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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

28 de abril de 2011

Los días del juego - Emerio Medina

En realidad ella podía ser de cualquier país de América o Europa. Tenía los ojos de Sofía Loren y algo de La Gioconda en el rostro. Las suaves curvas del mentón y la nariz le daban un fino aire de duquesa flamenca. El pelo, en cambio, hacía recordar las actrices italianas que yo había visto en las comedias que ponía el cine Saravshán cuando dejaba solos a los muchachos en el Café Molochniy del Skvier de Tashkent y me iba con Dilya Karímova en las tardes de domingo a ver las películas de Adriano Chelentano.

Ella se presentó como empresaria de Milán radicada en Buenos Aires. Dijo que trabajaba en algún asunto de inversiones en la industria inmobiliaria que nunca quedó claro para mí.

–Francesca Risi –dijo, y extendió la mano.

Coincidíamos en el aeropuerto Sheremétievo en una de esas largas jornadas de espera mientras se miran los aviones desde el salón y se busca una forma de matar el tiempo después de haber leído y releído las revistas que el servicio internacional pone al alcance de los viajeros. Ella volaba desde Buenos Aires hacia Roma vía Moscú, y yo había llegado desde Tashkent el día anterior y esperaba mi vuelo a La Habana. Éramos viajeros atrapados en el salón enorme aclimatado con grandes rejillas de impulsión que dejaban caer sobre nosotros un aire templado y disperso, suficiente en el verano ruso que apenas comenzaba.

Yo la había visto salir por la puerta de llegadas y de alguna forma me quedé mirándola, sopesándola con los ojos, tratando de determinar edad y origen. Una parte del juego (y para mí siempre fue un juego desde que Dilya Karímova me confundió con un armenio en el lago Komsomólskoye. Ella tomaba sol en bañadores minúsculos esa tarde. Andaba con una amiga de Oremburgo que había llegado de visita al barrio estudiantil y se fueron las dos al lago. Se quedaron mirándome y hablando por lo bajo. Dilya era una tártara de veintidós años que estudiaba traducción del idioma inglés en la Universidad Estatal de Tashkent) consistía en examinar largamente a la persona y aventurar un juicio aproximado sobre el origen probable. Después se buscaría un tema de conversación y las cosas derivarían hacia un final controlado, hacia unos tragos o una comida gratis, o hacia un regalo que se esperaba con paciencia, dándole vueltas a la persona hasta lograr el fin que se buscaba. El juego solo funcionaba si se tenía esa habilidad de observarlo todo. Mirando a la mujer enseguida supe que no era eslava. No era, por tanto, rusa ni polaca. Acaso búlgara porque se parecía a una muchacha de Sofía que anduvo conmigo en el otoño y tenía los mismos ojos y el pelo similar, ondeado con paciencia en la boutique del hotel Uzbekistán, pero aquella era de la parte de los Balcanes donde alguna vez se asentaron los gitanos, y no debía ser la segunda mujer de la misma región minúscula que me encontrara en el año. Ya había aprendido que esas cosas no pasaban nunca. Aun en una ciudad cosmopolita como Moscú era improbable encontrarse con dos personas de orígenes idénticos. No podía ser, salvo si esas dos personas andaban juntas, y no era el caso. Descarté, por supuesto, a las gitanas búlgaras, y me concentré en la mujer que arrastraba su maleta de viaje y tomaba un jugo de manzanas mientras buscaba con los ojos un lugar para sentarse. Llevaba altos zapatos cerrados y un blusón de borlas ambarinas que la hacía parecer un tanto gruesa. Por las arrugas acentuadas en el cuello quedaba claro que pasaba de cincuenta años. Por la forma en que miraba alrededor se podía saber que estaba sola, por primera vez en territorio ruso, por primera vez expuesta a la contaminación soviética. Movía la cabeza en esa forma vaga de la gente que se disgusta con lo que ve, y lo que ella veía podía no ser totalmente de su agrado. La sobria instalación del aeropuerto estaba lejos del confort que los occidentales exigían en sus países, lejos de los servicios de primera clase y de cualquier asomo del consumismo norteamericano o europeo.

La observación (la comparación) me la hicieron dos periodistas colombianos radicados en España cuyos nombres no recuerdo. Me hablaron de cuanto debe saber un viajero en materia de aeropuertos cuando estábamos sentados en el Skvier de Tashkent, en mi primer verano en una ciudad extraña donde una simple conversación en español con un desconocido se agradecía infinitamente. Tomábamos un refresco a la sombra de las encinas en aquellas magníficas glorietas en forma de cúpulas brillantes que los viejos jardineros uzbecos se encargaban de alistar después de las nieves del invierno. El diálogo en el idioma familiar me había hecho volver la cara y enfrentar al grupo de turistas que bajaba la escalinata del hotel Uzbekistán.

—Todos los aeropuertos no son iguales —dijo uno de los periodistas cuando el tema salió.

Para mí estaba claro que no eran iguales, y lo dije. Hablé de las edificaciones funcionales (las pocas que había visto en alguna escala técnica en Shannon y Odesa, y otras, muy contadas, las del aeropuerto de Tashkent y el viejo Vnúkovo de Moscú, sin hablar de la Terminal de Vuelos de La Habana, por supuesto) concebidas para usos, volúmenes y servicios diferentes. El otro colombiano se me quedó mirando, empujó hacia mí la caja de cigarros Parliament de filtro tubular (claro que nunca había visto cigarros como esos. Lo más común era fumar cigarrillos búlgaros Opal o Stewardess con filtro de esponja, o los Gallant indios que sabían a hierba y se vendían barato en cajetillas crush-proof de colores brillantes, o compraba un paquete de Dunhill International cuando tenía dinero suficiente, o acaso Ronhill, el invento yugoslavo que hacía recordar las finas cajas coloridas de Chesterfield o Pall Mall) y me hizo señas que cogiera uno.

—Tú eres cubano —dijo—. No tienes ni la más puta idea de lo que es un aeropuerto.

