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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

28 de abril de 2011

El Muro - Emerio Medina

Todavía lo hacemos. Es un buen trabajo, y se nos paga bien. Ahora, cuando ya nos hemos puesto viejos, ni siquiera preguntamos. Nos levantamos de noche, mis ayudantes y yo, y montamos en el camión. Antes de salir el sol recorremos el muro. Recogemos los cuerpos y los llevamos lejos, hasta los confines de la ciudad, donde está la fosa común. Son las noches de fiesta, de calles llenas y gente alegre. De mesas largas en las plazas, y fiambres abundantes, y comida gratuita. En las celebraciones el muro crece un poco. Unas piedras nuevas en el borde, y los boquetes sellados, y el informe después, bien hecho, con los números exactos y las cuentas claras. Pero nunca hablamos del Proceso. Ya somos viejos, y quisiéramos, a veces, contar lo que hemos visto. Mis ayudantes insisten en hablar. Y yo les digo que cuidado. Este es un buen trabajo. No podemos perderlo.
A veces, junto al muro, se amontonaban los cuerpos. De madrugada, cuando había fiestas en la ciudad. Las fiestas grandes del Día de los Santos Protectores. Las fiestas buenas que duraban hasta el amanecer, con músicos de los barrios bajos que tocaban toda la noche y sudaban sobre sus tarimas de tablas y cartones pintados. Eran fiestas con comida gratis y cerveza en pipas, cerveza dulce y negra que chorreaba de las mangueras y formaba montañas de espuma en las tinas de metal. Eran celebraciones financiadas por alguien poderoso, preparadas con tiempo, organizadas para que todos asistieran. Las calles y las plazas se llenaban de vagabundos y buscadores de suerte, rebuscadores les llamaba la gente. Durante el año se les veía deambular y alimentarse de las sobras. Dormían en los portales, siempre solitarios y asustados, siempre buscando en los latones, bajo las planchas de zinc de los rastros, desatando envoltijos y arrastrando los pies por las aceras.
Cuando había fiestas la ciudad se veía renovada. Las casas se engalanaban con cintas y colgajos de colores. Desde los postes colgaban hasta el suelo los símbolos de la nación, las grandes banderas alargadas como faldones amplios. Se mecían al viento rozando las fachadas, deshaciéndose al paso de la gente, flotando sobre las cabezas con un zumbido de ribetes y festones. Las paredes se cubrían con impresos dorados que hablaban de glorias pasadas o presentes, de mártires lejanos y adalides nuevos, y en las esquinas colgaban, sobre sus soportes de madera, las grandes fotografías de los Padres Fundadores, vivos o muertos, que miraban con un aire de severidad en los ojos, contentos con la veneración de la gente, felices con el respeto bien ganado en los últimos siglos, en alguna guerra que dejara sus huellas en la ciudad y los cubriera de gloria para siempre, eterna gloria, se decía, hasta el final de los tiempos.
Así se dejaba ver en los carteles, junto a los rostros venerados, escrito en letras grandes para el bien común. Para que todos lo supieran. Para que hablaran entre sí y lo contaran a los hijos.
Cuando había fiestas en la ciudad, los rebus-cadores abandonaban sus cubiles y se reunían sin miedo junto a las mesas largas improvisadas con tablones de pino recién cortado, bien provistas con pan y provisiones, que se situaban en las plazas, en los lugares abiertos, lejos de las zonas de exclusión donde los poderosos organizaban sus orgías. Comían hasta llenarse bien, durante toda la noche, sirviéndose de la comida gratis y de la cerveza que espumeaba en las tinas, y antes de salir el sol se les veía desfilar hasta el muro, atiborrados y felices, dispuestos a escalar la pared alta, y en el intento se morían todos y quedaban amontonados en un túmulo grande, apilados como sacos de arena, desmembrados en montones de carne y huesos que a veces sobrepasaba los dos metros.
Era mi turno, entonces. Era mi trabajo.
