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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

29 de septiembre de 2014

Carlos García Vélez en la toma de Victoria de Las Tunas

Por: Ronald Sintes Guethón
Durante el año de 1897 las fuerzas cubanas prosiguieron con ímpetu el desarrollo de la Guerra Necesaria. En Occidente se peleó ferozmente y también se peleó en Oriente, donde la situación era un poco más favorable a los cubanos. Calixto García, que fue el gran estratega del uso de la artillería, planeó diversas acciones de sitio y tomas de poblados y ciudades. En agosto comienzan los preparativos para tomar Las Tunas.

Entonces Las Tunas era considerada “uno de los más  importantes baluartes de las tropas colonialistas en la región oriental. Estratégicamente, (Las Tunas) enlazaba las provincias de Camagüey y Oriente y estaba unida a Holguín,  Bayamo, Puerto Padre y Guáimaro. Poseía  un sólido sistema defensivo externo e interno, en el que se destacaban, en el caso del exterior, el cuartel de caballería  –que por estar  situado en una posición dominante se consideraba la llave de la ciudad–, y el cuartel de infantería, así como los fortines No. 10 y 11, Aragón, Concepción, Provisional, Bailén y Victoria. En el centro de resistencia interior, los objetivos más importantes eran el cuartel de telégrafos, el hospital militar y el cuartel de la guardia civil.  La guarnición de la plaza, distribuida entre esos objetivos, estaba  compuesta por el Batallón Provisional de Puerto Rico No. 2, una   sección de artillería con dos piezas Krupp y unos 300 voluntarios, que en total sumaban alrededor de 800 soldados bajo el mando del  teniente coronel José Civera.  Al valorar el sistema defensivo de Las Tunas, algunos jefes españoles, como el general Luque, afirmaban que para poder capturar la plaza se requerían más de diez mil hombres”[1].

Las tropas cubanas que participaron la conformaron “300 hombres de la Brigada  de Las Tunas, 300 hombres de caballería y cincuenta infantes camagüeyanos; 290 hombres de  Guantánamo;  200 de Jiguaní; 200 de Bayamo;  el Regimiento Céspedes; 250 hombres de Holguín; 109 de la de infantería y cincuenta de la escolta de caballería”[2], lo que suman alrededor de 1750 pero de ellos nada más entraron en combate directo unos 750, el resto se ocupó de misiones de seguridad en los caminos de acceso. Los mambises bajo el mando de Calixto García contaban, además, “con una batería de artillería de seis piezas: un cañón naval  Driggs-Schroeder de doce  libras denominado Cayo Hueso, dos Hotchkiss de doce libras, dos  de dos libras y un cañón neumático Simms Dudley”[3]

Asimismo era parte de los preparativos que “el General (Mario García) Menocal dislocara en las inmediaciones de la Loma del Cura el cañón neumático, el Cayo Hueso y los dos Hotchkiss de 12 libras. (Y de) los Regimientos de la Brigada de Las Tunas que (Menocal) tenía a sus órdenes, debía darle ordenes al Vega con cerca de 100 hombres y bajo el mando del Teniente Coronel Calixto Enamorado, para que este se emboscara precariamente en las márgenes del Ahogapollos, y el otro regimiento, (que llevaba el nombre del General de la guerra anterior), Vicente García, y que estaba al mando del Teniente Coronel Ángel de la Guardia para que se ubicara en la Loma del Cura dispuestos a avanzar sobre la plaza en cualquier momento”[4].

Por su parte el  Teniente Coronel García Vélez se encontraba apostado con sus hombres, en plena disposición combativa, aleccionando “en voz baja y con cariño de padre a sus imberbes y bisoños compañeros. En las caras juveniles de los emboscados se reflejaba la seguridad de la victoria; en todos sin excepción la muerte no era de tenerse en cuenta para nada, por cuanto que, cuando se es joven, todo lo que tenga viso de tragedia se torna sin gran esfuerzo en farsa chispeante ahíta  de optimismo, que hace olvidar el peligro por cercano que este se encuentre”[5].


Cuando definitivamente comienza el combate, el Brigadier Menocal dispuso el avance del Regimiento Vega, bajo el mando del hijo natural del Mayor General García, Calixto Enamorado. Él y sus hombres debía tomar  el Cuartel de Caballería pero los defensores de esa posición los recibieron con un fuego feroz y una tenaz resistencia. Ello obliga a Calixto García a enviar ayuda con su otro hijo, Carlos García Vélez. 

Todos luchan por igual, sin embargo, entre ellos destaca soberbiamente la figura gallarda del Jefe que los encabeza, con su camisa negra que le sirve de divisa peligrosa. El joven combatiente demuestra ser un aventajado discípulo y digno descendiente que honra a su   progenitor y Jefe. Al mismo nivel heroico se alzan ahora los Tenientes Coroneles Enamorado y Valiente. Realmente, los tres responsables que van al frente de aquellos valientes soldados mambises dignifican al Ejército Libertador a que pertenecen[6].

Heroicos también se comportan los enemigos, pero al final de la tarde los mambises toman el Cuartel de Caballería, y “al llegar la noche, teníamos más de cien prisioneros, pero los dos núcleos españoles, a cada extremo de la calle principal, continuaban firmes.   Entonces el teniente coronel Carlos García Vélez, valiente y tenaz luchador, aprovechó la oscuridad para levantar una trinchera en la calle de Campoamor, más el parapeto resultaba muy deficiente”[7].

Meticuloso como siempre fue, García Vélez se niega a dormir y dedicase a supervisar a sus subordinados y la vez que da órdenes pertinentes para el buen cumplimiento de las tareas. Al llegar la mañana, “el general Calixto García penetró en la población por la parte sur, y al encontrar a su hijo Carlos junto a la trinchera de Campoamor, le dio un abrazo profundamente emocionado. Yo, que estaba allí, pude darme cuenta de que los ojos del viejo caudillo estaban llenos de lágrimas”[8].

A esta hora solo es cuestión de tiempo que las fuerzas españolas se den cuenta de que están cercadas y que no van a poder recibir  ninguna ayuda del exterior, entonces se verá si se rinden. 

