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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

28 de abril de 2011

El martillo y la hoz - Emerio Medina

Comunistón, le dijo Fello. Por lo del martillo y la hoz colgados en la pared de la sala, cruzados como en la bandera, en simetría perfecta sobre el fondo azul opaco. Y a él no le importó que le dijeran comunista. Que se rieran, si querían, pero no iba a renunciar al placer de contemplarlos, no le importaba que le dijeran ruso, o comemierda, que para Fello era lo mismo, y para los otros también, los amigos de siempre.

Fello preguntó de dónde había sacado esos hierros, y él dijo que compró el martillo en la calle, pero no habló de aquella mañana de domingo, cansado después de una noche sin sueño, con Sandra desnuda en la cabeza. Había dicho el vendedor que era un martillo con historia, de los que ya no vienen, dos libras de acero bien moldeado con su cabo de madera liso, dijo el vendedor que tan antiguo como el acero mismo, que mirara la buena condición  y le cogiera el peso, buen martillo que era ese, y el precio no era malo. Y lo compró por eso, porque gustaba de las cosas antiguas, y no por otra cosa. Y de la hoz habló también porque a Fello le parecía cosa rara. Un martillo estaba bien, aunque antiguo, pero era familiar a Fello y a los otros. La hoz, en cambio, no era cosa conocida, salvo quizá por la bandera comunista, y él explicó que la compró también. En una tienda, dijo, un viejo que vendía cosas raras, antiguas decía, cencerros de cobre y utilería extraña, como ese mismo caso de la hoz, objeto poco útil, raro podía decirse, que a la vista ofreciera un brillo curvo, temible por el filo y por la forma misma, peligroso quizá. Había dicho el viejo de la tienda que lo daba en buen precio si se atendía a su condición de reliquia usada hacía mil años por los druidas para cortar el muérdago, para las iniciaciones decía, y él preguntó riendo si no lo usaban acaso para cortar cabezas, por lo de la forma, y el viejo dijo que sí, que se podía cortar fácilmente un cuello ancho, de un solo tajazo se iban al suelo el cuello y la cabeza, y después la sangre. Pero dijo que sin sangre se podía, si se untaba la hoja con el zumo de una planta, azaleas decía, maceradas en vino. Eso dijo el vendedor pero él no pudo repetirlo. Dijo sólo que era una hoz antigua para cortar arroz, o trigo, o sémola. Y se quedó ahí la explicación porque Fello preguntó por Sandra. En el trabajo, dijo, y fingió no ver la sonrisa oculta en los ojos de Fello, una inflexión que pugnaba por abrirse paso, burla contenida y callada, risa que le oprimía el corazón y lo empujaba hacia abajo, pensaba él que hasta el suelo.

Porque Fello sabía. Fello y los otros. Los amigos. Y lo trataban con frialdad, atentos a sus respuestas torpes, a sus explicaciones de por qué y por cuánto. Y qué podía hacer él sino quedarse callado. Y pensar. Imaginar que Sandra era una historia ajena. Que eso no le estaba pasando a él. Mantenía los ojos fijos en la hoz y el martillo, la simetría perfecta en la pared, el brillo del acero sobre el fondo azul opaco. Y pensaba en Sandra.

Sólo le hablaba para pedir dinero. O para insultar. Para maldecir por la comida escasa. Y él sólo podía callar. Esperaba la noche como un refugio último. La hora de acostarse. Y se acostaban juntos. Sandra cerca. Cerca. Sólo estirar la mano. Pero con la mano ni atreverse. Tocar era prohibido. A veces, si ella lo quería. Pero pocas veces. Pocas. Pocas veces y la noche. La larga noche en que los ojos se cerraban a la fuerza. Los ojos húmedos, que en la oscuridad veían dibujarse figuras de mujeres. Figuras. Rostros y cuerpos. Curvas y pelambres. Vientres calientes donde los dedos podían resbalar a gusto. Muslos delicados y entrepiernas semiabiertas. Oquedades tibias y pechos como astas. Pechos. Pero nada era Sandra. Allí, tan cerca, y no era Sandra. Imposible, diríase, porque no podía. No podía, y eso era un hecho. Una verdad asimilada con los años. Los duros años de impotencia. De esperanza. De súplica. De ayúdame y de entiéndeme. Y Sandra lo entendió un tiempo. Lo ayudó. Le buscó soluciones. A veces era Sandra la mujer cercana. Y a veces era simplemente Sandra. Un cuerpo ajeno.