Era la hora de salir en el camión y retirar los cuerpos. Mis ayudantes me esperaban en el sitio de siempre. Nos íbamos de madrugada por las calles oscuras, nosotros semidormidos todavía, frotándonos las manos agarrotadas por el frío, soplándonos los dedos y las palmas. En la última hora de la noche recorríamos el muro. Lo revisábamos bien. Tanteábamos los rincones con los ojos. Descubríamos cuerpos aislados que yacían mirando hacia la pared de piedras, con los ojos muertos hurgando el borde superior, con las uñas partidas y las manos llenas de sangre y rajaduras, y la cara y las rodillas hinchadas. Los recogíamos a veces en gran número, cuando las fiestas se daban buenas, cuando la comida era abundante y los rebuscadores se llenaban la barriga y se sentían bien, atiborrados y felices, lo suficiente como para ser atraídos por el muro. Caminaban por las calles camufladas con imágenes a color en una procesión difícil de explicar, y la gente les abría paso. Los señalaban con el dedo. Decían a los menores que se fijaran bien, que de individuos como ellos dependía la felicidad de todos. Y para la gente funcionaba bien el Proceso. Para mis ayudantes, y para mí. Lo veíamos como algo natural y necesario. Nos quedábamos mirando la procesión callada después de una noche de comida gratis. Los veíamos caminar hasta el muro y nos alegrábamos por dentro. Eran cosas que hacían sentirse bien a la gente, y a nosotros también. De eso hablábamos a veces, sentados en el camión, haciendo cábalas de cuántos cuerpos deberíamos cargar en el turno, y sacábamos las cuentas del salario y los estímulos.
Los cuerpos formaban montones de hasta dos metros. A veces como mesetas alargadas, y a veces más, como pirámides empinadas al cielo. Las encontrábamos en algún punto específico, y descubríamos, a veces, que el muro había crecido. Nos alegrábamos de ver la piedra nueva que sellaba un boquete en el borde superior de la pared. Así lo escribía yo en el informe de la noche. Un crecimiento en la sección oeste, por ejemplo. Usaba las palabras escogidas para impresionar a los jefes, y ellos seguro se alegraban y me tenían en cuenta. Seguro lo comentaban entre sí en sus reuniones largas, o lo hablarían quizá después de los discursos, cuando se daba a conocer al público el crecimiento del muro y se declaraban otros días de fiesta, otras celebraciones y otros planes.
El muro rodeaba la ciudad. La apretaba en un abrazo rígido. La protegía de la vasta intemperie del mundo. De los peligros de allá afuera, como decía la gente.
Lo construyeron nuestros primeros padres en un tiempo que se perdía en el pasado, y era como un anillo de piedras apiladas, bien unidas en un bloque compacto que sobrepasaba la altura de las casas más altas. Desde abajo se veía su borde irregular, con boquetes visibles desde lejos, y justo allí nacían las piedras en las noches de fiesta, piedras nuevas y brillantes, piedras pulidas y compactas a los ojos más simples, y el muro crecía en los amaneceres, cuando la comida era abundante y los rebus-cadores se morían en buen número, cuando los cuerpos eran suficientes para formar montones de hasta dos metros, a veces más, como pirámides elevadas, cuando las fiestas se daban buenas y los Santos Protectores se sentían alegres y honrados.
Crecí poco a poco, y la gente se alegraba.
Unas cuantas piedras en el año, y boquetes rellenos, y nosotros haciendo los informes. Pero muchas veces ninguna piedra nueva, muchas veces, cuando la comida gratuita no era suficiente. Se consideraba un año malo entonces. Un año de escaseces y planes frustrados, y la gente protestaba y los jefes prometían fiestas nuevas. Con suerte, el muro crecía un poco el año próximo, y las celebraciones eran abundantes, y la gente se sentía bien en la ciudad.
Y con suerte me tocó a mí el trabajo de retirar los cuerpos. Un trabajo bien pagado, sin estudios necesarios, ni demasiados compromisos. Un trabajo simple y bueno, con la posibilidad de ser de los primeros en ver las piedras nuevas, mis ayudantes y yo, cuando descubríamos los boquetes rellenos. Y lo escribía así en todos mis informes, con las palabras bonitas, para que los jefes se alegraran y la ciudad viviera feliz, con una vida próspera, como se nos había prometido siempre.