Rafael Guerrero, un historiador peninsular de la época, nos narra su versión de los hechos: “No han sido sin embargo vencidos nuestros soldados en lucha abierta, porque aunque parezca inverosímil, el soldado español no se rinde cuando lucha con un  enemigo en iguales condiciones de defensa. Sitiada la población de Victoria de las Tunas por fuerzas superiores, ésta se ha rendido después de esperar 25 días un auxilio que no llegaba y de haber dejado bien sentado el pabellón de la lucha, el hambre y las enfermedades han reducido el número de sus defensores a la cifra de 292 hombres y ha  sido imposible sostenerse por más tiempo y necesario rendirse al enemigo quien ha respetado la vida de nuestros soldados; no  así  la de los desgraciados voluntarios que han sido pasados a cuchillo. ¡Lástima que la obra de magnanimidad de los insurrectos no haya sido en esta ocasión tan amplia como debiera!, esos heroicos voluntarios que defienden su hogar y su familia, son tan dignos, tan patriotas, tan valientes como el soldado que pelea por su bandera y algo más que el insurrecto cuya misión parece ser la de destruir y asesinar”[9].

Lo que pasa por alto este historiador es que muchos de esos voluntarios eran asesinos a sueldo, que por el valor de un peso diario cometían todo tipo de atrocidades en la manigua. Este hecho de que eran cubanos que peleaban al lado de las tropas españolas, además de los atropellos y asesinatos que cometían a diario, era condición suficiente para que el Ejército Mambí los ejecutara sumariamente.

Terminada la batalla, debía evitarse la relajación y las  indisciplinas, por lo cual, “el austero Carlos García Vélez destruía a culatazos las botellas de licores y desfondaba las pipas de vino en las bodegas[10].” Lo anterior sumado a que las fuerzas mambisas estaban formadas por hombres de muy bajo nivel intelectual mayormente, explica que la opinión de algunos sobre Carlos era de ser una persona recalcitrante, incluso demasiado recia a veces, y quizás, en ocasiones, tuvieron la razón los que así pensaban. La formación social e intelectual de Carlos lo obligó a hacer no pocos sacrificios para adaptarse a convivir con sus compañeros de armas a los que criticó severamente cotidianamente. 

En su diario Carlos García Vélez nos relata lo siguiente: 
“El justificado propósito del guajiro de hacer cultivos escondidos para alimentar a su familia, causaba indignación a los jefes mambises quienes acusaban a aquellos de malos cubanos y dejaban a los soldados que se internaran en el los sembrados para que tomaran las viandas. Pero siempre que las fuerzas se desparramaban por su cuenta en los sembrados por la falta de disciplina o de autoridad del jefe, el daño que le hacían al guajiro era irreparable: Boniatales nuevos y platanales eran removidos y arrancados sin razón. Las fuerzas del General Quintín Banderas se mancharon con estos abusos”[11].


[1] Colectivo de Autores: Historia Militar de Cuba. Primera Parte, Tomo III, Volumen 2, Editorial Verde Olivo, Ciudad de La Habana, 2009 Pág. 203
[2] Ibídem Pág. 204
[3] Ibídem Pág. 204
[4] Ibídem Pág. 34
[5] Escalante Beatón, Aníbal: Calixto García Iñiguez. Su Campaña en el 95. Ediciones Verde Olivo, 2001. Pág 333
[6] Ibídem. Pág. 336
[7] Ferrer, Horacio: Con el Rifle al Hombro. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2002. Pág. 87
[8] Ibídem Pág. 88
[9] Guerrero, Rafael: Crónica de la Guerra de Cuba y de la Rebelión de Filipinas. (1895-96-97) Tomo V. Editorial Maucci, Barcelona 1897. Pág. 564
[10] Ferrer, Horacio: Con el Rifle al Hombro. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2002. Pág. 90
[11] Centro Información Museo Casa Natal Calixto García Iñiguez. Diario Carlos García Vélez. Pág. 74

Carlos García Vélez en la guerra. 1896-1898

Por: Ronald Sintes Guethón

Organizada por José Martí, la tan esperada “guerra necesaria” comenzó el 24 de febrero de 1895. Para la fecha aún estaban ausentes los principales jefes militares cubanos. El Mayor General Calixto García era uno de los que estaba más lejos, en Madrid y bajo una férrea vigilancia por parte de la inteligencia española.

Como pueden, Calixto y su hijo Carlos burlan a sus vigilantes y después de vencer los tantos obstáculos que se le presentan durante el azaroso camino, desembarcan por Maraví, lugar ubicado en las inmediaciones de Baracoa el 24 de marzo de 1896.  Con ellos traen un notable cargamento: “1 250 fusiles, más de 600 000 cartuchos, un cañón de 12 libras del tipo Hotchkiss, con 200 proyectiles, además de medicinas,  víveres y otros medios”. Como todos los profesionales que acuden al campo independentista, Carlos es ascendido a teniente.

Es casi un extranjero el joven teniente que llega 26 años después de haberse ido. Entonces solo había cumplido tres años de su edad. Es verdad que durante aquel tiempo de ausencia la Cuba real le había faltado, pero verdad es que las heroínas de su familia y la figura inmensa del padre, General entre los primeros, mantuvieron en vivos en él los sentimientos de amor y pertenencia al lugar donde vino al mundo; Carlos piensa y actúa como lo que jamás dejó de ser, un cubano.

La manigua amada se extiende delante de él, hostil e indomable para quien no es un militar, sino un médico con sensibilidad para consumir música en los más hermosos teatros de Madrid. A paso vertiginoso tiene que lidiar con los rigores de la disciplina militar y tiene que ser el más disciplinado de todos porque nadie lo ve como él, sino como hijo de su padre. Fuera de todo pronóstico, Carlos aprende rápido, sobre todo las estrategias y tácticas que le sirvieron para cumplir las órdenes que daba el General, su padre.

Mayor General Calixto García Iñiguez en la guerra del 95

Integrando el Estado Mayor del General García Iñiguez, Carlos García Vélez participó en numerosos combates, todos en la región oriental de Cuba. Seguidamente la Aldea se refiere a dos de ellos que escogimos por dos motivos, primero, por la importancia que tuvieron para las acciones combativas mambisas y segundo, por lo mucho que aportaron al prestigio como jefe militar de Carlos García Vélez. Son ellos, la voladura del cañonero Relámpago en el Río Cauto a principios de 1897 y la Toma de Victoria de las Tunas en agosto del mismo año, aunque, obviamente, tendremos que mencionar los combates de Los Moscones, Cochinilla, Lugones, La Marina,  Yerba de  Guinea, Barrancas, Guanos  Altos, así como en el  ataque y toma de Guáimaro. (Todas estas acciones acontecieron en el año 1896 y en ellos fue relevante la actuación de Carlos, tanto que por sus méritos fue ascendiendo en la escala militar mambisa).