Con el tiempo ella fue sólo una voz que decía no me toques. Una respiración que alargaba las horas. Las largas horas. Difíciles. Y empezaron las reuniones. Las salidas nocturnas y las llegadas con el olor de otro hombre. Y todo fue peor por lo de Fello y los otros. Porque ellos sabían. La veían pasar y hablaban. Estaba seguro de que hablaban. Sabía lo que hablaban. Lo adivinaba. Lo podía sentir en la piel de la cara. En el estómago. Una ira contenida que iba tomando otra forma. Una tristeza íntima que se fuera convirtiendo en otra cosa. Un sentimiento que cambiaba rápido desde el amor hasta el odio. Y los ojos se detenían una vez más sobre la simetría perfecta en la pared de la sala.

El martillo. Un arma ideal para aplastar cabezas. Para triturarlas quizá. Un placer que subía por la muñeca, nervio a nervio, como sangre. El golpe saboreado noche tras noche. Un único golpe calculado para romper el cráneo. Para desmenuzarlo. Un huracán de hierro que descendiera rápido y terminara todo. El golpe era eso. Pero podía ser más, o podía ser menos. El golpe podía fallar, y, en ese caso, un segundo martillazo era preciso. O un tercero.

Decidió probar. Los cocos del patio remedaron cabezas. Los cocos secos. Se rompían con un chasquido. Con uno solo. Pero inmóviles. Una cabeza puede moverse de repente, si los ojos avisan, o si un sexto sentido, como aquel caso de la mujer del carnicero, que la dio por muerta por el golpe en la cabeza y se ahorcó él mismo después, pensando en que iban juntos, y nada, viva que está, ahí, con otro, con el mismo, riéndose, y el infeliz carnicero allá, podrido, bajo tierra. Historias que oía en la casa de Fello. Cuentos que hacían para reírse. Como antes. Y ahora vivir el cuento propio, seguro le decían verraco en lo de Fello, se callaban cuando él llegaba, decían que no era el mismo. Ni Fello era el mismo, ni nadie. Tan amigos siempre, lo rehuían. Lo esquivaban como el coco al martillazo. Fello tú coño no me jodas amigo que eras amigos que fuimos martillazo coco seco cabeza partida en dos en tres como antes no me hablan resbalosos cocos estos la cabeza puede girar moverse gritar espera un poco el grito la gente oye gente que oye el grito corre corre corre corre llama y corre la mujer del carnicero la muy puta lo jodió con otro ella encima como antes ella encima de otro ajá ajá ajá quejidos espasmos puta de arribabajo el martillazo puta se resbala y el grito se resbala como antes conmigo los olores y la ropa como antes con otro te quería el coco se resbala el grito no es el mismo Fello ni los otros ella encima de mí ella encima de mí ella encima de mí coco seco martillazo la cabeza se resbala ella encima de otro ella encima de otro ella encima de otro.

Y probó otra vez. Llenó el patio de pedazos. Partió cráneos hasta lograr la puntería necesaria. Hasta saciar la sed de cabezas trituradas. La cabeza de Sandra, rota y sangrante, aplastada con un solo martillazo, un solo golpe, el único, un vendaval liberador propinado con fuerza, un aluvión de acero que hundiera el cráneo y llegara hasta el centro del cerebro, materia gris materia blanca, sesos esparcidos en el suelo, las paredes salpicadas con la rojez sanguinolenta, qué bárbaro, Dios mío, este placer que ha subido por la mano, nervio a nervio, como sangre.

Sandra preguntó qué haces y quiso probar también. Porque el chasquido le gustó, seguro. Como cabeza rota dijo él, y ella rió la frase sin sospechar la muerte. El trancazo y la muerte. Él preguntó otra vez si le gustaba y ella dijo que sí, que estaba bueno.

Y la duda después. Por lo de la sospecha. La eterna duda. Miedo podía decirse. Si en el último momento la intención se descubre. O si el brazo fallara en el instante preciso. O si el grito. Un grito es cosa poco soportable. Un grito puede ser de mala suerte. Muerte con grito. No. Mejor la muerte limpia. La silenciosa muerte. Pero no con el martillo. Con ese no. Con otra cosa.

