas o más, / sin hallar el pobre Blas / las perdices que ha soñado.” Y luego terminaba que cuando le iba a tirar a las perdices, al infeliz se le había olvidado la escopeta. Pero el pobre muchacho no podía pronunciar escopeta, sino “estopeta”, y entonces todos nos reíamos. 


El viaje de Mayarí a Holguín


Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.

También recuerdo que el viaje de Mayarí a Holguín era muy largo. Ahora que hay excelentes carreteras toma tres horas, más o menos. Antes se iba, como dice la canción, de Alto Cedro a Marcané, de Marcané a Cueto, y luego de Cueto a Mayarí. Como en tiempos de lluvia el camino desde Mayarí se ponía bastante fangoso, se iba en unas lanchas o en barcos de vapor que hacían su carrera fluvial por el río Mayarí (que entonces era navegable), desde la ciudad hasta la salida a la Bahía de Nipe. Y ese mismo barco cruzaba hasta el otro lado de la bahía, donde estaba la terminal del tren. Teníamos que levantarnos temprano para estar en el muelle a las dos de la madrugada y tomar el barquito. Nos amanecía como a las seis o las siete en Antilla, de donde a las ocho salía un tren pequeño que iba a Alto Cedro. En Alto Cedro cambiábamos al que venía de La Habana con rumbo a Santiago, y nos llevaba hasta una estación en Cacocum, cerca de Holguín. De ahí continuábamos en un pequeño coche de tren, que era más bien como un ómnibus sobre raíles, hasta Holguín. Así es que el viaje desde Mayarí tomaba casi todo un día, empezando desde la madrugada.

De niño me impresionaba mucho el gran tren Expreso La Habana-Santiago. Ese expreso tenía seis u ocho carros. Uno de ellos era un pulman, donde la gente podía dormir durante la noche; otro, un comedor y, por lo menos, dos carros de primera y varios de segunda. Y claro que la locomotora era enorme comparada con la otra. Así que primero llegábamos a Alto Cedro en el trencito con la pequeña locomotora pitando “pi, pi, pi” y a los diez o quince minutos llegaba el tren central con su tremenda locomotora que hacía “purooom, purooom, purooom, purooom”, y entonces hacíamos el trasbordo.

Pero era más divertido el trencito de Antilla a Alto Cedro. Llevaba pocos pasajeros, así que tenía un carro de carga, donde iba la correspondencia y otras cosas, y luego un carro de segunda con bancos de madera y otro de primera con asientos de mimbre cubiertos de tela. Nosotros íbamos en el carro de primera, pero para poder conversar pasábamos al carro de segunda donde iban los campesinos, algunas veces hasta con un gallo dentro de un saco.

Y había gente que venía a vender cosas en el tren. En primer lugar, los vendedores de billetes de lotería, escandalosísimos, gritando: “El 2 450. Cómprese. Seguro premio.” Casi siempre eran hombres de cierta edad, al principio veteranos y luego empleados públicos retirados. Era buena gente y vivía eso. Además venían a las ventanillas del tren para vender empanadillas. Siempre hombres vendiendo, pero la que hacía la empanadilla era una mujer que estaba en la estación con su anafe, que era como una de esas cocinas japonesas. Tenía ya sus empanadillas formadas, y tu le pedías, dame tres o cinco, y ella te las freía en ese momento y te las daba calentitas y tan tostaditas que se te rompían de sabrosas. Y otros vendían frutas o pequeños quesos traídos de Bayamo o de Camagüey, donde había grandes lecherías y hacían excelentes quesos. Y así, en esos viajes fui conociendo a Cuba.


La hachita petaloide (Memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


Lo que más recuerdo de las vacaciones con mis abuelos pasó en Pedernales. Una mañana, cuando tendría yo nueve o diez años, salí a caballo con mi abuelo a ver un trabajo que estaban haciendo para arreglar una cerca. Mientras abrían un agujero para poner un poste principal, que llamaban madre, salió inesperadamente una piedra muy pulida, de color verde oscuro, labrada en forma de pétalo. El encargado del trabajo se le dio a mi abuelo diciéndole: “Don Juan, esto es para su nietecito”. Luego dijeron que se trataba de una piedra de rayo que tenía muchísimas cualidades mágicas, por ejemplo, que si se ponía en el fuego con un hilo alrededor, el hilo no ardía. Esa noche, cuando le pregunté a mi abuelo si era verdad todo lo que decían, me contestó: “No. Ésa es un hacha petaloide que perdió en nuestra tierra algún indio que acompañaba a su padre.”

Desde ese momento me pregunté ¿cómo sería aquel niñito?, ¿estaría caminando con su abuelo cuando perdió su piedrecita? ¿Qué idioma hablaba? ¿Cuáles serían sus costumbres? Seguí haciéndome estas preguntas por muchos años. La ocasión para conocer las respuestas me llegó décadas más tarde cuando ya de profesor pude investigar y publicar sobre la cultura de los indios taínos. Y desde entonces he guardado siempre conmigo esa hachita de piedra que mágicamente me abrió los ojos al mundo prehispánico de Cuba.