La Columna Volante del Cauto.

Cuando finaliza el año de la llegada a Cuba del Mayor General Calixto García, en el occidente de la Isla se produjo uno de los más desgraciados sucesos de la guerra necesaria, la caída en combate del Lugarteniente General Antonio Maceo, (7 de diciembre de 1896)[1]. Entonces el Generalísimo Máximo Gómez ordena al Jefe del Ejército Libertador en Oriente, que lo era el Mayor General Calixto García, que arrecie las acciones para que los españoles tengan ir sobre él y dejen respirar a las tropas cubanas que operaban cerca de La Habana, en Vuelta Abajo y en Matanzas.

Hasta entonces las tropas españolas hacían el avituallamiento llevando las mercancías hasta Manzanillo por barco y desde allí, en carretas de bueyes o en lomos de mulos, hasta Bayamo, pero las fuerzas mambisas comenzaron a oponer tenaz resistencia sobre los convoyes, ocasionándole al enemigo valiosas bajas en parque y hombres.

Entonces el alto mando español decidió utilizar la vía fluvial del Cauto para aprovisionar a las tropas. Lo que fue una buena solución para un bando se convirtió un problema para el otro. Para los cubanos era una necesidad vital detener el aprovisionamiento enemigo y de esa forma obligarlos a salir de Bayamo y de los pueblos limítrofes, pero, ¿cómo hacerlo?.

Desde el primer año de la guerra, (1895),  el río Cauto había sido minado varias veces, pero en todos los casos la operación final había fracasado, bien porque el material usado fuere defectuoso o por delaciones del sitio minado. Pero ahora la orden del Mayor General García era contundente, “había que detener el trasiego de embarcaciones enemigas por el Cauto”. 

Para las acciones anteriores Calixto había designado a otros subalternos, entre ellos al Brigadier Enrique Collazo, quien había recibido  instrucción militar de academia, pero el objetivo no se había conseguido.

En su Diario, o más en su libreta de anotaciones, Carlos García Vélez dejó el  siguiente escrito: “Al recibir la mala nueva del General Enrique Collazo, encargado de obstruccionar el paso del Convoy (porque la tropa enemiga descubrió dónde estaban colocadas las bombas), el General García sufrió un gran disgusto. (…) y airado, expresó: ¿Será posible que no haya un jefe o un oficial que tenga el concepto de cumplir una orden? ¿No cuento yo con uno, aunque no sea  más  que uno, que me haga esta operación? ¡Le daría dos ascensos al que lo hiciera!.[2]

Entonces Carlos García Vélez dijo al padre que él lo haría y Calixto estuvo de acuerdo y lo designó Jefe del Batallón  Especial que se conformó, y que más tarde terminaría llamándose Columna Volante del Cauto. Para asistirlo en las tareas que se llevarían a cabo, lo acompañaron entre otros, el “Comandante Juan Manuel Galdós, que fungiría como segundo jefe de la Columna Volante que se organizó, el Comandante Gonzalo Goderich, Jefe de Despacho, y los Tenientes Sabas Meneses y Aníbal Escalante…”[3]

Los efectivos comprometidos con la acción se trasladaron rápidamente a la zona en cuestión, tomando García Vélez las primeras disposiciones organizativas de la operación y poniéndose “en contacto directo con el General Francisco Estrada, Jefe de Brigada de Manzanillo, a fin de que el expresado jefe facilitara los hombres que se hicieran necesarios para la integración definitiva de las fuerzas que habrían de encargarse de la custodia y defensa de la vía fluvial del Cauto”[4].

Para la operación García Vélez contaba con un equipo en muy mal estado, consistente en las primitivas bombas fabricadas por los cubanos que tenían “los alambres muy viejos y los tubos de hierro de defectuoso cierre en los niples, (tanto que) a poco de estar sumergidos  penetraba el agua en ellos. Hacía falta otra clase de bomba y alambre conductor en buen estado. (Por otra parte) los fulminantes tampoco servían. Había que renovar todo el material”[5].

La solución fue totalmente “criolla”, Carlos recordó que unos meses atrás había visto por en vuelta de la finca La Herradura, escondida entre unos arbustos, una lata de chapapote. Un abnegado mambí la trajo a lomo de bestia y cuando la tuvo, el hijo del General le explicó a sus subordinados que no adivinaban para qué lo quería, que el  chapapote serviría como cobertura y protección del cobre, aislándolo perfectamente y sellando cualquier grieta.

Entonces, dice Carlos, “Se despachó al teniente Aníbal Escalante en busca de dinamita y otros materiales necesarios y al Capitán Pedro Gamboa a recoger de los ranchos de las familias del monte garrafones por falta de tinajas”[6].

Los garrafones, que antes habían contenido aguardiente, y que luego eran utilizados por las familias campesinas, para el almacenaje de agua, fueron decomisados y en ellos se colocó la dinamita. Claro que encerrar la dinamita en los dichos garrafones fue una tarea peligrosa porque consistía aquella en apilar en cada vasijas unas 40 libras del explosivo, pero lo hicieron sin que se produjera accidente alguno. Luego el chapapote sirvió de sellado para los tapones de madera con que taparon la boca de los garrafones. (El uso de la madera se explica con que no se disponía del corcho que sí era un material afín al propósito que perseguían).

Fabricadas las cuatro bombas y unidas cada una por un alambre de telégrafo de cuatro hilos enrollados, se procedió a colocarlas de dos en dos en las raíces de los árboles de la orilla, separadas cada dúo de bombas a una distancia de seis metros. Y entonces comenzó la espera.

Espera durante la que los revolucionarios tuvieron que soportar la plaga de insectos y la falta de comida. 

En su Diario-Memoria dice García Vélez que entre sus hombres valientes había viejos conocidos de anteriores combates, que habían accedido a unírsele por voluntad propia. De todos habla bien diciendo que no hubo nunca intento alguno de amotinamiento, y que todas sus órdenes fueron cumplidas cabalmente sin resistencia ninguna.

