Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
José Juan Arrom |
No, no siempre fuimos pupilos
perfectos, sobre todo cuando nos daba por comernos las guásimas, o sea, faltar
a la escuela, para ir a nadar. Como la
escuela estaba cerca de la casa, íbamos a pie, eran cuatro o cinco cuadras.
Salíamos temprano por la mañana a las siete y tres cuartos, y estábamos allí a
las ocho, cuando sonaba la campana para empezar las clases. Era una sociedad
muy acampanada. A las once regresábamos a comer en la casa, y después volvíamos
al colegio desde la una hasta las cuatro. Y para todo una campana.
A veces, después que almorzábamos,
nos íbamos a nadar. En Mayarí no había piscinas ni profesores de natación, sino
que los muchachos aprendíamos tirándonos al río, especialmente en un lugar
donde el río hacía un recodo, que se llamaba el Charco de los Lirios. Algunas
veces salíamos pronto y regresábamos a la escuela a tiempo, pero otras veces se
nos olvidaba, o uno más sinvergüenza que los otros se levantaba y nos ataba el
pantalón (porque no teníamos trajes de baño, así que nos quitábamos la ropa y
nos bañábamos desnudos) y después pasábamos muchísimo trabajo tratando de
desatar el pantalón y llegábamos tarde. En ese caso, Humberto Tamayo sabía muy
bien por qué no habíamos llegado a tiempo. Para estar seguro, nos pasaba la uña
por la piel, y como se había quitado un poco la grasa, dejaba una pequeña
señal. Entonces decía: “Sí, señores, así que en lugar de venir a la escuela se
han ido a regar con el sudor que debieran haber empleado en estudiar. Pero
ahora yo les voy a dar una lección. Pónganse de pie, Fulano, Mengano y
Mengano”. Y aquí va. Se quitaba el cinturón y decía: “Les voy a dar cuatro
cinturonazos al más pequeño y seis al más fuerte”. Y como yo era uno de los
cabecillas, contaba: “uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis”, y yo aguantaba y
aguantaba. Luego iban Braulio Lecusay, Héctor Landa y mi hermano Roberto,
pobrecito, que era el último, y cuando le tocaba a él se rascaba el fondillo
adolorido diciendo: “Ayyyyyyyaay”. Y entonces nos teníamos que quedar de pie
como castigo, por lo menos media hora. Después seguían las clases. Pero
nuestras madres nunca se enteraron.
Y así nos hicimos expertos nadadores,
con excepción de Braulio Lecusay, que un día se salió de la parte baja y se fue
hacia la honda. De repente, se estaba ahogando y Héctor Landa y yo, como no
sabíamos salvarlo, le dábamos empujones, diciéndole: “Dale, dale. Sube, sube”.
Así lo fuimos empujando hasta que llegó a la parte arenosa, que era más baja. Y
le salvamos la vida, para que luego llegara a ser alcalde de Mayarí y se
casara, precisamente, con una hija de don Humberto. Y así aprendimos a nadar en
el Charco de los Lirios, a pesar del famoso cinto de Humberto Tamayo.