Entrevista
realizada por Victorio Cué Villate y Racso Fernández Ortega y Publicada en el
Boletín del Gabinete de Arqueología No. 10, Año 10, 2014 a Milton Pino, renombrado arqueólogo nacido en Holguín, con una labor
investigativa que alcanza todo el país. Pionero de los estudios
arqueozoológicos, profesor de varias generaciones y protagonista clave de la
obra arqueológica cubana.
Ese
asunto de cuál es mi verdadero nombre me ha traído más problemas de los que se
puedan imaginar. Verdaderamente me llamo Mildo Orlando Estanislao Pino
Rodríguez y a ciencia cierta no conozco de dónde mi padre sacó eso de Mildo, si
uno busca en el diccionario puede que encuentres que mildo es una masa de
avellanas tostadas y molidas a las que se les agrega miel. Pero así me llamo,
Mildo, sin embargo cuando me llevaron a inscribir al Registro Civil, por un
error aparezco como Mirlo y se sabe que ese es el nombre de pájaro prieto que
habita en la América del Norte y en Eurasia; incluso, hasta existe la frase de “mirlo blanco” para referirse a algo de
una rareza extrema. Pero ahí terminó el asunto, con el tiempo el Mildo, luego
Mirlo, lo transforman mis amigos de La Habana que me comenzaron a llamar Milton,
supongo hoy que influenciados por un pelotero muy conocido entonces, década del
cincuenta del pasado siglo, Milton Smith. Milton es el nombre por el que la
mayoría de las personas me conocen. Cuando en la década de los años de mil
novecientos setenta se instaura en el país el uso del carné de identidad, yo no
tenía un solo papel en el que coincidiera un nombre con el otro. Ahora me río,
pero sufrí bastante con esto.
Nací
el 7 de mayo de 1933, en Holguín, en un lugar que estaba en la carretera que va
de Holguín a Gibara; antes esa zona le decían La Chomba, ahora es el populoso
Reparto Alcides Pino. Recuerdo como si lo estuviera mirando que era aquel un
lugar bellísimo, entre mucho lomerío donde había animales de todas las especies
locales, entre ellas bandadas de aves y nubes de mariposas amarillas, como las
que hoy ya no se pueden ver y palomas que mucha gente iba a cazar. Árboles
también había muchos, robles que podían medir unos treinta metros de altura.
Como decía antes el terreno de La
Chomba estaba cuajado de muchas lomas bajas; en una de
ellas mi padre construyó un bungalow; muy cerca
corría un arroyo. Todos los días mi hermano y yo queríamos bañarnos en una
pocita que tenía tantas leyendas como granitos de arena; se hablaba de güijes
que dormían en el fondo de las aguas y que salían en las noches o bien temprano
en la mañana para hacer maldades o acciones peores, y como esas otras mil y una
fábulas capaces de hacernos temblar de miedo. Recuerdo que hasta mi propio
padre, que era una gente muy seria y respetable, nos decía que podíamos ir a
bañarnos, pero que siempre escondiéramos bien la ropa para que los güijes no se
la llevaran.
Papá
era comerciante, por lo que pasábamos tiempos buenos y malos económicamente
hablando. Éramos tres hembras y tres varones. Yo había cumplido siete años
cuando mamá murió, me parece que fue de apendicitis. Poco después yo tuve una
anemia muy grande que me puso más flaco que un güin. Para mejorar mi estado de
salud, uno de los barberos del pueblo me dio un jeringuillazo que por poco me
mata y que me tuvo mucho tiempo cojeando y a punto de perder una pierna.
Asistí
a una escuelita y como mismo todos los muchachos de por allá por el campo,
siempre estaba mataperreando o trepado en los árboles. Luego fui a vivir a la
casa de mi abuela y mis tíos en Holguín, donde terminé la primaria y la
secundaria. Cuando empecé el bachillerato visitaba la Colección García Feria y
le hacía muchas preguntas, siempre me
interesaron mucho esas cosas. Qué lejos estaba yo de pensar que por este camino
se llegaba a Roma.
En
el 1953 la situación del país estaba muy difícil, mucho más para papá, solo y
con tantos hijos. Como entonces había cumplido 20 años vine para La Habana,
donde estaba un hermano mío estudiando escultura en la Academia de Artes
Plásticas de San Alejandro. Vivíamos muy apretados en un cuarto chiquito que se
encontraba en las calles Rayo y Maloja.