Fue uno de los hombres bajo el mando de García Vélez, Horacio Ferrer, quien posteriormente escribió un libro, quien dijo que el criterio que dejó por escrito lo compartían todos los combatientes: “El Teniente coronel García Vélez, jefe de la Columna Volante, pasó una temporada en la zona de mi cargo, y su presencia se dejó sentir. Hombre activo, culto, enérgico y valiente, no sabía estar con los brazos cruzados, y cuando el enemigo no salía de operaciones, él aprovechaba el tiempo destruyéndole los caminos con árboles que derribaba a ambos lados, o bien levantaba trincheras en lugares estratégicos por donde los contrarios pudieran algún día pasar”[7].

Después de días de espera a las orillas del Cauto, al fin les llegó la información de que dos embarcaciones españolas navegaban en dirección a  Cauto Embarcadero, se trataba de los cañoneros Relámpago y Centinela. Por el rumbo que llevaban aquellos tendrían que pasar por donde García Vélez había organizado la emboscada, en de Paso de Agua.

“Mi plan era dejar pasar el primer barco hasta que estuviera cerca de la segunda línea de bombas, entonces el segundo estaría encima de las dos primeras bombas. Pero el temor de que fallara la segunda línea en la que Galdós no tenía gran confianza, nos dio la tentación de disparar la primera de ellas. (Y lo hicieron), el Relámpago saltó con una horrible  detonación, hundiéndose enseguida. Las avispas desde la orilla atacaron el segundo cañonero”[8].

Sólo tres tripulantes salvaron sus vidas, los demás perecieron en el acto. Por su parte el cañonero Centinela fue obligado a retirarse sufriendo algunas bajas producto a las descargas de fusilería que desde la orilla le hacían las muy bien apostadas tropas mambisas. Y cuando terminó el combate los cubanos estuvieron todo el día haciendo infructuosos intentos por sacar del fondo del río el cañón de la cubierta del barco hundido, pero no lo consiguieron. Lo que sí pudieron obtener del navío fueron armas, frazadas y hamacas.

Seguidamente transcribimos el parte que da el Teniente Coronel García Vélez al Brigadier Francisco Estrada, jefe militar de la zona donde se produjo el hecho:
“Paso de Agua, enero 17 de 1897.
Brigadier:
Tengo la satisfacción de comunicarle que al pasar hoy las diez de la mañana por la línea de torpedos el cañonero Relámpago, comandado por el Alférez de Nav ío, don Federico Martínez Villarino y 17 tripulantes, fue echado a pique, salvándose milagrosamente tres individuos, entre ellos el Condestable. El otro cañonero, Santoscicles, antes Centinela, vióse obligado a regresar a Manzanillo con grandes averías, después de sostener con mis tropas y la Avispa cerca de una hora de fuego con máuser y ametralladora. 
De usted atento s.s.
Carlos García
Comandante[9]
Dice Aníbal Escalante que el Jefe del Departamento Oriental, para entonces Lugarteniente General Calixto García, estaba acampado en un lugar cercano a la ciudad de Holguín cuando recibió el parte de guerra enviado por el Brigadier Francisco Estrada, en relación con la voladura del “Relámpago”. “Es de suponer la satisfacción que experimentaría el viejo guerrero al conocer la proeza llevada a cabo por su hijo Carlos. 
“Con la alegría reflejada en sus ojos vivaces, esa misma tarde comunicó al General en Jefe aquella noticia que tan hondo sentimiento le había producido”[10].

La acción de Carlos García Vélez en el río Cauto le valió el ascenso a teniente coronel, grado con el cual llegará a la Toma de Victoria de las Tunas, donde  se  destacó sobremanera en el cumplimiento de las órdenes y por sus acciones heroicas.


[1]  En la página 55 de su Diario, que se conserva en la Casa Natal de Calixto García, en Holguín, escribió Carlos García Vélez: “…no se puede dudar que serán gravísimas las consecuencias de la muerte de Antonio Maceo. Con este hecho la Revolución se debilitó en las provincias de Matanzas, Habana y Pinar del Río…  y el desaliento se apoderó de aquellos que eran devotísimos del Lugarteniente General cuando él cayó en Punta Brava. ”
[2] Centro Información Museo Casa Natal Calixto García Iñiguez. Diario Carlos García Vélez. Pág. 72
[3] Escalante Beatón, Aníbal: Calixto García Iñiguez. Su Campaña en el 95. Ediciones Verde Olivo, 2001. Pág. 255
[4] Ídem
[5] Centro Información Museo Casa Natal Calixto García Iñiguez. Diario Carlos García Vélez. Pág. 73
[6] Ídem
[7] Ferrer, Horacio: Con el Rifle al Hombro. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2002. Pág. 76
[8] Centro Información Museo Casa Natal Calixto García Iñiguez. Diario Carlos García Vélez. Pág. 74
[9] Tomado de: Escalante Beatón, Aníbal: Calixto García Iñiguez. Su Campaña en el 95. Ediciones Verde Olivo, 2001. Pág. 266
[10] Ídem. Pág. 267

Carlos García Vélez, el hijo del General Calixto García

Por Ronald Sintes Guethón.

Fue el tercer hijo del matrimonio del General Calixto García Iñiguez con Isabel Vélez Cabrera, se llamó Carlos Gabriel y nació el 29 de abril de 1867 en la finca “El Tejar”, en Santa Rita, lugar intermedio entre Bayamo y Jiguaní, aunque mucho más próximo al segundo.

Un año después de que de Carlos vino al mundo, comenzó la Guerra Grande de independencia en Cuba (10 de octubre de 1868). El padre, entonces virtualmente desconocido, pocos meses después se convertiría en uno de los dos alumnos más brillantes de Máximo Gómez y un estratega militar excepcional. Ido Calixto a la guerra, la familia le sigue, como fue común.

En 1870 son hechos prisioneros. Doña Isabel Vélez acompañada por doña Lucía Iñiguez, madre de Calixto, y los niños son trasladados a La Habana, no sin antes hacer algunas escalas durante el camino. Muchos años después Carlos escribió: “…fuimos recluidos en la prisión de Las Recogidas que se destinaba a mujeres públicas y delincuentes, dormíamos en el piso y con escasos alimentos…”[1]

Por las muchas gestiones que hace doña Lucía Iñiguez, la familia es liberada a cambio de que parta hacia el exilio inmediatamente. Los García-Vélez van a Key West, en los Estados Unidos, los atienden diversas familias de emigrados cubanos, especialmente los Martínez-Ibor, que fueron la cabeza del emporio de torcedores de tabacos que sufragaron gran parte de la guerra del 95. Ya adulto, Carlos García Vélez contrajo matrimonio con una hija de dicha familia.