El hecho (y es bueno decir que la puta idea debe ser lo primero: todo lo demás puede venir después; la sorpresa, incluso, también forma parte de la idea, y no del hecho en sí, como pudiera pensarse. Tómese, por ejemplo, la nieve: cuando se haya tocado con la mano propia quedará por dentro una suerte de desilusión momentánea, aun cuando se haya esperado ese minuto muchos años y se haya visto miles de metros de película donde los personajes se revuelcan en el hielo como si no tuvieran frío) de ser cubano me excluía abiertamente. Dicho con pocas letras, la puta idea de un aeropuerto moderno de Occidente no podía caber en la cabeza de un habitante del Caribe comunista que veía limitadas sus posibilidades de vuelo a un viaje de estudiante becado en las universidades del Este o del país soviético. Asumí que ese estudiante era yo y me quedó claro que la puta idea no podía caber en mi cabeza. Pero me sirvió la conversación aunque en algún momento los colombianos me parecieran petulantes.

—Ni se te ocurra comparar esa mole de hierro y vigas prefabricadas que es el aeropuerto de Tashkent con un aeropuerto de verdad —seguía diciendo el periodista—. Hay algo en el gusto estético occidental que responde a otras normas. El aeropuerto de París, por ejemplo, es una ciudad pequeña. Nada que ver con las terminales de vuelos que los rusos han levantado en este país enorme. Y el aeropuerto de San Francisco no tiene nada que envidiarle aunque sea más pequeño. Y el de Bogotá tiene la misma clase y el mismo estilo aunque no disponga de tantas comodidades.

Yo recordaba la conversación con los colombianos mirando a la mujer que volvía la cabeza para lanzar miradas de desprecio sobre los asientos y las instalaciones del salón. Yo la veía acercarse y temía que ella pasara de largo y se alejara hasta una distancia inalcanzable, pero quiso la suerte que el puesto libre más cercano estuviera junto a mí. La mujer hizo un giro gracioso sobre el granito del piso, enderezó la maleta y los pasos y vino a sentarse a mi lado. Durante diez minutos esperé que girara la cabeza en mi dirección, que se dignara mirarme y preguntar alguna cosa. En cualquier caso, yo tenía la ventaja del idioma. La gran ventaja. El hecho de hablar ruso con absoluta libertad. Esperaba, por tanto, que la mujer necesitara alguna ayuda en la traducción. Debía necesitarla. No era común que los funcionarios de la aduana pudieran comunicarse en un idioma diferente al inglés. En alemán, acaso, pero los alemanes del Este que viajaban a Moscú odiaban abiertamente al pueblo ruso. Lo culpaban del desarrollo alcanzado por sus vecinos del Oeste. No se mezclaban, por tanto, ni manifestaban nunca la más remota intención de parecer amistosos. Cumplían sus itinerarios con absoluta rigidez para no verse obligados a preguntar nada. Los funcionarios de la aduana, sin embargo, los trataban bien.

—¿Habla español? —le pregunté cuando ya no me quedó más remedio, cuando la leve esperanza de entablar una conversación se diluía con los últimos rayos del sol que empezaban a morir detrás de los cristales del aeropuerto.

La mujer giró la cabeza y me lanzó una mirada gélida, nunca tan fría como las miradas de las matronas uzbecas que veían en cualquier extranjero una amenaza para sus jóvenes muchachas, pero terrible, en cualquier caso, distanciadora y abiertamente hostil. Las suaves curvas del rostro se endurecieron y ya entonces ella perdió el aire de La Gioconda y los ojos de Sofía Loren. Se convirtió rápidamente en una profesora de Mecánica Teórica que yo había tenido en el segundo año, una hebrea gorda de apellido Kleiman que me miraba igual cuando yo no podía resolver sus ecuaciones complejas y ridiculizaba con dos palabras al estudiante amedrentado por sus grandes ojos negros.

Lo que restaba era apartarme. Apartar los ojos y la cara y seguir el juego con otra gente que había entrado al salón, una pareja nórdica (después supe que eran especialistas finlandeses que viajaban hacia los campos de petróleo de Nízhniy Nóvgorod a cumplir con un contrato millonario de la compañía Sievernieftprom) de edad mediana que se sentó cerca y abrió un mapa de Rusia Central. El juego funcionó cuando los oí hablar en su idioma. Descarté a los polacos y a los húngaros y fue fácil abordarlos en inglés. Me alejé de La Gioconda que barría el salón con mirada de Sofía Loren y me fui a tomar café con los escandinavos en el salón del segundo piso. Ya era de noche y la conversación se tornó intensa. Una parte importante del juego (parte fundamental, por si alguien quiere hacer lo mismo) consistía en apartarse de los temas folklóricos (nunca se debía preguntar si les gustaba el país. Esa era una pregunta que predisponía a los extranjeros. Si les gustaba la ciudad y la gente ellos mismos buscarían la oportunidad para decirlo) y concentrarse en aquellos temas de interés general. La profesión, por ejemplo, era el tema mejor.

Lo habíamos comprobado en el Skvier de Tashkent una tarde en que andábamos Landy, Reinaldo Méndez y yo sin un centavo en el bolsillo y mirábamos las piernas de las muchachas que bajaban por el bulevar a tomarse un helado en el Café Molochniy. Landy estudiaba Ingeniería Civil y dominaba muy bien los temas de la construcción. Un grupo de turistas españoles subía a pie desde el restorán Shajtiar. Landy entrevió la oportunidad de hacer el juego (lo había aprendido por su cuenta con alguna armenia del reparto Visokovóltniy que anduvo un tiempo con él en el invierno, una de esas mujeres que solo era posible encontrar en una ciudad de razas mezcladas como Tashkent. Parecía moldeada de manera especial dentro de su cubierta muy poco común de piel canela y grandes ojos verdes, y cantaba las canciones de Alla Pugachova con verdadero sentimiento y con una entrega que la hacía llorar en los momentos más sublimes) era un juego diferente al mío, pero era el mismo juego. Abordamos a los españoles en la esquina de la tienda universal y ellos se mostraron contentos de encontrar hispanohablantes en el centro de Asia. El juego parecía ir bien y los españoles nos invitaron a tomar cerveza cara en la terraza del hotel. Hablábamos del tiempo y las mujeres, de la imposibilidad de comprar cigarros Ducados en ninguna tienda de la ciudad, de la mezcla rara de rusos y tártaros de la estepa, de las adivinadoras gitanas que arrastraban a sus hijos entre las mesas blancas de la terraza, y de tanta gente y tantos rostros diferentes en la calle. Los españoles se mostraban interesados y dispuestos, pero entonces Landy preguntó si les gustaba el país, si habían mirado, por ejemplo, los minaretes de las Cúpulas Azules y las casas de barro del Stariy Gorod, o acaso la mole de concreto del Hotel Cosmos y la extraña maravilla que era el Alaiskiy Bazar, y los españoles nos miraron con recelo y dijeron que todo eso estaba bien. Pero se recogieron un poco y recordaron de pronto que tenían otra excursión planificada a la estación Usbekistánskaya y a la Dirección General del Metro, a donde nosotros, por supuesto, no podíamos ir por tratarse de un acto oficial y otras razones comprensibles.