Así lo predijeron en su tiempo los Padres Fundadores. Los que alertaron sobre los peligros del mundo exterior. Los que dijeron de qué forma debíamos vivir, seguros y confiados dentro del espacio protegido por el muro, sin excepción de más pobres o más ricos. Sin detenernos a examinar categorías intermedias, ni personas de baja condición, como los rebuscadores que buscaban sus sobras en el patio de los mercados.
Y aun para ellos hablaron también los Padres. Por nosotros y por ellos murieron algún día. Quedaron sus imágenes en impresos grandes. Sus recuerdos en los símbolos. Sus memorias en la callada procesión de las madrugadas. Sus semblantes severos en los rebuscadores que se llenaban la barriga con la comida gratis y se morían junto al muro. Se quedaban allí apilados y contentos. Callados y contentos. Muertos y contentos.
Eso decían mis ayudantes. Bueno era morir así, con una muerte dulce, sabiendo que para algo había de servir la muerte. Y servía para quién. Para nosotros servía, y para los habitantes de la ciudad. Los veíamos contentos en las fiestas, seguros de que alguien moriría antes del amanecer, preguntándose cuántos serían, cuántas piedras nuevas nacerían en la pared.
Y nunca nadie se cuestionó el Proceso. Ni la gente de la ciudad, ni nosotros. Nunca nos preguntamos el porqué. Nunca pensamos si todo debía ser así, si en realidad todo valía la pena. Sólo recogíamos los cuerpos. Los contábamos bien. Lo hacíamos sin anotar los nombres. Lo hacíamos seguros, cumpliendo con el trabajo. Esa fue la parte que nos tocó en la vida. Todavía nos toca. Sin preguntarnos nada recogemos los cuerpos. Los apilamos en el camión. Los llevamos hasta la fosa.
Todavía hacemos eso. Ya somos viejos y lo hacemos. Y el muro crece un poco cada año. Muy pocas son las piedras nuevas, en verdad, pero seguras. La gente nos pregunta del Proceso, y nosotros callamos. No tenemos por qué decirlo a nadie. No tenemos que contar las cosas que hemos visto. Eso se nos prohíbe como parte del Contrato. Y nos sentimos bien porque ese es el trabajo. Lo hacemos todo sin hablar porque así se nos exige.
Mis ayudantes me preguntan si deberíamos contarlo todo alguna vez. Para que la gente lo supiera, han dicho a veces. Y yo les digo que cuidado. Les digo, a ver, qué cosa ganaríamos con eso. Qué cosas cambiarían, a ver. Y, dicho así, mis ayudantes se quedan más tranquilos. Cargan los cuerpos al camión sin anotar los nombres. Sin mencionar los apellidos. Sólo contándolos bien porque así es como debe ser. Para que figuren bien los números en los informes, junto a los cuños oficiales y las palabras bonitas que los jefes me enseñaron, las mismas que utilizan para hablar a la gente mientras los rebuscadores esperan el comienzo de las fiestas.
Y nosotros esperamos también, mis ayudantes y yo, y dormimos menos que antes. Dormimos poco, en realidad. Dormimos casi nada. Porque ya somos viejos, y hemos visto demasiadas cosas. No podemos decir que ahora, con los años, ya sabemos la forma en que funciona todo.
Hemos visto caminar a los rebuscadores y apilarse junto al muro. Los hemos visto pelear y morirse tratando de llegar al borde. Los hemos visto amontonarse, a veces, en pirámides de hasta dos metros.
Pero no todos se mueren. Todos no. Alguno logra escalar hasta lo alto, sólo alguno, y pocas veces, cuando las fiestas se dan buenas. Nosotros lo hemos visto todo desde abajo, sentados en el camión, mientras conversamos por la falta de sueño. Desde abajo hemos visto fulgurar sus ojos cuando han logrado mirar al exterior, y hemos visto, desde abajo, el final del Proceso, cuando el cuerpo se convierte en piedra y se sella un boquete sobre el muro.

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