También los poderosos Aldama ayudan a los García-Vélez. La mismísima Rosa de Aldama, esposa de Miguel de Aldama, hizo las gestiones y consiguió que Carlos matricule en el colegio interno “New York Foundling Asylum” de la orden religiosa Hermanas San Vicente Paul. En las notas que dejó escritas, Carlos aseguró que guardaba recuerdos adversos de dicho colegio, principalmente de sus padecimientos de enfermedades eruptivas en la piel y de la tiña epidémica.

En 1878 concluye la guerra. Calixto García viaja a los Estados Unidos, la familia se reencuentra y van a vivir a un edificio en 300  West entre 45 y 44 en la Novena Avenida de Nuew York. Las condiciones de vida mejoran ostensiblemente y Carlos sale del internado. Comienza a asistir a una escuela pública y trabaja como mensajero en la Telegraf Company, más tarde en el Comercio  de Zell y Po.

Es en esta época cuando se manifestó en Carlos un latente interés por las artes, la música especialmente, para la que tenía una particular sensibilidad. Da clases de solfeo y piano y asiste a conciertos en diversos teatros a los que logra entrar gracias a los boletos que ganaba por su trabajo como mensajero.

Y a la vez de sus descubrimientos del piano, durante 1878 y 1879 Carlos conoce a numerosos patriotas cubanos que visitan su casa para entrevistarse con su padre, el General. Antonio Maceo entre ellos, de quien Carlos escribió después de muchos años: “… la impresión que me causó el General nunca la olvidé, si no hubiera ido a la Guerra con mi padre habría ido con Maceo y habría estado a sus órdenes…”[2]

Menos de un año está la familia García-Vélez reunida en Nueva York. Comienza una nueva guerra en Cuba, la que pasó a la historia de la Isla como Guerra Chiquita, por su brevedad. Calixto García es el Jefe principal. Carlos tiene que redoblar su trabajo para ayudar al sostén de la madre y de sus hermanos, pero asimismo se cumple con tareas independentistas: el traslado de armamentos. Un día lo detienen. Por ser menor de edad queda exonerado de responder a un proceso judicial que lo habría llevado a la cárcel si su edad hubiera sido otra.

Cuando finaliza la Guerra Chiquita, Calixto García es deportado a España donde guarda prisión. Cuando lo liberan le prohíben abandonar el país y como el padre no puede ir donde sus hijos y la esposa, ellos viajan donde él. Se reunifican por segunda vez en 1882 y viven en Madrid. Carlos prosigue sus estudios en el Instituto de Libre Enseñanza y luego en el Instituto Cardenal Cisneros. Acerca de esta etapa escribió el periodista R. Rodríguez Altunaga, el 13 de Noviembre de 1950 en el Periódico Alerta:

“Los estudios de García Vélez fueron hechos a la usanza antigua,  cuando las materias eran cuidadosamente graduadas y no se adelantaba en unas sin dejar dominadas las precedentes, debidamente metodizadas, no hechas a trompicones, ni con forros de papel.

“En el instituto Cardenal Cisneros tuvo de maestro de literatura a don Narciso Campillo; cuyo texto sencillo aún discurre, con provecho, por las manos de los incipientes bachilleres, y posteriormente en el de la Enseñanza Libre le impartieron las materias los maestros don Francisco Cossio, a Pi Margall, Azcárate, Giner de los Ríos y otros mentores no menos célebres”[3].

Era el deseo del General Calixto García que su hijo Carlos estudiara derecho, pero él se decidió por una carrera más corta que le permitiera ayudar económicamente a la familia en un período más breve. Por tal matriculó en la Facultad de Medicina de San Carlos para cursar la carrera de Estomatología. Entonces la enseñanza de la estomatología no era oficial (presencial se diría ahora), y consistían los exámenes en demostraciones de suficiencia que los alumnos hacían ante un tribunal formado por médicos, todos catedráticos de la Facultad de Medicina o dentistas en ejercicio.

Graduado de Cirujano Dentista en 1887, Carlos García Vélez se traslada a Francia y ejerce en el Hospital San Juan de la Luz, en los Bajos Pirineos. Cuando ha reunido el dinero necesario, retorna a Madrid y funda un Gabinete Dental propio. Pero su estancia en Francia fue mucho más allá que lo narrado hasta aquí. En Francia el Dr. Carlos García Vélez estableció relaciones con facultades médicas de varios países y con especialistas reconocidos, especialmente, con el Dr. Emilio Magitot, fundador de la revista “L’Stomatologie”, de París. De esta forma el hijo del General logra especializarse en patologías bucales como la estomatitis, la piorrea alveolar y otras afecciones muy comunes en la época, a la vez que realiza las comunes extracciones y obturaciones ayudándose de una novedad: el cloroformo y trimetileno como anestesia.

El desempeño profesional de Carlos García Vélez y sus amplios conocimientos de las enfermedades bucales, lo llevaron a fundar en 1894 una “Revista Estomatológica”, la primera en España y la segunda a nivel mundial en su  tema. Posteriormente Carlos García Vélez hizo tratamientos a su padre, que desde el famoso disparo que se había hecho bajo la barbilla para evitarcaer en manos de sus enemigos, durante la Guerra Grande de Cuba, tenía padecimientos crónicos. La inserción de una prótesis de caucho, muy popular en la época, sirvió para que el viejo general se sintiera aliviado.

No porque la estomatología le consumiera gran parte de su tiempo, Carlos García Vélez se desentendió de la música, sino todo lo contrario. El cada vez más célebre médico siguió tocando el piano y codeándose con otras personas que, como él, tenían intereses por las artes en general y también por la ciencia. Dicen las crónicas que a menudo se le veía en el Círculo de Bellas Artes y que se hizo muy cercano al Ateneo de Madrid, esta última una institución cultural privada creada en 1835 que desarrollaba actividades en todos los órdenes culturales y científicos. Tampoco mermaron en Carlos los ideales libertarios que su madre y especialmente su padre les habían inculcado a todos sus muchachos. 1895 estaba cada más cerca cada día.

