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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

29 de abril de 2011

El poder del domingo en Cosme Proenza. Megaexposición del artista después de 40 años de creación

 
A Cosme Proenza le fue dado el don de ver las cosas en profundidad, apreciar, como pocos, el color; disfrutar a plenitud la vida con la beatitud de lo cotidiano.

Consciente de que quería ser pintor, la belleza del sitio donde le tocó nacer influyó en su educación estética posterior.

La vida tranquila del campesino, y el paisaje que le rodeaba en su infancia, marcaron esa línea sinuosa y casi erótica con la que alcanzó un credo estético; una forma de expresión que arrancó con el dibujo como entretenimiento primario, como la gran arquitectura de su obra posterior.

Dibujante, ilustrador y muralista, Proenza (Holguín, Cuba, 5 de marzo de 1948) se graduó como Master of Fine Arts en el Instituto de Bellas Artes de Kiev, Ucrania. Émulo del Bosco en la isla, cuenta con una treintena de exposiciones personales en su país y en el extranjero.

Sus obras integran las colecciones del Museo Nacional de Bellas Artes, en La Habana, y el Museo del Vaticano, en Roma. Parte de su prolífica creación también se aprecia en colecciones particulares en más de 20 países.
 
 


-¿Cuándo supo que sería pintor?

-Yo tenía ese concepto bien claro desde que tenía 9 o 10 años de edad. Por aquel entonces mi primo más cercano, con quien compartía juegos, decía que iba a ser ingeniero eléctrico y ni siquiera me embullé, no me interesó. Yo era una especie de bicho raro en la familia; estudiaría una carrera que no servía para nada, mientras que el otro iba a estudiar algo que daba dinero.

Al final, no sé cuántos beneficios económicos le habrá dado su carrera a él, pero a mí me produce muchas satisfacciones y no las cambiaría, para nada, por ninguna de sus experiencias como ingeniero.

Doy gracias a Dios porque todo haya sido tan orgánico. Yo estudié pintura porque me gustaba, me gradué y tuve que trabajar en diversos empleos con un fondo salarial. A veces, un cuadro mío se vendía por casualidad, aunque regalé muchísima pintura, eso sí.

Hoy me resulta paradójico oír hablar de comercio del arte en Cuba, un contrasentido, porque solo existe la posibilidad de vender obras, que es otra cosa. Vivo de esto último pero no de un comercio, porque mi obra no es comercial. Nunca he hecho concesiones de carácter comercial y nunca las haré porque no tengo necesidad.

Yo no pinto para vender, pero vendo lo que pinto. Además de eso, me doy el lujo de quedarme con determinadas obras, con las que creo debo conservar. Si lo hice cuando no vivía de la pintura y tenía que pensarlo muy bien para no deshacerme de una obra, ¿cómo no lo voy a hacer ahora?





El tránsito es más interesante que el propio camino en sí. Es como el Camino de Santiago; hay un periplo más sugestivo que la llegada a Santiago de Compostela. Lo lindo está en el camino y creo que mi obra es un poco eso.

Visto por mí, lo atractivo de mi obra es la obra en sí, toda. En su conjunto es una especie de discurso que, si bien se valora, la convierte en un hecho plástico digno de tener en cuenta en la cultura cubana.

Don Fernando Ortiz dijo que la cultura cubana es un ajiaco, un compendio de la cultura universal, y yo soy uno de esos componentes del ajiaco. Es decir, mi obra no se puede leer de otra manera; lo cubano de mi obra está precisamente en el ajiaco.

Mi cubanía es esa. Es la de ser todo el mundo en uno solo, y convertirla en un elemento. Cierta vez, Alicia Alonso expresó algo que a ella misma se le había olvidado. Le dije: “Me encantó la forma en que definiste la cubanidad cuando dijiste que Giselle o cualquier pieza del ballet se convirtieron en elementos de la cultura cubana por un fenómeno de popularidad. Cuando se baila Giselle en Cuba, es parte de la cubanidad”.

El tránsito de mi obra creo que no ha concluido, está sujeto a otro cambio, de hecho ya ido cambiando sin proponérmelo. Soy, ahora mismo, 15 pintores en uno solo. No es un discurso a ultranza, posmodernista. He saltado también en el posmodernismo y eso es parte de mi obra, pero no ha hecho más que reafirmar mi discurso.


 
-Usted es una persona muy asequible y comunicativa, pero a la vez distanciada. ¿Por qué?

-Hace poco, mi hija me aseguró que no me entendía, porque le había dicho que me encanta mi soledad. Es muy difícil meterse en la piel ajena para poder entender cosas de ese tipo. Yo soy una persona que, más que disfrutar de un encuentro social donde hay mucha gente, prefiero un día tranquilo, en solitario.

-¿Y cuándo llega ese momento?

-Cuando llegue, por eso mi soledad es tan libre. Me gusta mantener ese estado en que digo: “Ahora voy a agarrar un papel y voy a hacer tal cosa, me dio la gana de hacerlo, sentí deseos de hacerla”. No es que tenga algo programado, pero me gusta trabajar en la mañana.