—España, uno; Cuba, cero —dijo Reinaldo Méndez parafraseando al fútbol.

Esa tarde aprendí que uno debía jugar su propio juego y no dejarse llevar por las reglas de otro. Seguí andando con Landy y con Reinaldo, sin embargo, pero en algún momento los dejaba solos y me iba al barrio estudiantil a buscar a Dilya y pasábamos las tardes de domingo mirando las comedias de Adriano Chelentano en el cine Saravshán.

—Tienes que aprender de Chelentano —decía Dilya—. Ese es un pícaro con suerte. Tienes que aprender de él, y tienes que saber diferenciar los acentos y las inflexiones regionales.

Lo decía por esa extraña mezcla de razas y dialectos que existía en Tashkent. La vieja ciudad uzbeca se había poblado con personas de todas las repúblicas después del terremoto. El ruso funcionaba como idioma común. Los tártaros de Kazán se mezclaron con los kalmucos de Siberia. Los uigures de la frontera se casaron con muchachas de Armenia. Los hebreos de grandes ojos negros habían perdido su castidad ancestral, habían sucumbido a los ofrecimientos de la vida y se habían mezclado con bashkires, con coreanos y con osetios. Los rusos puros ya no eran rusos puros y la ciudad exhibía una agradable visión de piel variada y ojos que miraban desde sus pupilas verdes, azules, negras y color café, todo en una fuerte procesión de lenguas diferentes y costumbres enraizadas que iban cambiando con el tiempo y mezclándose a su vez con la nueva oleada de estudiantes africanos, persas y latinos que llegaba a la ciudad.

—Pero tienes que aprender a diferenciar los acentos —decía Dilya—. Tienes que hablar el idioma tan perfecto y claro como el discurso impoluto de los habitantes de Yunus Abad, que son rusos puros porque llegaron hace poco y no se han mezclado todavía. Y tienes que imitar perfectamente el habla casi gutural de los trabajadores de la estación de descarga del ferrocarril central de Tashkent, que llegaron aquí en los tiempos de la reconstrucción después del terremoto y ya han tenido que variar sus costumbres y su forma de hablar.

La cuestión del idioma era una herramienta fundamental. Dilya Karímova, una tártara de veintidós años que estudiaba idiomas en la universidad, me enseñó eso. Ella hablaba uzbeco, ruso, inglés, tártaro, alemán, moldavo, algo de hebreo, bastante de francés, italiano suficiente, kazajo, persa y español en su variante insular americana. Ella podía discernir entre dos pieles y dos tonalidades de los ojos. Ella tenía ese don extraño que solo abunda en las fronteras y en los lugares que por siglos han servido de puente entre las civilizaciones.

Siendo especialistas del petróleo, los finlandeses se abrieron ante la mención de los campos inexplorados del Altai, los nuevos gasoductos presurizados que atravesaban toda la parte oriental de Siberia, las estaciones de bombeo equipadas con sistemas automáticos de descarga. Ya habíamos consumido bastante (los tres, en una forma abierta y fácil de ordenar cerveza y entremés de jamón sin cuidarse demasiado de quién pagaría por todo) cuando llegó su turno de volar. Me dejaron sus teléfonos y sus vías de contacto. Algo de dinero también, para el café y los cigarros. Era noche avanzada en las llanuras verdes de Podmoscovie. Cuando volví a mi puesto en el salón del primer piso ya el sol comenzaba a iluminar el mundo hacia el oriente. Busqué a La Gioconda entre los pasajeros que dormían en el salón, pero no la vi. Debía estar en el restorán del aeropuerto comiendo hongos con cebollas (plato raro e insípido que los extranjeros perseguían cuando estaban en Rusia). O quizá había decidido pasar la noche en el hotel de tránsito y tomar una ducha y dormir las pocas horas que quedaban hasta que su avión partiera.

Me entretuve tratando de hacer el juego con otros pasajeros. Unos turcos se sentaron cerca y no me hicieron caso. Una pareja de monjes ortodoxos discutían algo en un idioma incomprensible. Me hicieron recordar a un matrimonio que encontré alguna vez bajo las pérgolas del segundo piso del hotel Uzbekistán. Los confundí con rumanos y se pusieron bravos.

—Somos vascos, coño —dijo el hombre, y después dejó claro que estaba hasta los pelos de gente como yo, de jovencitos tártaros que asediaban a los turistas para cambiar rublos rusos por divisas de Occidente. Quizá yo parecía un tártaro (muchas veces la gente me hablaba en tártaro o en uzbeco y cambiaban al ruso cuando descubrían el error. Incluso Dilya me presentaba a sus amigos como un tártaro de las colinas negras de Kazán que hablaba el ruso con el acento inconfundible de la estepa. Dilya decía que no había ninguna diferencia entre un tártaro y yo) O quizá yo parecía un osetio o un afgano. Para mucha gente yo era un afgano cuando andaba con Reinaldo porque hablábamos una lengua incomprensible y Reinaldo era trigueño y tenía la nariz afilada de los persas.