Máximo Gómez y José Martí firman el Manifiesto de Montecristi, que fue la plataforma política para la nueva guerra de independencia de Cuba. De manos de Ana Betacourt llega el documento a manos de Calixto y con el viejo General, lo leen sus hijos. Deciden que deben ayudar a la preparación de la guerra. Carlos aprovecha sus comunes visitas a lugares públicos y allí arroja furtivamente numerosos ejemplares del Manifiesto, además de repartir proclamas incendiarias entre la colonia de emigrados cubanos en Madrid.

Un día les llega la noticia, Cuba se levantó en armas. José Martí, Máximo Gómez, Antonio Maceo y otras principales figuras del independentismo cubano, obligadas a vivir en los más diversos confines del mundo, están llegando a la Isla. Calixto García decide venir a como diera lugar, Carlos lo acompañará si el padre lo permite. Más que permitirlo, el padre lo exige: es la hora de Cuba y todos sus hombres deben acompañarla.

Pero las autoridades españolas vigilan día y noche al General Calixto García, a lo que se suma que Carlos es dentista de una selecta clientela, si el faltara por unas horas, todos se percatarían. Calixto prepara el plan.

Para  no llamar la atención con el abandono de sus deberes profesionales llega de Málaga un cuñado de Carlos, esposo de su hermana, el Dr. Witsmarsh que se encarga de los pacientes del futuro insurrecto. El nombre de Witsmarsh también es utilizado para separar un reservado en el Sur-Express que utilizarán el general y su hijo para llegar a París.

Si los detuvieran al subir al tren o durante el viaje, padre e hijo deberán informar que viajan a Villalba a participar de una cacería en un Club situado en aquella villa fronteriza. Pero en realidad no se detendrán, el objeto es viajar a París. Lo consiguieron.

Los Clubes Patrióticos integrados por cubanos emigrados en París saben que la presencia del General Calixto García en la guerra de Cuba es estratégica y con toda la urgencia que es posible, lo envían a Nueva York para que de allá lo embarquen hacia la Isla.

El 26 de enero de 1896 el General García, su hijo y otros muchos patriotas cubanos suben a bordo del vapor “Hawkins”, pero no avanzan más que unas pocas millas, las malas condiciones de la embarcación hacen que esta zozobre. Regresan a tierra y antes que transcurran dos meses, exactamente el 24 de marzo, desembarcan en tierras cubanas en una zona cercana a Baracoa.





[1] Torres Guerrero, Maricelis y varios colaboradores: Aproximación al estudio de la Familia García Iñiguez. Fondo Guerra de Independencia, Museo Casa Natal Calixto García Iñiguez, 2003. (Inédito)

[2] Ídem


[3] Archivo Nacional de Cuba. Fondo Academia de la Historia. Legajo 575, No. Orden 2

25 de septiembre de 2014

Lidia, la mensajera del Che Guevara



Lidia Doce, la mítica mensajera del Che Guevara en la sierra durante la revolución que comandó Fidel Castro, era hija de Teresa Sánchez Ávila y el comerciante de origen español, Claudio Doce Gómez, ambos vecinos de Velasco, Holguín, donde se conocieron y donde se casaron. Pero el matrimonio residía en Mir, que era donde Claudio poseía una finca pequeña y después una bodega, o tienda, como es más común que se diga por estos lares.

Antes de la tienda de Mir, el padre de Lidia tuvo una en Velasco, pero un incendio la destruyó. Entonces Claudio compró en Mir donde vivía Justa, su hermana, que era dueña de una fonda que se llamaba La Cuba. La tienda de Claudio en Mir estaba a unos cien metros del apeadero del ferrocarril y se llamaba “La Casa Verde”.

Tres fueron los hijos de Teresa y Claudio. Los tres nacieron en Velasco adonde iba la madre a parirlos, porque allá estaba su familia. y cuando los niños alcanzaban dos o tres meses, volvían a Mir. Primero nació Alfonso, luego Pablo y finalmente Lidia, que nada más había cumplido dos años cuando su padre murió.

Además de la tienda, Claudio Doce se dedicaba a embarcar plátanos en un tren de carga junto a Manuel Prendes que era su socio en este negocio. Un día el tren llegó con una sola casilla libre. Claudio propuso que cada uno cargara media casilla, pero Prendes no quiso. Discutieron. Prendes sacó el revólver y con el cabo le pegó a Claudio en la cabeza. Una hemorragia le arrancó la vida. A Prendes lo encausaron y lo llevaron a la cárcel, pero una amnistía del gobierno de Menocal lo dejó en libertad. Pocos años después Prendes tuvo una discusión con un Teniente del Ejército que lo mató allí mismo donde él había matado a Claudio Doce.

En la fotografía el legendario Hotel Rif de Mir, propiedad de la familia Doce. Para leer más haga clic aquí


Después de la muerte del padre, la familia Doce comenzó a padecer una pobreza absoluta. Todo lo fueron vendiendo hasta que nada más quedó la casa. Luego la viuda, muy joven aún, se casó con Antonio Parra quien era un hombre muy pobre, era su trabajo vender agua en un carretón. La familia fue a vivir al batey del central San Germán, donde le nacieron ocho nuevos hijos.

Si importarle la pobreza, Lidia siempre estaba feliz, jamás  triste, y reía escandalosamente. Sus carcajadas eran sonoras y por eso su madre la reprendía pero ella siguió riendo como igual hasta la última vez que se le vio con vida.

Dicen quienes la conocieron que Lidia nació y siempre fue linda. No había lugar donde llegara que no armara revuelo por su físico. La última foto que se conserva de ella es de cuando tenía 42 años y aún era una mujer que esas que quitan el resuello.

La época de juventud de Lidia Doce fue la del charleston y el son, pero ella, que era una gran bailadora, prefería el vals, sobre todo, Danubio Azul.  Succetta Sánchez, prima de Lidia, cuando oye esta música entrecierra los ojos, echa la cabeza hacia atrás y dice que le parece verla, con sus vestidos de organdí llenos de vuelitos, dando vueltas y vueltas.

Cuando tuvo edad para hacerlo Lidia Doce se casó en San Germán y allí le nacieron los tres hijos que tuvo: Thelma, Efraín y Caridad. Pero fue desgraciada en el amor. Su marido la abandonó y a ella no le quedó otra opción como no fuera vivir en una cuartería donde nada más tenía una sola cama y una mesa. Sus amigas de entonces aseguran que hubo días en que Lidia no pudo encender el fogón, sin embargo, dicen también sus amigas de entonces, en su casa muy pobre siempre había un detalle femenino: unas flores, una cortina, algún adorno hecho por ella misma y una limpieza enfermiza.

