Por Robustiano Verdecia
(revista de Gibara, 1953)
Antes
de ser balneario de Holguín, los gibareños no sabían que el Verano era un
tesoro.
Es
que acostumbrados al comercio en grande durante todo el siglo XIX, ellos no se
percataron que en sus blancos y calientes arenales había una riqueza por
explotar y que los viejos y confortables palacios que habían levantado en la
villa cuando el dinero corría por sus calles, podían servir de “hoteles” y,
playas y casonas, podían traerle al pueblo las entradas económicas que ya el
puerto les había dejado de dar después que en el XX los barcos crecieron y la
bahía fue demasiado baja.
Es
verdad que hubo gente inteligente que llegó a la Villa y lo aconsejó, pero a
los gibareños le pareció una soberana locura, ¿cómo entregar las casonas
señoriales a la turbamulta de bañistas? Eso era sacrílego, dijeron, orgullosos.
Más
cierto día de sol intenso llegó al otrora riquísimo pueblo y entonces llamado
en son de burla por sus enemigos, “La Villa de los Tubos”, porque “tuvo” de
todo y ya no tenía de nada, llegó, se domicilió y ocupó un puesto en el Juzgado
de Instrucción el Sr. Emiliano Danger.
El
nuevo vecino muy pronto chocó con el ambiente monótono del pueblo y con el
pensamiento arcaico y estrecho de los vecinos, cada uno de ellos atados a la
forma de pensar de ricos venidos a menos. Dicen que por un tiempo don Emiliano
miró el mar, las playas hermosas, la arena blanca y llegó a la conclusión que
allí estaba lo que podía darle una sacudida a la tristeza de Gibara. De casa en
casa fue el nuevo vecino, hablando como un iluminado, haciéndole ver a todos
que tenían lo que no había en otro lugar a decenas de kilómetros a la redonda.
Pero Nada consiguió. Todos fueron indiferentes a su propuesta. Los más se
rieron y alguien pintó un cuadro trágico en el que se veía a una macha de
tiburones comiéndose a un grupo de bañistas.
Pero
Emiliano no abandonó su propósito porque él sabía que podía ser un éxito
tremendo. Un domingo paró cuatro palos en un lugar del litoral y los cubrió con
un encerado que le prestó un almacenista. Abajo colocó cuatro mesas para servir
ron y comida y contrató un conjunto de cuerdas para que amenizaran el guateque.
Es verdad que apenas hubo bailadoras, pero varios hombres comieron, bebieron y
bailaron y eso dio tema para el comentario de los que miraron por las rendijas.
A
Emiliano lo denunciaron ante las autoridades por perturbar la moral de la
juventud. Y él desistió de su empeño.
Pero
su idea se expandió. Llegaron al pueblo extraños que tenían capital y
edificaron varios palacetes que miraban al mar. La brisa entró a las
habitaciones adormeciendo a los veraneantes que muy pronto comenzaron a llegar
desde todas partes. Y los inversionistas, que primero que los otros que después
los imitaron, fueron Rafael Masferrer Landa y Juan Goiricelaya, adquirieron
ganancias.
Verdad
es que en la primera temporada, que fue en el año 1935, nada más fueron de
visita a Gibara doce familias; pero en 1937 ya eran 102 familias. Desde
entonces el verano nutrió la maltrecha economía de Gibara, refrescó la mente de
los vecinos y la otrora villa marinera y comerciante comenzó a reír, orgullosa
de sus encantos naturales.
Como
casi siempre sucede, Emiliano no gozó de ver su idea realizada pues él pasó a
prestar servicios al Juzgado de Palma Soriano y de allí se fue a su natal
Santiago de Cuba, adonde le llegaron las noticias de que Gibara se convirtió en
el lugar de veraneo preferido de los holguineros y de los pueblos comarcanos.
El Gibara Yacht Club
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Gibara Yacht Club |
En
un principio el balneario fue una casa chica de piso de tierra propiedad de
Juan Goiricelaya, pero al paso del tiempo se operó el milagro que su dueño vio
donde otros ni siquiera lo imaginaron.
Para
los “ciegos” era una locura y un fracaso seguro que Goiricelaya, por demás, representante
en el Término Municipal de Holguín de la cerveza “Cristal”, levantara una
edificación a un costo de miles de pesos en un lugar que no tenía valor alguno,
pero el inversionista, testarudo, insistió y no solo eso, sino que su empeño
fue agrandándose temporada tras temporada.
Según
el edificio tomaba forma, Goiricelaya buscó colaboradores eficientes: Andrés
Torres Ochoa, Amalio Méndez y al gran organizador Gabriel Terán que se
convirtió en el administrador del balneario, y colaboró también Pelayo Hidalgo,
encargado de la contabilidad.
Por
su postura elegante y sus fiestas brillantes y alegrísimas, el balneario se
convirtió en alma de Gibara y lugar natural para oír la música rítmica de la Orquesta Villa Blanca.