Hubo una noche de diciembre en que un grupo de uzbecos drogados con hatchís nos confundió con afganos en el trolebús. Reinaldo pudo huir por una ventanilla, pero yo pagué las culpas y los muertos de la guerra en aquel país vecino. La invasión soviética terminaba ya. Las tropas regresaban a sus bases del Círculo del Turquestán. Casi todos los soldados eran uzbecos por ser esa república el territorio más cercano a Afganistán. En el camino de regreso fueron hostigados por los talibs desde los campamentos de Kabul hasta la frontera. Muchos soldados murieron al detonar una mina. El deseo de desquitarse se hizo fuerte entre los jóvenes y comenzó en Tashkent una verdadera cacería de afganos. Me cazaron también esa noche de diciembre y me dejaron muerto (casi muerto, chorreando sangre por la nariz y por la boca, con una herida de destornillador o de kinzhal sobre la sien derecha y con suficientes golpes en la cabeza como para mandarme directo al cielo o al infierno) bajo las luces de neón del cine Iskra en el Stariy Górod, la zona vieja, peligrosa, donde vivían los uzbecos en sus casas ancestrales de adobe y tejas, la única parte de la ciudad que sobrevivió al terremoto de 1966. Me dejaron ahogándome en el charco de mi propia sangre mientras oía las risas y los gritos de hiena de mis ejecutores que anunciaban a los vecinos y a la gente la venganza consumada. Me salvé esa noche porque una rusa de cuarenta años pasaba cerca y se detuvo a investigar de quién era el cuerpo que rezumaba sangre en la cuneta. Se llamaba Liubóv, y después supe que era cirujana de Andizhán y pasaba un curso en el Hospital Docente. Me salvó la vida en un lugar donde la gente hacía muy poco caso de un herido (era común encontrar algún alcohólico muerto en un parque de la calle General Usákov o flotando en el agua fría del Canal Anjor, y era común también que la gente se alejara de cualquier evento oscuro, un muerto o un herido de puñal por cuestiones de dinero, una muchacha rusa violada en plena calle por jovencitos tártaros o la simple víctima de una estafa que amaneciera con los hígados por fuera en los jardines delimitados por setos de arándanos de restorán Dom Kinó) y nadie quería meterse en los problemas de nadie.

Y es que el juego a veces se volvía en mi contra y lo que parecía una ventaja terminaba por convertirse en trampa. El juego podía reservar una sorpresa desagradable. El escenario variaba rápidamente y los protagonistas actuaban en consecuencia. Se tomaba una salida imprevista y entonces todo salía mal, con desenlaces imprevisibles y muchas razones para ocultarse un tiempo mientras las cosas se arreglaban. Dilya Karímova me había dicho que tomaba tiempo acostumbrarse y jugar bien.

—Jugar bien, eso es lo importante —decía Dilya cuando estábamos una tarde de primavera avanzada bajo los sauces llorones del parque Yuri Gagarin, cerca del Canal Anjor, cuando me explicaba las diferencias entre el nogal común y el nogal griego, y entre la encina mediterránea y la encina de Israel, y entre los abedules de la taigá, de hojas grandes como la mano de un hombre, y el pobre abedul de la estepa, tan descolorido y mustio en el mejor de los veranos—. Jugar bien significa conocer las cosas. Las posibilidades. Las variantes que pueden surgir en una u otra situación. Saber las diferencias, por ejemplo, entre las hojas caídas de los árboles en el otoño. Determinar si son de roble o de nogal. Apartar el amarillo y el ocre intenso de la encina y admirar el verde muerte del ciprés. Solo así podrás jugar como se debe. Y lo harás. Estoy segura de que lo harás. Uno está obligado a jugar hasta donde se pueda, y, lo más importante, uno tiene que saber en qué momento debe retirarse.

De modo que yo hacía lo mismo por mi cuenta y trataba de sacar mis ventajas de situaciones comunes cuando el hecho de saber jugar se convertía en herramienta para matar el tedio y resolver dinero o beber cerveza gratis en el Skvier de Tashkent. Salía a veces con Reinaldo y con Landy cuando estábamos aburridos en el albergue y el sol brillaba en las hojas de los robles del parque Zhimadar. Mirábamos las frondas del parque desde la ventana y teníamos deseos de ir a comer shashlik de carnero en sus varillas de aluminio, o el palov uzbeco que se cocinaba en grandes ollas de hierro bajo los robles, o quizá un plato de kaurmá-lagmán acompañado con tirillas de blinís y abundante pimienta roja. Desde la ventana veíamos subir el humo entre los robles. Toda la agradable variedad de la cocina uzbeca subía con el humo y nosotros sentíamos ese deseo intenso de ir allá y hacer el juego con los encargados. Pero el parque Zhimadar no era un buen lugar para nosotros por ser retiro habitual de uzbecos puros y de mujeres que vestían sus ropas nacionales y nunca enseñaban las rodillas. El parque Zhimadar no era sitio para extranjeros. Preferíamos el centro de Tashkent porque allá era posible conversar con las muchachas rusas y armenias, o tártaras y bashkiras de las estepas que habían llegado a la ciudad y nos miraban con sus ojos entornados, ligeramente oblicuos, que las hacían parecer seres irreales de piel muy blanca y rasgos orientales tan marcados en el rostro.

—Pero tengo que conseguirme una uzbeca —decía Landy—. Quiero saber de qué están hechas. Necesito saber.

Buscarse una uzbeca no era aconsejable, sin embargo, por la cara que ponían los varones cuando nos descubrían hablando con alguna (hubo casos en que el transgresor se veía acorralado en una esquina, rodeado por un grupo de jovencitos envalentonados que mascullaban sus amenazas en el idioma natal y dejaban asomar las empuñaduras de sus kinzhales bajo la camisa) Era mejor y más seguro entretenerse con las armenias del Cáucaso, con las rusas de pelo largo y rubio, o las tártaras de ojos rasgados y piel blanca, o con las bashkiras de grandes ojos luminosos, ligeramente oblicuos, de mirada extraña y cuerpo absolutamente lampiño, o hacer el juego con los turistas que se hospedaban en el hotel Uzbekistán y salían por las tardes a dar sus vueltas por el bulevar y a tomar cerveza negra en las glorietas del Skvier.