Costurera de las buenas y muy creativa para hacer mucho con casi nada y tejiendo era experta, Lidia cosió y tejió  para mantener a los tres hijos. Luego, buscando nuevos horizontes se fue a vivir a Bayamo, pero allí tampoco consiguió un trabajo que le permitiera tener el dinero que los muchachos necesitaban. Entonces ella consiguió colocarse de doméstica en una casa de La Habana y se fue allá, pero como no podía llevar a los hijos los dejó en San Germán con una tía suya que le ayudó a cuidarlos.


Terminal de ferrocarril, San Germán
Dicen que todos los meses venía Lidia de La Habana a ver a los hijos y al resto de la familia. Thelma, su hija mayor, recuerda que el tren pasaba por San Germán a las cuatro de la tarde y por eso todos los días a esa hora los muchachos se sentaban cerca de la estación a esperarla. Y cuando ya habían bajado todos y Lidia no llegaba, los tres hermanitos se marchaban tristes a la casa, pero cuando la veían corrían a ella que los abrazaba a los tres a la vez, y luego abría las maletas en las que les traía dulces, caramelos o algún flan hecho por ella misma.

Nadie dejaba de enterarse cuando llegaba Lidia Doce a San Germán. Su risa escandalosa contagiaba todo y también porque Lidia cantaba a voz en cuello mientras ayudaba a lavar la ropa, a limpiar la casa, o mientras cosía ropitas para todos.

Posteriormente uno de los medio hermanos de Lidia Doce, Alfredo Parra, se hizo maestro panadero y fue a trabajar al pueblito de San Pablo de Yao, en la Sierra maestra y Lidia, que para entonces dejó de trabajar en La Habana, se fue con el hermano y con Efraín, su hijo varón que iba a aprender el oficio de panadero con el tío. Las hembras habían crecido, ambas estaban casadas, por eso quedaron en San Germán.

Poco (para no decir que nada) es lo que se habla del hermano de Lidia, Alfredo Parra, más conocido por Pombo, sin embargo, aquella panadería de San Pablo de Yao se convirtió, gracias a él y a Lidia, en una de las principales abastecedoras de alimentos para las tropas del Ejército Rebelde que operaban en aquella zona.

El Che Guevara tenía su comandancia cerca de San pablo de Tao y Manuel Escudero era el guía. Como el Che le pedía  banderas, brazaletes y uniformes y como Escudero sabía que Lidia era modista, un día fue a verla. Ella estuvo de acuerdo en coser todo lo que hiciera falta. Para esa fecha, su hijo Efraín se había sumado a las tropas rebeldes mandadas por el Che.

Fue el propio Manuel Escudero quien le habló al Che de Lidia: “Esa es la mujer que te hace falta, porque ha ido a La Habana, a Santiago y es una mujer instruida y muy dispuesta...”

Un día la columna bajó hasta San Pablo de Yao a comprar alimentos para la tropa. Manuel Escudero presentó al Che y a Lidia. Conversaron un poco. Luego el Che le pidió al viejo Manuel Escudero que cuando subiera al campamento  llevara a la mujer, pero nadie creyó que ella pudiera subir las lomas encrespadas. Es que para entonces tenía más de 40 años y había engordado. Pero sorprendió a todos: Montaba en mulo con mucha agilidad.

De izquierda a derecha: Juan Almeida, Celia Sánchez, Lidia Doce y Fidel Castro en la Sierra Maestra


Lo que sigue fue escrito por el propio Comandante Che Guevara, dice:
“Conocí a Lidia apenas a unos seis meses de iniciada la gesta revolucionaria. Estaba recién estrenado como comandante de la Cuarta Columna y bajamos en una incursión relámpago, a buscar víveres al pueblito de San Pablo de Yao, cerca de Bayamo...
“Cuando evoco su nombre hay algo más que una apreciación cariñosa hacia la revolucionaria sin tacha, pues tenía ella una devoción particular por mi persona que la conducía a trabajar preferentemente a mis órdenes, cualquiera que fuera el frente de operaciones al cual fuera yo asignado... incontables fueron son los hechos en que Lidia intervino en calidad de mensajera especial mía o del movimiento.... Llevó a Santiago de Cuba y a La Habana los más comprometedores papales, todas las comunicaciones de nuestra columna y también los números del periódico EL CUBANO LIBRE. Asimismo ella traía a la Sierra el papel para el periódico y medicinas, armas, municiones; traía, en fin, lo que fuera necesario y todas las cosas que fuera necesario".

El Che dijo que la audacia de Lidia era sin límites, tanto que los mensajeros varones eludían su compañía, “recuerdo que algunos decían: Esa mujer tiene más c... que Maceo, pero nos va a hundir a todos; las cosas que hace son de loco...”

La primera misión que el Che le dio a Lidia consistió en ir a Santiago de Cuba y llevarle unos documentos a René Ramos Latour que era quien ocupaba el cargo de Frank País después de la muerte de éste.

Casualmente cuando recibe la tarea su medio hermana Haydée Parra estaba en San Pablo de Yao pasando unos días. Y como la muchacha, embarazada, tenía que ir a Santiago, Lidia aprovechó para ir juntas. Lidia cumplió su primera misión y regresó a la Sierra llevando otros documentos muy comprometedores. Entonces se convirtió en Esther, la mensajera del Che.

La anécdota que seguidamente narraremos la contó Haydée Parra, medio hermana de Lidia Doce. En uno de los viajes que hizo con Lidia ya el hijo de Haydée tenía año y medio. Como el niño las acompañaba, Lidia fue a una tienda de Palma Soriano y compró una pelota, luego la abrió y adentro puso todos los mensajes que llevaba para la Sierra, después buscó ponche y volvió a cerrar la pelota que le dio al niño.

Estaban Haydée, Lidia y el niño esperando el transporte que los llevaría a Bayamo y al niño se le cae la pelota. Un guardia que había cerca la recogió y se la dio al tiempo que le decía: “Eres un remolino muchacho, mira como ponchaste la pelota”. Y Lidia, con tremenda sangre fría le dice a su sobrino: “Déjate de malacrianzas y pórtate bien. Si vuelves a votar la pelota se la regalo al guardia”.