Inicialmente
comencé a trabajar en una tapicería que se llamaba “El Sueño”, que quedaba en
la calle San Miguel. Todos los días salía de mi casa muy temprano, pero luego
el dueño, que se portó muy bien conmigo, dejaba que me quedara a dormir allí
mismo; un cajón me servía de escaparate y comía por cuarenta centavos en una
fonda cercana que tenía por especialidad las frituras de bacalao. Así estuve un
año en la capital.
Cuando
papá se volvió a casar y la familia había mejorado un tanto, quiso reunirnos a
todos y me escribió pidiendo que regresara para estar juntos en la casa de mi
hermana mayor, con mis tíos y mi abuela.
Era entonces 1954,
cada vez y siempre con mayor interés, yo estaba metido en los libros de Historia,
pero para entonces el monte me atraía mucho, disfrutaba enormemente penetrar en
él o escalar las montañas, y en Holguín podía hacer excursiones y
exploraciones.
Para entonces ya había venido de
visita el arqueólogo estadounidense Harrintong, que hizo varias exploraciones por
el oriente del país, sobre todo por Holguín, Banes y Antilla y habían surgido varios
grupos de aficionados a la arqueología. Conocí a esos grupos y me uní a ellos
con el fin de conseguir objetos interesantes. Me hice coleccionista y pretendí
tener mayor cantidad de piezas para mostrársela a los amigos y desconocidos.
Mientras comencé a trabajar que se llamaba la Colonia Española de Holguín,
donde había un espacio para exhibir algunas piezas arqueológicas. Desde
entonces la museología también fue una materia que me llamó mucho la atención.
En el año 1961 fui a
los Farallones de Seboruco y en la Cueva de los Cañones encuentro cuatro
pictografías posiblemente ejecutadas por los grupos cazadores recolectores.
Al año siguiente conseguí
un trabajo en un banco y en 1963 me ocurrió una cosa tremenda; para entenderlo hay
que ubicarse en aquellos tiempos del principio de la Revolución, entonces la
atmósfera estaba que ardía de peligros, se producían constantes sabotajes
contrarrevolucionarios entre ellos la quema de cañaverales. Nosotros los
exploradores, jóvenes al fin y al cabo, estábamos deseosos de tener aventuras y
no medimos bien las consecuencias. Nos conseguimos unos uniformes, mochilas,
cantimploras y varios cascos a los que habíamos pintado rifles cruzados, y así
nos fuimos, muy románticos, a la floresta, al campo, a las cuevas.
El grupo estaba saliendo de
la Cueva de los Panaderos y en eso oímos que nos gritaban: “Alto ahí, que nadie
se mueva y suban los brazos”. Cuando alzamos la vista vimos que estábamos
rodeados por armas de todo tipo que nos apuntaban; sus portadores parapetados
detrás de las rocas y en la manigua. Es que nos habían tomado por infiltrados o
por alzados, que tanto abundaban por el
país, financiados por la CIA. Allí nos quedamos tiesos como unas velas de
cumpleaños y totalmente muertos de miedo. Como ninguno de nosotros se movía,
ellos se acercaron poco a poco sin dejar de apuntarnos con sus armas. Nos revisaron
y cargaron con nosotros para la unidad más cercana. Después de varias horas de
retención, en las que no faltaron los regaños, las advertencias y las críticas
por no haber pedido permiso y luego de comprobar quiénes éramos, nos soltaron.
Si en aquella situación, cuando nos dieron el grito de alto, a alguno de
nosotros se le hubiese caído el casco, no quiero imaginarme qué hubiera pasado.
Ese
mismo año de 1963 ya estábamos haciendo planes y trabajando para construir lo
que sería el primer museo público de Holguín; recuérdese que la Colección
García Feria era una de las mejores colecciones privadas del interior del país
y que después de creada la Comisión Nacional para la organización de la
Academia de Ciencias de Cuba, el doctor J. A. García Castañeda, en un gesto
patriótico y de alto sentido de responsabilidad académica, donó íntegramente la
colección para la nueva institución que se creaba.
Por
esa época estaba en movimiento la nacionalización de las empresas
norteamericanas y de los oligarcas que huyeron al Norte, y había un almacén
repleto de vitrinas que principalmente estaban fabricadas para las farmacias;
por otra parte en un local ubicado en la calle Libertad esquina Aguilera, en
Holguín, donde había existido una colchonería, hicimos el museo: lo reparamos
todo, lo pintamos y pusimos luces, quedó perfecto; todos estábamos muy
contentos. Así se inauguró el Museo con el nombre de Guamá el 22 de julio de
1964; las palabras de apertura me hicieron sentir muy feliz. Por diez años este
fue el primer museo público con el que contó la ciudad de Holguín.