En el Sheremétievo estaba haciendo lo mismo y me sentía bien. Me sentía tranquilo y cómodo mirando los aviones y haciendo ver que no me preocupaba demasiado lo que ocurría alrededor. Pero atendía con los ojos a cualquier movimiento en el salón, a cualquier extranjero que fuera fácil de abordar y que me pagara un trago de coñac o whisky en el bar del aeropuerto, o que se enterneciera con mi triste historia de estudiante cubano obligado a hablar en ruso, alejado de las playas del Caribe hasta una distancia considerable. El juego salía bien si el extranjero se metía la mano en el bolsillo y me daba veinte dólares. No me resultó esa noche con la mujer que tenía los ojos de Sofía Loren. La olvidé por un momento y me concentré en otros pasajeros, pero después de los finlandeses no apareció más nadie. En el salón vacío solo estaban los turcos y la pareja de monjes ortodoxos con sus altos gorros negros y sus anchas cruces plateadas sobre el pecho.

El sol ascendía lentamente sobre los campos verdes de Rusia. Los aduaneros de turno se retiraban ya. Un nuevo grupo debía estar entrando en la mañana. Mi vuelo hacia La Habana había avanzado en la tablilla luminosa del itinerario que anunciaba salidas y llegadas. En cinco horas diría adiós al Sheremétievo y tomaría la ruta de Irlanda del Norte en una línea recta sobre Europa sentado en el salón lleno de gente de un liner IL-72 de la compañía Aeroflot. Llegaría a La Habana quince horas después y durante cuatro meses olvidaría a los tártaros y a los bashkires de ojos oblicuos, a los uzbecos y a Dilya. Olvidaría el juego que aprendí con las muchachas bajo las pérgolas del segundo piso del hotel Uzbekistán. Me sentiría confiado y libre en mi barrio oscuro, lejos del confort occidental, lejos de las varillas de shashlik y de los extranjeros que miraban con desprecio la sobria instalación del aeropuerto. Olvidaría, sobre todo a la mujer con cara de Gioconda que me miró con desdén cuando quise entablar una conversación con ella. Por un momento me había hecho sentir insignificante y aplastado sobre el asiento cómodo del salón, y me había dejado fuera del juego.

Pero el juego no había terminado todavía. El juego recomenzó cuando un oficial de la aduana me tocó en el hombro.

— ¿Tú eres cubano? —preguntó en ruso.

Me pidió acompañarlo a las oficinas de seguridad (me lo pidió en esa forma desenfadada de los rusos más simples, como si hubiera estado conversando con un amigo viejo, con un vecino que pasaba cerca y se le pedía por favor que entrara a tomar el té) Me explicó en el camino que tenían una situación (la palabra situación es tan ambigua que puede ilustrar cualquier evento, sea desagradable o no, sea un hecho simple con ventajas evidentes o sea un suceso más formal, acaso con peligros y amenazas, o acaso con matices llanos y prometedores) y necesitaban un traductor de español. Con sorpresa (o quizá todo fue sin sorpresa, si se atiende a que el problema era común en los extranjeros que viajaban vía Moscú desde las grandes capitales de Occidente y América hacia el Japón o Asia  Oriental, o hacia el Oriente Medio y África, o hacia Roma o Los Balcanes, como en este caso) descubrí que La Gioconda lloraba en uno de los asientos reclinables de la oficina del Oficial Jefe (lo llamaré Vládik, o Vitya, o quizá Seriozha) Los ojos de Sofía Loren aparecían llenos de lágrimas. Se los estrujaba con un pañuelo de seda y levantaba la cabeza para soltar sobre los oficiales largas miradas que variaban del desprecio a la angustia. Vitya (o Vládik, o Seriozha) lo explicó todo.

—Vino a reclamar ¿Te imaginas ese cuadro? A reclamar. Y nosotros aquí, ¿lo ves?, no somos bobos. No somos nada bobos —dijo Vitya en el acento cavernoso de los Urales.

La situación (¿El juego? ¿Acaso no era todo un juego? ¿Acaso no somos todos jugadores y nos toca perder o ganar en algún momento?) era sencilla. La Gioconda había declarado una cierta cantidad de dinero a su entrada al Sheremétievo de Moscú. Los agentes de la Aduana contaron los billetes y asentaron en la declaración el monto en dólares. Solo el monto, sin especificar las denominaciones.

—Cosa de rutina —me explicaba Vitya (¿Vládik? ¿Seriozha? ¿Vanya fumándose un cigarro Prima o Bielomor sin filtro, escupiendo nervioso las virutas de tabaco, dejando ver los dientes amarillos?) —Se escribe la cantidad según el procedimiento, pero no se escriben los números de los billetes ni el desglose por unidades.

La Gioconda (seguía siendo La Gioconda para mí, seguía teniendo los ojos de Sofía Loren aunque estuviera llorando, aunque las lágrimas le rodaran por las mejillas y empañaran su limpia imagen de duquesa flamenca) se había sentado en el salón y había pensado una variante de estafa de aeropuertos (¿No es todo el mismo juego, acaso? ¿No es la misma situación que puede darse en el gabinete de un ministro en México DF, o en las pandillas de los barrios bajos del Bronx, o en la oficina del gerente de un banco suizo, o en un café de Tashkent? ¿No es la idea que antecede al hecho y obliga a actuar cuando uno menos se lo espera?) Esta vez el juego consistía en esconder una parte del dinero y hacer una reclamación formal con muchas lágrimas y mucho teatro aduciendo que los aduaneros le robaron en el conteo de los dólares y solo después (solo después, sentada en el salón, cuando había logrado reponerse de la impresión por el primer contacto con la maldita tierra rusa, cuando se había tomado un refresco de manzanas para alejar el malestar del viaje, cuando había mirado con los ojos propios un pedazo del territorio comunista y había oído por primera vez unas palabras en esa lengua extraña, tan alejada de los tonos graves de cualquier idioma americano o europeo) había contado el dinero con calma (con mucha calma, Dios mío, con mucho aplomo y una serenidad total) y había detectado el problema (¿La situación? ¿El juego? ¿Otra vez el juego haciéndose notar en un evento serio, tan demasiado serio, tan peligroso que podía empañar la imagen de un aeropuerto importante y complicar la vida de las mujeres y los hombres que ejecutaban con rigurosidad marcial la acción tan necesaria?) y por eso recurría a la buena voluntad de los aduaneros que debían, Por favor, Please, Please, Prego, Prego, enmendar su error y devolverle (¿Cuatrocientos dólares americanos? ¿Quinientos quizá?) íntegramente el dinero sustraído antes que los denunciara ante una comisión internacional y publicara un artículo explosivo en cualquier periódico de Occidente (en cualquiera, ¿lo oyeron bien? ¿Tienen idea de lo que puede hacer la prensa en las democracias del mundo libre? ¿No han visto nunca un ministro destituido de su cargo y una empresa millonaria que cerró sus puertas por culpa de una simple nota en el periódico indicado?) de modo que pedía resolver con prontitud el caso al tiempo que agitaba los billetes ante la cara de los oficiales asustados.