Yolanda Martínez, amiga y de Lidia, contó que en uno de los viajes que la mensajera hizo a Santiago de Cuba llegó en una máquina. En el asiento trasero se veía un traje de novia, blanco y muy vaporoso. ¿Quién se casa?, le preguntaron. “Esto es para despistar al Ejército. Tú ni te imaginas como hay material revolucionario ahí dentro...”

Por su parte contó Haydée, la medio hermana de Lidia, que un día ella le comentó que deseaba mucho que terminara la guerra para que la mensajera dejara de correr peligro. Lidia contestó que cuando triunfara la Revolución era cuando más iban a trabajar. “Y quiero que tu sepas que he conversado mucho con el Che, dijo, y cuando terminemos la lucha armada en Cuba estoy dispuesta a seguir peleando por la libertad de otros países: eso es para que no te asombres y para que lo sepas desde ahora”.

Pocos combatientes hicieron más viajes entre el llano y la Sierra que Lidia, quien bajaba y subía constantemente. Igual pocas personas burlaron más el cinturón de seguridad que el ejército puso alrededor de la Sierra que ella, siempre sonriente, a veces escandalosamente sonriente, con una  frialdad y una temeridad sorprendente. “Como soy tan gorda, decía, van a tener que pasar más trabajo para enterrarme cuando me maten... el hueco que van a tener que hacer será enorme”.

Gorda, sí y con más de 40 años, pero de cara bonita y con unos ojos pardo-oscuros, grandes y reidores. La tez trigueña y tersa. El pelo negro y las facciones suaves. Presumida siempre, se preocupaba de su arreglo personal y de los perfumes prefería el que oliera a limpio. Los vestidos de colores discretos. Asimismo sentía especial preferencia por las flores de la mariposa y los gladiolos blancos. Ella siempre insistía en que el día de su muerte solo le pusieran flores blancas.


Sello de correos en recordación de la heroína
Cuentan que cuando llegaba a La Habana, y después de cumplir todas las misiones a ella encomendadas, Lidia iba a las peluquerías donde se teñía el pelo, se hacía cortes modernos y se enteraba de cosas que después eran útiles en la sierra: cosas que en las peluquerías contaban las esposas de los militares.

Y de vuelta a la Sierra, en lugar de descansar de tanto ajetreo y viajes, Lidia entretenía sus ocios de guerrera tejiéndole mediecitas a los niños de las campesinas.

La última vez que Lidia Doce llegó a San Germán fue el 25 de agosto de 1958, su hija más pequeña había tenido un hijo. “Vengo a conocer a mi nieto, dijo, porque a lo mejor va y este es el último viaje que doy”. Entonces era y ella lo sabía, la mujer más buscada por el Ejército, sin embargo, estaba tan sonriente como siempre. Tomó el niño en brazos por un gran rato, lo besó mucho y le cantó una canción.

Para esa fecha su hija mayor, Thelma, se iba a casar y al día siguiente iría a Bayamo a comprar la tela para su vestido de novia, por eso insistió en que su madre la acompañara: “Para que aunque seas veas la tela del vestido, mamá”. Pero Lidia no podía. Tenía una misión muy importante. En la tarde se marchó en el tren. Ninguna de sus dos hijas, ni ella misma, sabían que era aquella la despedida definitiva.

En La Habana una combatiente clandestina la invitó a almorzar en el Ten-Cent de la calle Monte. Lidia aceptó y dijo que tenía hambre vieja. Cuando llegaron se sentó en la silla giratoria, de donde sobresalía su cuerpo grueso, estiró las piernas y le dijo a la camarera: “Deme esa lista, señorita”. Y pidió una selección de los mejores platos.

Primero le trajeron la sopa, como es natural. Lidia comenzó a comer. Luego le preguntó a la camarera que cómo se llamaba aquella sopa: Sopa Juliana, dijo la camarera. ¡Ah, dijo Lidia, si yo tuviera ese pollo y todos los condimentos que le echaron a esta sopa la hacía igualita aunque se llamara Sopa Petronila!.

De pronto Lidia bajó la cuchara, dejó de comer y dijo: “Que egoísta soy. Mis muchachos de la Sierra con tanta hambre y yo comiendo todo esto tan sabroso... Que bueno sería si pudiera llevar el Ten-Cent a la Sierra, sobre todo los helados. A esos muchachos míos le encantan los helados...”. Y no comió ni una cucharada más.

Entre las misiones más arriesgadas que Lidia cumplía estaba subir o bajar revolucionarios de la Sierra. Al último que bajó fue a su hijo Efraín, que estaba enfermo de una bronquitis aguda. Lo llevó a Santiago y allí lo dejó en una casa de confianza. El muchacho supo de la muerte de su madre por la prensa.

La última misión de Lidia era ir a La Habana a llevar documentos y luego ir a Santa Clara, donde debía esperar al Che, que llegaría allí cuando hiciera la invasión.

Escribió el Che: “Ella conocía que me gustaban los cachorros de perro, por eso siempre estuvo prometiéndome que me traería uno desde La Habana, sin poder cumplir nunca con su promesa. Cuando llegué al Escambray encontré una carta de Lidia en la que me decía que me traía el cachorro prometido... Pero ni Lidia ni su inseparable Clodomira, mensajera de Fidel, pudieron volver de La Habana”. Un hombre las delató a ellas y a un grupo de combatientes que estaban en un apartamento en el reparto Juanelo de La Habana.

Para leer la historia completa sobre el momento de su apresamiento y lo poco que se supo de la muerte de Lidia Doce y sus acompañantes, haga clic aquí.

En el año 1959, Thelma, la hija mayor asistió a la inauguración de una tarja en el apartamento donde las apresaron. Una vecina se le acercó y le preguntó: “¿Tu eres la hija de aquella señora gruesa, que bajaron dándole golpes?. Ella les gritaba a los guardia que eran unos asesinos, que se atrevían con hombres indefensos pero que ninguno iba a la Sierra porque eran unos cobardes. Tu madre fue una mujer muy valiente”.

Con quienes más se ensañaron los soldados de la dictadura fue con Lidia y con Clodomira, las torturaron salvajemente, pero, ellas, que conocían a todos los combatientes clandestinos y los lugares donde se escondían, no dijeron ni una sola palabra. La prueba es que después que fueron hechas prisioneras ningún combatiente fue detenido.

Dicen que metieron sus cabezas dentro de sacos llenos de arena mojada y que las tiraron al mar. Sus cuerpos nunca aparecieron.




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