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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

29 de marzo de 2019

La compañera de mi vida (memoria de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


José Juan Arrom y su esposa de toda la vida, Silvia
Eso sí, para casarme me encontré una cubana, santiaguera culta y bonita. La conocí al acabarse la guerra, cuando fui a La Habana a dictar un curso de verano sobre el teatro hispanoamericano. Era el verano de 1946.

Ya yo había conocido a una muchacha cubana, Nenita López, a quien le habían dado una beca en la Universidad de Yale para que trabajara en la búsqueda de la vitamina B12, y me había ofrecido a ayudarla a encontrar un lugar donde quedarse durante su estancia en New Haven. Y Nenita, que era muy amiga de tu tía Pompón, se lo dijo a ésta y además le dijo que yo era una persona muy agradable y servicial. Y Pompón se lo dijo a Silvia. Y resulta que Silvia ya tenía planificado irse con nenita a tomar un curso de Literatura inglesa en la universidad de Albertus Magnus, también en New Haven, y había perdido un año de licencia de la Escuela del Hogar, en Santiago de Cuba, donde enseñaba inglés. Todo lo tenía arreglado, lo único que no sabía era dónde se iba a alojar. Así que como estaba tomando un curso de verano en la Universidad de La Habana, resolvió irme a ver.

Un día, al terminar de dar mi clase, me quedé hablando con unos alumnos, y cuando me viré de lado, allí estaba Silvia, como si hubiera caído del cielo. Muy respetuosa, muy amable y muy bonita que era, con su pelo castaño claro y sus ojos color del tiempo. Y me dijo: “Doctor”, y me contó que iba a pasar un año estudiando en New Haven. Y le dije que le ayudaría a buscar un lugar donde quedarse y en todo lo que pudiera mientras estuviera allí, que tendría muchísimo gusto en ayudarla. Y le di la dirección de Ruth Gillespie, una profesora de español de Albertus Magnus que yo conocía porque ella también había estudiado con el profesor Lukiens, y que vivía con su madre en una gran casa donde alquilaban cuartos. Además, le dije que me llamara cuando llegara a Nueva York, porque los cubanos siempre nos ayudábamos. Y así fue como la conocí.

Como a los tres o cuatro días, me habían invitado a almorzar unos profesores y cuando yo iba en el tranvía, de pie, porque tú sabes cómo se llenaban los tranvías de Cuba, por casualidad vi a aquella muchacha sentada en uno de los bancos. Me sonrió y yo también le sonreí y la saludé. Y luego no la volví a ver, porque aunque ella me había dicho que probablemente iría a Oriente en la misma fecha y el mismo tren que yo, tuvo que posponer su viaje. Entonces para no quedar mal conmigo, me mandó una cartica muy cordial, diciendo que había sentido no poder participar en el viaje conversado conmigo, pero que llegando a Nueva York me llamaría. La carta la recibió mi madre y me la leyó. Entonces dijo: “Ah, ese huevo quiere sal”. “No, mamá, si esa muchacha yo no la conozco más que de un día”. Pero insistía, que ese huevo quería sal.

El día que Silvia llegó a New Haven, yo la esperé en la estación del ferrocarril y la llevé a casa de las Gillespie para que se pusieran de acuerdo en cuanto al cuarto que iban a compartir con Nenita. Y cuando yo tenía fiestecitas en mi casa, venía Nenita y venía ella, y también venían otros amigos y después bailábamos. Y un día le pregunté a Silvia, que cómo estaba la casa de huéspedes y me contestó: “Bueno, la casa está muy bien, la cuidan mucho, pero la verdad es que la comida no me gusta”. Y le dije: “No te preocupes”. Y la invité a que comiera un buen bistec. Después la llevé a su casa en el tranvía y me lo agradeció muchísimo. Entonces pasó una semana y la volví a invitar, y esta vez comió un pato a l'orange. Yo la invitaba a comer de vez en cuando y después íbamos al teatro, porque en esa época las obras de Broadway se estrenaban en New Haven. Y así nos fuimos enamorando.

Hasta que se terminó el año escolar y ella iba a regresar a Cuba. Y yo le dije: “Ay no, Silvia, eso tenemos que arreglarlo. ¿Tú quieres firmar un papelito y casarte conmigo?”. Y me dijo: “Sí”. Y nos casamos. Entonces vino pepito y después viniste tú. Y aquí nos tienes juntos después de casi sesenta años.


De cubano a latinoamericano (memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


En esta época me propuse conocer a fondo toda Hispanoamérica. En un viaje inicial, en 1938, fui por vapor a Veracruz y continué ascendiendo por tren hasta la capital de México. En viajes posteriores visité toda Suramérica, admirándome tanto de las glorias  de su naturaleza y su pasado colonial y prehispánico, como de la espontanea cordialidad de sus habitantes.

El momento culminante fue ir desde Arequipa hasta Puno, en el lago Titicaca, y desde allí por tren despaciosamente hasta Cuzco, y por fin hasta Machu Picchu, la fabulosa ciudad de los incas. En Machu Picchu estuve horas explorando sus espléndidas ruinas, y luego quise ver el río que corría a sus pies. De repente resbalé sobre una pequeña piedra, me caí y llegué peligrosamente cerca del borde mismo del precipicio. Me arrastré como pude hasta un lugar seguro. El peligro que acababa de evitar quedó tan profundamente grabado en mi memoria, como la extraordinaria hazaña arquitectónica llevada a cabo en aquellas alturas y la imborrable belleza del lugar.