Vitya (¿Vládik? ¿Seriozha? ¿Vanya fumándose otro cigarro Prima o Bielomor sin filtro, escupiendo nervioso las virutas de tabaco, dejando ver los dientes amarillos?) había actuado con la sangre fría de un profesional. Ordenó contar el dinero otra vez. Faltaban quinientos dólares en la cartera de La Gioconda. Vitya lanzó lejos el Prima (Bielomor) sin filtro. Dijo Tfú a la manera en que un oficial de la aduana podía decir Tfú cuando descubría que era víctima del juego.

—Pero yo mismo había contado el dinero —me diría después, cuando estábamos sentados en la oficina y tomábamos té verde con bizcochos de arándano que la funcionaria Mashka sirvió en tazas aplastadas— ¿Lo puedes entender? Yo mismo le había contado los billetes. Me veía allí como un idiota cuando ella agitaba el dinero ante mis ojos y amenazaba con denunciar el maltrato ante la prensa occidental, y entonces, mirando las denominaciones, me di cuenta del engaño.

Vitya lo había dicho todo en una sola expiración sonora y ronca. Parecía disfrutar del momento y hacía una pausa para sorber el té y partir un bizcocho con los dientes. Pero me miró de pronto y sonrió ampliamente.

—Veo que no lo entiendes —y Vitya rió otra vez—. Los cubanos solo vienen a Moscú a partir culitos en los albergues mixtos de los politécnicos. ¿No entiendes que los billetes no eran los mismos? Ella los había cambiado por otros que llevaba escondidos. Tenía que llevarlos escondidos. Seguramente se metió en el baño y preparó la operación. No tuvo en cuenta las denominaciones, y ahí mismo, cuando agitaba el dinero frente a mí y amenazaba con denunciarlo todo, se le acabó el maldito juego.

Y después Vitya (¿Vládik? ¿Seriozha? ¿Vanya fumándose un tercer cigarro Prima o Bielomor sin filtro, escupiendo nervioso las virutas de tabaco, dejando ver los dientes amarillos?) me contó que había ordenado a la funcionaria Mashka Grishkova (pómulos ribeteados en carmín, labios de cereza de Pomorie, veintiocho años bien vividos en la aldea Vtúshkino antes de entrar en el servicio aduanero) revisar a La Gioconda con el rigor que precisaba el caso, partes privadas incluidas. La operación (a pesar de las protestas en inglés y español y serias amenazas de denuncia ante organismos internacionales y un lloriqueo final que podía enternecer los ojos fríos de un metropolita) se realizó en un cuarto especial de las oficinas y reveló la existencia de un cinturón escondido bajo el blusón de borlas ambarinas con una suma superior (muy superior) al monto declarado.

—Ahí fue cuando nos hizo falta un traductor ¿Lo ves? Fue ella misma quien nos dijo que había un cubano en el salón. Te describió muy bien. Pero ahora todo está claro. Todo el dinero ha sido confiscado y ella tendrá que buscarse cualquier funcionario de la embajada italiana que interceda. Cualquiera puede hacerlo, no me importa quién. Siempre aparece alguno cuando pasan estas cosas. Ella quedará retenida en el hotel de tránsito hasta que algún diplomático se haga cargo. Perderá su avión y su cita en Milán, pero así es el procedimiento.

Y entonces, por uno de esos azares del juego, (por una de esas situaciones sin solución probable que añaden interés al desenlace y obligan a seguir jugando aunque se sepa de antemano que ya el juego se perdió sin remedio) yo le pedí a Vitya que dejara libre a La Gioconda.

—¿Tú estás loco? —preguntó Vitya después de darle una chupada a cualquier cigarro Prima o Bielomor sin filtro, después que escupió las virutas de tabaco y enseñó los dientes largos y amarillos—. No, de verdad, tú tienes que estar loco. Todos los cubanos tienen que estar locos.

Pero el juego no era una simple suma de causa y consecuencia. Yo lo sabía, y sabía que una conversación inteligente podía derribar las puertas más sólidas. Le dije a Vitya que no perdería nada si se hacía el bobo y desviaba la atención de un caso tan insignificante. Porque (y en eso Vitya me daría la razón un poco después, cuando el juego se puso interesante y Mashka Grishkova repartía otra tanda de té y bizcochos de arándano) la mujer no había hecho nada. Lo había intentado, y eso no se podía negar. Había montado su teatro (¿Su juego? ¿Su mascarada perfectamente realizable, previamente ensayada quizá, perfeccionada hasta convertirse en arte, o quizá improvisada en un momento último y desesperado por razones oscuras, ajenas al razonamiento superficial de un estafador común?) ante las narices de aduaneros experimentados, pero la operación había sido frustrada por el celo y la profesionalidad de los agentes (de Vitya, en primer lugar, que había mostrado el aplomo y la preparación de un oficial verdadero aunque fuera un simple campesino de los Urales sin ambiciones visibles, y lo vi levantar la cabeza y los ojos cuando dije eso), de modo que no había reclamación posible y estaban a mano La Gioconda y el poderoso aparato aduanero del gran país soviético.

—Tú estás loco —dijo Vitya—. Todos los cubanos están locos. Siempre están cargando mercadería barata hacia su isla y uno cree que lo hacen para ayudar al país, pero después te das cuenta que todo lo hacen por una mujer, una que les guiñó los ojos en el Metro y les dio pan con jamonada en el desayuno en cualquier mañana de invierno.