Y los ojos fueron a buscar la simetría de la pared. Allá, junto al martillo, en el lugar donde la hoz brillaba, de puro acero la hoja, que a los ojos pareciera de oro puro, de muérdago cortar según había dicho el viejo de la tienda, el mango liso incrustado en hueso de alce, hoces no faltarán en la vida de un hombre, y a qué mirar el brillo puro de la hoja, blanca curva inflexible que podía cortar de un solo tajo una garganta, según dijera el viejo.

La sopesó otra vez. Peso perfecto. Surcaba el aire a la derecha y a la izquierda. Golpe perfecto. Pero probar en qué. Los plátanos del patio. Los tallos fueron cuellos. Y los cuellos fueron cortados de un solo golpe. Y el placer era mayor. Subía también, pero nacía en el vientre, más abajo, nervio a nervio. Pero no como sangre. No. Como semen diríase. Como eyaculación a voluntad. Como dominio. Más que el placer anterior. El del martillo. Porque con un solo golpe de la hoz podía terminar todo. Recto hasta el cuello, de un solo tajo. Y sin el riesgo de resbalarse. Sin un segundo golpe. Para que Fello no dijera. Que lo contaran después. Que se dijeran viste eso, un solo tajo. Para que eso dijeran. Uno solo. Cortó los tallos como cuellos. Y los cuellos podían ser tomados como tallos si era preciso no pensar en que de un cuello se trataba. Por si al final, en el último segundo, le fallaban las fuerzas.

Volvió a preguntar Sandra qué haces. Y él dijo nada, estos plátanos enfermos, cortarlos es preciso. Ella no quiso ver. No le gustó, seguro. Por lo del filo y el corte rápido. Algo que se interpone entre las mujeres y la sangre. Dijo que para plátanos estaba. Y se fue otra vez. De una reunión le dijo. De un comité de algo. Y Fello seguro se reía. La vería pasar vestida con el último sueldo del amigo. Ahí va la puta, diría, y el verraco está en la casa. Ah, Fello, un golpe. Un solo golpe. Pero después la sangre.

No pensada. A borbotones, dicen, si la cabeza cae. Así lo había visto en las películas. Sangre hasta el techo. Pero había dicho el viejo que sin sangre se podía. Puta la madre del viejo. Vendedor latoso. Cómo hacerlo sin la sangre. Sin mucha, sería, porque el torrente se libera cuando se cortan de cuajo las arterias. Noventa litros por minuto han dicho. Puede que noventa más si el cuerpo está cansado, como el de Sandra. Porque llegaba de una reunión, decía.

Pero podía ser sin sangre. Dijo el viejo que con el zumo de una planta. Puede que azaleas. O algo. Se lo encontró en la misma tienda vendiendo cosas antiquísimas, cencerros y cosas de tintines. Preguntó si recordaba. Y el viejo dijo que sí, lo de la hoz y el muérdago, con zumo de azaleas por si la sangre. Preguntó que si seguro, y el viejo lo miró con lástima. Seguro, dijo. Porque la sangre no puede ser peor que el grito. Si sale en chorro, acaso. El grito no, porque se esparce y queda en los oídos para siempre. Por eso prefirió la hoz, porque pensó que era mejor vivir sin el grito en la cabeza.

Y una noche la esperó acostado. Desgranó las horas hasta que oyó abrirse la puerta. Pero no desesperaba. No. Tenía los nervios en quietud perfecta. Relajados quizá. Seguros. Los sentidos atentos, pero en calma. La oyó entrar y caminar por la sala. La imaginó desvestirse y correr al baño. No pensó en el sudor de otro hombre impregnado en el cuerpo. Ya no. No le importaba el cuerpo ni le importaba el sudor. Se levantó cuando oyó correr el agua. Caminó hasta la sala, despacio, hacia la pared semioscura donde la hoz brillaba. Extendió la mano convencido del acto. Demasiadas penas le había deparado el mundo. Y el mundo era Sandra. Pero ya no. Los dedos casi se cerraron sobre el mango incrustado en hueso, pero quedaron inmóviles por el golpe en la cabeza. Un segundo golpe fue preciso para hacerlo caer. Y un tercero. Y los ojos, en esfuerzo último, descubrieron la simetría rota en la pared. Porque la hoz brillaba en su lugar, pero el martillo..., el martillo faltaba.

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