Siempre he recordado esa experiencia para reconocer que la vida es breve y conviene sobrellevarla con honradez y justicia. Además, sirvió de hito para marcar mi transición de cubano a  latinoamericano. A partir de entonces escribiría libros, no solamente sobre la cultura cubana, sino sobre la cultura hispanoamericana vista como una unidad. Porque desde ese momento me sentí que era hijo de todo el continente.


Un encuentro clave (memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


Don Fernando Ortiz
Un día, en mi primer año de instructor en Yale, recibí una invitación que cambio el rumbo de mis investigaciones y me llevó a responder las preguntas que me surgieron cuando de niño me regalaron la hachita petaloide en la finca de mi abuelo.

Fernando Ortiz, el ilustre intelectual cubano, vino a New Haven a conversar con un gran antropólogo llamado Bronislaw Malinowski, recién llegado a Yale. En el otoño de ese año, 1939, salió en el periódico de la universidad un artículo sobre los nuevos nombramientos, y le dedicaron una gran parte a Malinowski y otra menor a mi. Entonces Malinowski me descubrió y me llamó un día por la mañana cuando yo estaba en mi oficinita de instructor principiante. Al levantar el teléfono oí una voz, clara y firme, que dijo en perfecto español –porque había trabajado muchísimo en las Islas Canarias-: “Te habla Malinowski”. Y yo pensé “!Dios mío!, este señor tan famoso, ¿qué querrá conmigo?”. Y me dijo: “Esta noche viene a visitarme un cubano a quien debes conocer muy bien, que es Fernando Ortiz. ¿Quieres venir a cenar con nosotros a las seis?” Apenas atiné a contestarle: “Claro que sí, con muchísimo gusto”.

A la hora en punto toqué a la puerta de su despacho. Malinowski abrió y por toda presentación le dijo a Ortiz: “Este es el joven cubano de quien te hablé”. Al ir a estrechar la mano de don Fernando, él me echó un brazo al hombro, y con acogedora sencillez me dijo: “Compatriota”. Con aquel gesto y aquel saludo, había ganado para siempre mi afecto.

Bronislaw Malinowski
Luego de tomar una copita de jerez bajamos al comedor. Nos sentamos a un extremo del salón, en una pequeña mesa cuadrangular, ellos frente a frente y yo entre los dos. Tuve la suerte de ser el único que escuchó ese maravilloso diálogo entre dos grandes sabios. Fue en esa ocasión en que Ortiz propuso el tema de la transculturación (que no es lo mismo que aculturación), y Malonowski lo aceptó con entusiasmo. Luego se ha puesto de moda la palabra y todos están transculturizándose, pero el sentido original que le dieron Malinowski y Ortiz fue de dos culturas en contacto que se influyen mutuamente. Y ese intercambio Ortiz lo describía como un “toma y daca”.

Entonces aprendí a ver a Hispanoamérica desde otro punto de vista, en que los aportes de varias culturas produjeron una nueva realidad criolla. Cuando Ortiz habla de transculturación, se interesaba en la cultura afrocubana, porque en esa época se pensaba que los españoles acabaron totalmente con la cultura indígena. Pero yo nunca me había olvidado de mi hachita petaloide, que aún guardaba conmigo, ni de las palabras extrañas que pronunciaba el Pai en sus visitas matutinas a la cocina de mi casa mayaricera. Y eso me llevó a inventigar la manera en que los indígenas y los españoles habían convivido en Cuba, y se habían influido mutuamente. Esa nueva óptica me incitó a ampliar mis estudios no sólo hacia la importancia de los indígeno sino también hacia la antropología y el folklore, o sea, hacia la verdadera cultura, que va mucho más allá de las letras.


Llego a ser profesor de Yale (memorias de josé Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.



Seguí mis estudios, y entre aprietos y alegrías llegué a terminar mi doctorado en 1941. Entonces, tal y como lo había previsto el profesor Lukiens, me nombraron profesor en el Departamento de Español de Yale. Allí me quedé durante toda mi carrera, investigando y enseñando las letras y la cultura hispanoamericanas, siempre tratando de abrirle espacios a estos campos dentro del mundo académico norteamericano.

Al principio encontré bastante resistencia. Recuerdo que la primera vez que fui a una reunión de la Modern LanguageAssociation, en Nueva York, me invitaron a un almuerzo algunos profesores. Yo todavía era estudiante graduado y me sentía muy orgulloso de estar entre las luminarias de la profesión. En eso el profesor Miguel Romera Navarro, un andaluz que enseñaba en la Universidad de Pennsylvania, me preguntó que sobre qué estaba haciendo mi tesis doctoral. Le contesté que sobre la literatura dramática cubana desde sus lejanos orígenes en la colonia hasta el momento actual en la república. Y el profesor declaró categóricamente: “!Pero en Cuba no hay teatro!”. Y agregó con voz tajante: “En Hispanoamérica nunca hubo, ni hay, ni habrá teatro”. Yo apenas logré contener mi ira y le respondí sencillamente: “Rebatir su punto de vista es precisamente el propósito de mi tesis”.

No fue Romera Navarro el único en querer ignorar la literatura hispanoamericana, porque en esa época predominaban los que creían que lo único que valía la pena enseñar era la literatura peninsular. Cuando empezaba yo d eprofesor, hice una visita a la Universidad de Princeton y conocí al renombrado Américo castro. Él me preguntó: “¿Qué enseña?”. Y cuando le contesté, me dice: “¿Literatura hispanoamericana” ¡Pero eso no existe!”. Inmediatamente le digo: “!Entonces yo no existo!”. El hombre era tremendo. Parecía que iba a comerme a pedazos o tirarme a la basura.

Por eso dediqué mi carrera a demostrar no sólo la existencia, sino la importancia de la literatura hispanoamericana. Y como es sabido, mis ideas al fin han triunfado. 


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