Tuve que aguantar el sermón y decir que sí a todo lo que Vitya mascullaba en su dialecto de los Urales, a veces tan perfecto y claro como el discurso limpio y elegante de los rusos puros del barrio de Yunus Abad, y a veces retorcido y siseante como el habla casi gutural de los trabajadores de la estación de descarga del ferrocarril central de Tashkent. Pero al final el cariz del juego cambió a mi favor (y a favor de la Gioconda, en consecuencia) y Vitya se dejó enternecer y decidió que no ganaba nada con obligar a la mujer a quedarse en tierra por una simple formalidad aduanera.

—Bien —dijo—. Dejaré que se vaya. A fin de cuentas es como tú dices. Aquí no ha pasado nada.

Claro que después (media hora después, cuando La Gioconda y yo conversábamos en el salón como amigos viejos que se hubieran encontrado por accidente y ella retocaba el maquillaje con una mota minúscula y se alistaba para abordar) surgió la idea de regalarle veinte dólares a Vitya. Yo había pensado en esa posibilidad cuando estábamos sentados en la oficina de la aduana y tomábamos el té con bizcochos de arándano que Mashka Grishkova repartía para todos los presentes sin distinción de grados militares, ni edad, ni complexión. Pero no se lo dije a Vitya entonces. No lo quise mencionar porque yo no tenía el dinero. Faltaba conversar con La Gioconda y exponerle el caso. Se lo expuse luego, cuando ella fue puesta en libertad, cuando se le devolvió íntegramente el dinero y ella tomó los dólares escondiendo la mirada, cuando salió por el hueco de la puerta hacia el salón y me buscó entre los asientos con los ojos y arrastró la maleta de viaje hacia el lugar donde yo la esperaba.

—Francesca Risi —dijo, y extendió la mano.

Seguía teniendo los ojos de Sofía Loren y el aire superior de una duquesa flamenca, pero algo en las curvas de su rostro había cambiado. La línea dura de los labios (fuerte expresión que retomaría más tarde, cuando ya estaba a punto de alejarse para siempre de la inhóspita tierra soviética, de los estúpidos aduaneros rusos que no hablaban español y le habían echado a perder el juego) había cedido el paso a una sonrisa incipiente y coqueta. La luz del sol que entraba por los cristales le había devuelto algo del brillo que perdiera en la madrugada cuando lloraba en la oficina de Vitya, y en general ella misma parecía otra. Había cambiado el blusón de borlas ambarinas por una simple yacka de campesina tirolesa, y llevaba sandalias de cuero en lugar de zapatos, y llevaba el pelo anudado sobre la espalda con una cinta de terciopelo azul

—Te quería dar las gracias —dijo en español con un fuerte acento rioplatense que sonaba muy bien en su voz de tonos medios—. Por todo gracias. Por la traducción y por todo lo demás.

Siguiendo las reglas, yo debía omitir cualquier mención sobre el incidente con Vitya y los aduaneros (Dilya me había dicho siempre que las cosas desagradables debían ser olvidadas al momento y no debían jamás ser mencionadas en presencia de los afectados si se quería seguir adelante y ganar el juego). Pero otra vez, por alguna cláusula maldita que obligaba a cambiar las reglas y hacer lo menos aconsejable, le dije a La Gioconda (seguía siendo La Gioconda aunque su aspecto hubiera desmerecido tanto) que no debía darme las gracias por nada, que debía agradecer a la buena voluntad de los funcionarios de la Aduana, que se habían portado bien y merecían una compensación.

— ¿Cuánto? —preguntó ella abriendo el monedero, una cartera minúscula hecha de piel y rematada con láminas doradas en el cierre y los bordes.

Me dio los veinte dólares y me pidió agradecer a los rusos en su nombre. Después pareció olvidar el incidente y empezó a preguntarme cosas personales, alguna información sobre mi vida y mi presencia extraña en un sitio tan remoto. Se asombró cuando le dije que estudiaba ingeniería mecánica en el instituto de automóviles de Tashkent.

— ¿Tashkent? —preguntó—. No conozco ese nombre. En realidad, no conozco nada de Rusia.

Tuve que explicar que la ciudad no estaba en Rusia. Pareció interesarse en la conversación cuando le hablé de Uzbekistán, de las vastas llanuras arenosas del desierto de Kizilkum donde el soleado Tashkent se asentaba por siglos, de la antigua ruta de la seda y la invasión de los tártaros mongoles, de los viajes de Marco Polo y del fuerte terremoto que destruyó la ciudad. Aun así el sitio no le resultaba familiar. No conocía los campos de algodón de Namangán, extensos como praderas nevadas, ni los minaretes de Samarcanda que brillaban bajo el tórrido sol del Asia Central, ni las suaves lipioshkas saladas que se cocían en hornos de piedra en las aldeas del valle de Ferganá, ni los perros-lobo de orejas recortadas que pastoreaban miles de ovejas en las laderas de los montes Chimgán. La antigua casta del doctor Avicena y el poeta Ulugbiék se revelaba ante La Gioconda como una noticia sin importancia y una información sin utilidad adicional.

—Pero conozco Bakú, sin embargo —dijo retocando el maquillaje—. Tuve un amigo que vivió unos años allá. Un ingeniero del petróleo. Me regaló un libro de Yesiénin. ¿Se dice así? Nunca podré pronunciar esos nombres. Un gran poeta ruso, según creo, y nació en Bakú. Debió ser uno más entre tantos poetas, pero se casó con Isadora, y eso ya es algo. Eso lo hace interesante aunque sea ruso.

Yesiénin, claro. Siempre Yesiénin y el hombre que curaba con alcohol la sífilis que recibiera en las estepas de Kirguizia. Dilya me había leído sus versos una tarde bajo los nogales griegos del parque Yuri Gagarin, junto al Anjor. Yo miraba a Dilya desde el suelo y la veía recortarse contra el cielo de Tashkent, contra las luces de la tarde que iba muriendo en el verano, solo unas semanas atrás, cuando le dije que viajaría pronto y ella me respondió que ya había andado conmigo un tiempo suficiente y no le parecía bien que me fuera cuatro meses y la dejara sola.

— ¿Haces vida social allá? —preguntó La Gioconda, y enseguida se lo respondió ella misma—. Lo veo difícil. Será difícil vivir entre todos esos musulmanes mojigatos. Tú tienes cara de cualquier otra cosa. A ver si te casas con la hija de un sultán y le haces diez hijos.