Vacaciones con mis abuelos en Holguín (Memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


Casa de los abuelos en Holguín
Íbamos con frecuencia a Holguín para pasar las vacaciones con mis abuelos maternos. Son los únicos abuelos que recuerdo, pues nunca conocimos a los de Mallorca porque mi abuelo paterno murió muy joven, y mi abuela se quedó sola pues su único hijo vivía en Cuba y su única hija había emigrado con su marido al Uruguay. Eso sí, nos mandaba cartas y regalos, como abrigos y calcetines de lana, que ella pensaba que necesitaríamos en los inviernos. Pero desde luego que con el clima templado de Cuba, nunca tuvimos ocasión para usarlos. Me cuentan que ella vivió hasta los noventa y seis años y todas las mañanas iba a misa en la iglesita de San Miguel, en Palma de Mallorca, acompañada por una parienta lejana. Cuando le preguntaban:: “Doña Margarita, ¿por qué va usted tanto a la iglesia?, decía: “Voy a rezar para que Dios les dé salud y suerte a mis nietecitos cubanos”. Pero sólo nos llegó a ver en las fotografías que nos tomábamos para mandarle.

Por consiguiente, mis recuerdos son de mis abuelos de Holguín. Tenían una casona que daba a tres calles: las de Miró, Arias y Libertad. Esa fue la casa donde yo nací, porque, como mi madre era muy unida a su familia, fue a dar a luz a la casa de sus padres. Con el tiempo, mi abuelo mandó a derrumbar la sección que daba a Libertad y en su lugar construyó una casa de dos pisos, grandísima y fuerte. La familia vivía en el segundo piso y la parte de abajo era un gran salón donde mi abuelo seguía su negocio de los Almacenes del Siglo. Era un edificio precioso. Desde las ventanas de los altos se veía todo el parque de San José y también las lomas que circundan a la ciudad de Holguín. La más importante se llamaba el Cerro de la Cruz, porque en el tope había una ermita con una gran cruz, y desde la calle se podía subir al cerro por grandes escaleras. Y el parque estaba todo sembrado de unos árboles que le dicen higuillos, porque dan unos higos pequeños. También había almendros, y luego caían las frutas y yo las recogía y trataba de romperlas para sacar las semillitas. Sí, eso era una parte muy importante de mi niñez.

Además de su comercio, mi abuelo tenía otras propiedades, entre ellas, tres fincas. La más pequeña se hallaba cerca de Holguín. Era parte de lo que había sido el ingenio azucarero San José de Pedernales. Entonces mi abuelo compró cinco o seis caballerías y allí construyó una casa muy buena para ir a pasar las vacaciones. Era una casa amplísima, de madera, con pisos de cemento, y tenía un alto con unas grandes ventanas de donde se divisaba no sólo el resto de la tierra, sino las torres de las iglesias de Holguín.

Luego tenía una segunda finca, más grande, que se hallaba mucho más distante. Ésa se dedicaba a la crianza de ganado, aunque algunas partes de vez en cuando se usaban para negocios de agricultura. Recuerdo que él había hecho un contrato con un partidario (el que venía, trabajaba la tierra y le daba al dueño del terreno la tercera parte, o lo que se acordara, de las ganancias) que sembró una gran cantidad de plátanos, un gran platanal. Y de allí salían las carretas cargadas de plátano para la ciudad. En otra ocasión, un veguero de Mayarí habló con mi abuelo y le dijo que las tierras cercanas al río Matatoros, que bordeaban un lado de la finca, eran lo suficientemente arenosas para tener buenas vegas de tabaco. Mi abuelo le dijo: “Bueno, vamos a hacer el experimento”. Se sembraron varias vegas pegadas al río, pero el tabaco no era tan bueno como el que se daba en Mayarí o en Pinar del Río. De modo que el experimento no resultó. Mi abuelo no perdió nada, pero tampoco quiso seguir con eso.

Y quedaba una tercera finca, aún más lejana, en el valle del río Cauto, que empezaba a desarrollarse como finca ganadera cuando él murió. Pero la finca que yo conocí bien fue la de Pedernales.

En las vacaciones, alrededor del 24 de junio, nos íbamos toda la familia a la casa de campo de Pedernales, que tenía un gran comedor. Entonces celebrábamos los días de los santos y no los cumpleaños. Mi abuelo se sentaba a la cabeza de la mesa, con su hija Juanita y su hijo Juanito a cada lado, al otro extremo de la enorme mesa, mi abuela doña Juana, y luego yo, José Juan, el primer nieto, porque también llevaba el nombre de Juan. Y nos divertíamos mucho. Era una noche festiva con una comida especial amplísima: lechón asado, guanajos asados, arroz con pollo, en fin, un banquete, y vino tinto que, por supuesto, yo no tomaba.

Las vacaciones en la finca de Pedernales duraban dos o tres semanas, y el resto del verano lo pasábamos en la casa de Mayarí. A Pedernales iba mi madre con todos sus hijos. Mi padre venía uno o dos días y volvía a su negocio. También iban mis tíos con los primos que vivían en Holguín: dos o tres hijos de Luis, dos o tres de Juanito, uno de Eulalia, a quien llamábamos Lala, o sea, unos diez o doce de esos primos. No recuerdo exactamente cuántos eran. La primera que se casó fue mi madre, así que siempre tuvo muchos más hijos que los demás. Nosotros empezamos siendo tres, luego cinco, siete y ocho.

Siempre los hijos de Marina fuimos los mayores y los que tuvimos más independencia, porque mi padre era más educado e insistía en que nos educáramos bien. En cambio, mis primos se quedaron trabajando con sus padres, y no se educaron tanto.


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