Aunque
ya desde 1954 yo estaba con los grupos de exploradores, en marzo del 1964 es
que paso a ser director organizador del grupo de la Asociación de Jóvenes
Arqueólogos Aficionados de Holguín. Fue en aquel entonces que conocí a los
arqueólogos Ernesto Tabío y José M. Guarch, este último me escribió una carta
en la que me preguntaba si estaba en condiciones de ayudar a nivel nacional. La
carta me la escribió Guarch después que él junto a su esposa Caridad Rodríguez
visitaron al Grupo de Aficionados de Mayarí y revisaron las evidencias
encontradas en Arroyo del Palo: de ese modo empezó mi relación con la Academia
de Ciencias de Cuba y su Departamento de Antropología.
Mis
primeros trabajos de campo de forma profesional fueron con Ernesto Tabío y con
Rodolfo Payarés. Todos estábamos con unos deseos enormes de comernos el mundo,
nada nos importaba y superábamos las peores condiciones, solo queríamos
trabajar y trabajar, investigar todo lo que estaba a nuestro alcance, nos
jugábamos la vida, subiendo y escalando.
Una vez estando en Maisí,
la única agua con la que contábamos era la que estaba en un aljibe que tenía un
gallinero encima, es decir, no había buena agua para beber, solo la que les
cuento. Así y todo nos quedamos allí y aguantamos esas condiciones unos 14
días; finalmente estuvimos todos gravísimos con diarreas.
Para
no hacer muy larga la historia de mis inicios en la Arqueología les diré que en
el propio año 1964 vine para La Habana. Entonces el capitán rebelde Antonio
Núñez Jiménez estaba en el Capitolio al que acaban de convertir en la Academia
de Ciencias de Cuba. El Departamento de Antropología se encontraba en el
edificio de Prado esquina a Trocadero, a escasas tres cuadras de la casa de ese
ilustre cubano de todos los tiempo que es José Lezama Lima.
Recuerdo
que en esa fecha yo estaba muy flaco, a la verdad que siempre lo he sido, y me
ponía a ayudar a Tabío o a Payarés a acomodarlo
todo, a arreglar los estantes, subiendo y bajando todos aquellos pisos. Considero
que es en ese lugar cuando verdaderamente empezó mi carrera como arqueólogo.
Estuve viviendo en la primera planta del edificio de Prado por unos cinco años,
después pasé a la torre, que es como un sexto piso, pues el edificio es muy
antiguo y el puntal es muy alto; recuerdo que en el segundo piso vivían algunos
científicos soviéticos que trabajaban en la academia como asesores.
Alrededor
de los setenta me mudé para la casa donde ahora sigo viviendo, en Santos Suárez, la Víbora, donde me visitan
mis amigos a pesar de que hace tres años que estoy jubilado. Me alegra mucho
que personas como ustedes me visiten, siempre estaré gustoso a prestar
cualquier ayuda en lo que ha sido mi pasión toda la vida: la arqueología.
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Milton Pino Rodríguez, nació en Holguín, Cuba, en 1933. Fue una
destacada personalidad de la Arqueología en Cuba. Desde temprana edad
formó parte de la Asociación de Jóvenes Aficionados de Holguín. En 1964
ingresa en el Departamento de Antropología de la Academia de Ciencias de
Cuba. Se graduó de arqueólogo especializado en culturas aborígenes de
América (1972) y cursó entrenamientos en Siberia Central (1982). Máster
en Ciencias Arqueológicas (1988). Fue Investigador Auxiliar del
Instituto Cubano de Antropología. Su labor arqueológica se dirigó en
función de las temáticas relacionadas con la arqueología de Cuba, el
Caribe y la paleonutrición. A esta última especialidad dedicó más de 30
años de trabajo, con la elaboración de métodos y procedimientos
aplicados en las investigaciones arqueozoológicas en nuestro país. Su
participación directa y el haber dirigido un promedio de 60 expediciones
y excavaciones arqueológicas, le permitió escribir numerosos trabajos
como resultado de las investigaciones. Por su relevante trayectoria
investigativa mereció numerosos reconocimientos científicos como: Placa
Juan Nápoles Fajardo (1992), Diploma por su condición de Fundador de la
Academia de Ciencias de Cuba (1992), Distinción Rafael María de Mendive
(1992), Medalla de la Ciudad de Holguín “La Periquera” (1997), Orden
Carlos J. Finlay (1999), Distinción Juán Tomás Roig (2004). Sus más de
40 años de experiencia profesional lo convirtieron en un prominente
estudioso de las comunidades aborígenes y uno de los pioneros de la
Arqueozoología en Cuba.
Leer además: Notas para una reseña de Milton Pino Rodríguez
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