Ella parecía haber olvidado completamente que solo una hora atrás estuvo involucrada en un asunto de contrabando de dólares. Un feo asunto para una mujer como ella. O quizá era un asunto común y ella estaba acostumbrada a montar su teatro en los aeropuertos del mundo, en las terminales aéreas de América y Europa donde seguramente todos los viajeros hacían lo mismo y no había que ruborizarse demasiado por que un agente de la aduana descubriera el engaño.

—Trabajo en el negocio inmobiliario —dijo—. Tengo inversiones en Milán y Buenos Aires. Pero tú eres demasiado joven para entender esas cosas, y yo tengo que irme ya. Quizá nos encontremos otra vez.

Yo también dije que quizá. Un quizá que solo pretendía condescender y seguir el juego, el fino vuelo de las palabras, los tonos y los visos de una conversación que nunca debió tener lugar por ser nosotros tan diferentes y a la vez tan similares. La acompañé hasta la puerta de abordaje y le arrastré la maleta mientras ella volvía los ojos al salón para lanzar miradas de desprecio sobre los asientos y las instalaciones. Ya en la puerta se detuvo y me miró sonriendo con un aire de duquesa. Abrió otra vez el monedero minúsculo, sacó un billete de a cien dólares y lo extendió hacia mí en un acto breve y simple, tan inesperado que abrí la boca y me tardé bastante en levantar el brazo y recoger el dinero.

—Te lo ganaste —dijo—. Te portaste bien. No esperaba encontrar un joven tan bien dispuesto en este lugar remoto.

Pero yo tenía una pregunta que hacerle todavía. Yo le había dado vueltas al asunto y no entendía una parte del juego. Ella volvió a sonreír cuando le pregunté cómo había sabido que yo era cubano.

—Eres muy joven todavía —dijo cuando se alejaba—. Eres tan joven que no podrías darte cuenta de nada.

No entendí a qué se refería, sin embargo, y me quedé mirándola, largamente mirándola, tratando de buscar alguna clave en las palabras mientras ella se alejaba por el pasillo y la amplificación del aeropuerto anunciaba en cuatro idiomas la salida hacia Roma del vuelo de Aeroflot correspondiente a las ocho de la mañana. Estaba seguro de que nunca volvería a verla pero de alguna forma sabía también que me llevaría mucho tiempo olvidar lo que pasó. Levanté la mano y miré el billete al trasluz. La cara del Presidente Lincoln parecía sonreír desde el papel, o de verdad reía, o simplemente le brillaban los ojos con una complicidad silenciosa y calmada que yo lograba descubrir y me obligaba a levantar la cabeza y a mirar otra vez al pasillo por donde había visto desaparecer a La Gioconda. 

Cuatro meses después regresé a Tashkent. Landy había conseguido en el verano a dos uzbecas, dos gemelas idénticas muy jóvenes que se llamaban Shora y Fátima y tenían un apartamento propio en el Visokovóltniy.

—La que quieras es tuya —dijo Landy después que nos presentó en el Café Molóchniy del Skvier de Tashkent, después que las gemelas se pararon a bailar y nos quedamos mirándolas mientras hacían sus giros lentos con una melodía que Alla Pugachova vomitaba en la amplificación—. La que quieras. La que te guste más.

Con eso me quería decir que su juego estaba avanzado, que se había acostado con las dos y no se molestaba en diferenciarlas, y eso era mejor que toda mi historia de La Gioconda y el billete de a cien dólares. Pero yo supe que no lo decía en serio. De alguna manera lo supe. Le habían brillado los ojos con demasiada intensidad cuando le mostré el billete, y se le habían humedecido los labios de una forma que solo podía significar envidia sana. Insistió en que una de las gemelas era mía. Podíamos irnos a beber cerveza al Dom Kinó y gastar un poco de los dólares.

—Nos comemos un kilómetro de varillas de shashlik y después nos vamos al Visokovóltniy a pasar la noche —dijo Landy, y la cara se le alumbró otra vez en esa forma vaga en que la cara se alumbra cuando se ha logrado imponer las condiciones del juego propio.

Pero yo pensaba en Dilya. Yo tenía en la cabeza el prado verde del parque Yuri Gagarin y los sauces llorones del Anjor donde había visto brillar sus ojos ligeramente oblicuos bajo las frondas densas de los nogales griegos. Comenzaba el otoño y el agua estaría fría. El cuerpo de la tártara se sentiría muy bien después de cuatro meses. Besaría sus labios sin pintura y nos meteríamos en el agua del canal a esperar la noche. Le dije a Landy que las gemelas quedarían para después, y antes que dijera cualquier cosa bajé las escaleras y salí a la calle. Desde el balconcillo me gritó que yo era un mal amigo y un traidor. Lo dejé que se desgañitara hasta quedar ronco y tomé un taxi en la esquina más lejana del Skvier de Tashkent.

Soplaba el viento de octubre desde las estepas arenosas. Yo quise besar a Dilya cuando estábamos sentados bajo los sauces. Lo intenté muchas veces y ella apartaba el rostro y seguía peleándome por no haberle escrito en cuatro meses. Amenazaba con marcharse a Oremburgo o a Kazán y buscarse nuevos amigos y nuevas relaciones.

— ¿No sabes que puedo hacerlo? —preguntó—.¿No sabes que puedo irme lejos y dejarte solo con esos amigos tuyos que andan sin rumbo por la ciudad? Claro que lo sabes. Lo sabes bien, y aun así te vas por cuatro meses y te apareces contándome una estúpida historia de aeropuertos.
No tuve más remedio que regalarle los cien dólares a Dilya bajo las encinas y los nogales griegos del Parque Yuri Gagarin. Ella tomó el billete con sus dedos pálidos y lo miró al trasluz contra el cielo gris de Tashkent, y luego sonrió y se dejó besar. Yo besé largamente sus ojos y sus labios junto a los sauces del Anjor mientras el otoño avanzaba indetenible sobre el desierto de Kizilkum y los nogales griegos y las encinas de Israel y los cipreses abigarrados de la estepa perdían definitivamente las hojas y el prado verde se cubría de una alfombra rojo grana, ocre intenso y amarilla.

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