Una vez que empiezo con una obra, no soy de los noctámbulos que se pasan la noche entera sufriendo. Nada de eso. La noche se hizo para muchísimas cosas, menos para trabajar. No quiere decir que sienta deseos de pintar en la noche y no lo haga, pero no es la norma. Soy una persona que aporta mucho en la mañana, porque el mundo no te ha movido nada, es cuando la persona descansó y está fresca.

 
-Su arte puede parecer elitista, sin embargo es un arte popular.

-Esa parte es toda una teoría, para mí es algo muy interesante. Mi arte, por raíz, de donde sale, es muy elitista, pertenece a la más alta élite visual. A lo largo de los siglos el arte más elitista se ha ido sedimentando, se ha ido popularizando y se ha ido viendo en libros, en revistas, en películas. Ya la población de esta época ha tenido contacto suficiente como para que forme parte del gusto personal.

En mi caso, no está hecho para complacer a alguien. Creo que a mí mismo, sí; hay una autocomplacencia a la hora de seleccionar un tipo de figuración. Mi obra es un fin que tiene un sentido mucho más profundo en la historia del arte, y es creer que esta existe, independientemente de que haya gente que piense que está muerta.

Creo haber sido uno de los que ha dado a mi país y a su cultura el medioevo que no tuvo, el barroco que no tuvo, todo lo que no tuvo a través de los ojos de un caribeño, de un aborigen, de un guajiro que ve esas cosas con otra óptica, convertidas en pintura cubana, gústele a quien le guste.




-Todo el mundo habla del paraíso de Cosme. En verdad, ¿usted se creó un paraíso o se creó un mundo sobrenatural donde exclusivamente habitan sus seres imaginarios?

-Todos los seres humanos tenemos un paraíso donde evadirnos. No quiero decir que estoy evadiendo algo. Soy un ser con los pies bien plantados en la realidad y muy concreto en lo que vivo, pero tengo otra dimensión: la dimensión espiritual, que me permite viajar.

Me considero privilegiado porque entiendo muy bien a José Lezama Lima, que no tuvo necesidad de sacar sus pies de Cuba, es decir, él viajaba, tenía suficientes alas en la cabeza y aunque pareciera que recorrió el mundo no tuvo necesidad de hacerlo.

Es como mi pintura. Ese paraíso es mío, al fin y al cabo es una especie de paraje diferente. Es un lugar seductor y, si me seduce a mí, espero seduzca a los demás; puede constituir un espacio de especulación, o no. Hay personas que me han dicho que mi obra es de evasión; otros, con quienes comparto más el criterio, aseguran que es una obra de resistencia.

-¿Por qué una obra de resistencia?

-No es de resistencia política, ni de resistencia económica. Nada de eso. Es un arte que está diciendo que, a pesar de los puntos de vista en que está viajando el arte contemporáneo, la obra debe estar viva; la cultura universal existe.

Es decir, el arte es vivo, es algo que hizo el hombre y ha ido evolucionando, y lo que hago es tratar de mantener una imaginería, una forma de ver el arte –incluso, en la manera de ejecutarlo-, porque en pleno siglo XX, con una tecnología muy sugerente, mantengo formas que pueden ser conservadoras pero las llamo de resistencia.

En síntesis, el arte no puede, bajo ningún concepto, perder el olor ni el sabor.




-¿Cómo se ve Cosme Proenza a sí mismo?

-A veces, la peor opinión es la que tiene uno de sí mismo. Como he cambiado tanto en mi vida, he tratado de ser lo que creo en el momento que lo he hecho. Me veo como un ser muy dado al cambio y lleno de esas posibilidades, de tener hoy un criterio y de mejorarlo o anularlo mañana, si fuera necesario.

Eso quiere decir que no soy esclavo, ni de mi vida ni de mis cosas, ni de costumbres tampoco. Aparentemente soy una persona muy ordenada, muy dado a la costumbre, a no romper esquemas, pero no hay nada más distante que esa realidad.

Quizás de una vida interiormente tormentosa, he hecho un arte muy sereno. Hay gente que saca sus demonios; a mí, en cambio, se me quedan, y entonces saco los ángeles, esa parte que los demás disfrutan y que yo disfruto también.




-¿Ha pensado en que llegue el momento de decir: “stop”?.

-No, eso lo marca la muerte. El día que me de cuenta –y ojalá suceda- que no tenga nada importante que decir, me detendré; pero sucede que a mí me encanta pintar, y nadie deja de hacer lo que le gusta.

Yo no tengo sentido interno de necesidades de parar algo, porque no tengo compromisos de continuar haciendo una misma cosa.

Si hay algo que creo tiene de valor y es interesante mi obra es, precisamente, su conjunto, el discurso total. Como concepto, pienso que el cuerpo vivo de ella es el conjunto, por eso la conservo. 



Entrevista: Pedro Quiroga.
Fotos de las obras: Amaury Betancourt

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