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15 de enero de 2010

La obra abolicionista de un cónsul inglés en Cuba

Autor: Jorge Karel Leyva Rodríguez
Fuente: CUBARTE

En los inicios del siglo XIX Inglaterra necesitaba expandir los mercados de su producción industrial. En 1807 había eliminado la trata de negros en sus colonias americanas; diez años después obliga a firmar un tratado a España para que hiciera lo mismo en las suyas a partir de 1820; incumplido este último, impone otro con cláusulas más rigurosas en 1835 y ya en 1838 abole la esclavitud en sus propias posesiones.


Por entonces en Cuba hormigueaban las conspiraciones antiesclavistas. Cuando en 1837 el barco “Romney” tripulado por negros libres llegaba a La Habana procedente de Inglaterra y se encendieron aún más los ánimos entre los conspiradores cubanos, era sabido que algunos agentes ingleses alentaban la insurrección abolicionista. (1)


Pero ninguno de estos agentes sería tan mal recibido por el gobierno español como lo fue David Turnbull, quien llegara a La Habana en calidad de cónsul en 1940, con el propósito de velar por el cumplimiento de los tratados antes mencionados. En Cuba no sólo realizaría una extensa investigación sobre la introducción de esclavos desde 1920, sino que alentaría el abolicionismo y hasta se pondría en colaboración con un grupo de criollos influyentes para lograr la independencia de la Isla.


Sin embargo, el ambicioso proyecto emancipatorio de Turnbull no estuvo apoyado por el gobierno británico; ni siquiera por la British and Foreign Antislavery Society. De hecho, a Inglaterra no parecía convenirle que Cuba se independizara de España; lo cual se hizo evidente una década después cuando el auge de las corrientes anexionistas, que abogaban por la unión de la Isla a los Estados Unidos, condicionó las presiones de los ingleses sobre los españoles con respecto al abolicionismo. (2)


Es necesario destacar que la antipatía que provocó David Turnbull entre los esclavistas criollos y españoles no comenzó con su actividad como funcionario en la Isla. Turnbull había sido acogido favorablemente a finales de la década del treinta durante su primera visita a Cuba. En esta ocasión ganó el reconocimiento de los miembros de la Sociedad Económica Amigos del País y la membresía, pues fue nombrado socio-corresponsal. Pero lo más importante de esta primera estancia fue la detallada información que obtuvo sobre el funcionamiento del macabro sistema que mantenía viva la trata de negros, y sobre el modo de vida de los esclavos en los ingenios. Los datos recogidos le permitieron escribir un interesante libro, que retrata y condena el sistema esclavista en Cuba, titulado Travels in West, Cuba; with notices of Porto Rico, and the slave trade (Cuba, viajes al oeste: con notas de Puerto Rico y el comercio de esclavos) Es por ello que durante su segundo viaje, ya todos sabían de los objetivos de Turnbull y muchos de los que antes le estrecharon la mano, debieron miarle ahora con recelo.


El libro en cuestión, escrito entre 1837 y 1839, fue publicado en Londres en 1840. Está estructurado en 25 capítulos, 24 de los cuales se dedican a Cuba mientras que sólo el último se refiere a la situación de Puerto Rico. Documentos históricos, obras de viajeros de paso en nuestro país, diálogos con hacendados, textos de historiadores cubanos y vivencias personales son las fuentes que nutren su obra. El tercer capítulo, dedicado sobre todo al estado de la esclavitud, a los postes de castigo, así como a establecer la diferencia entre esclavos rurales y domésticos, resulta particularmente interesante. (3)


El tercer capítulo del libro comienza caracterizando a los colonos de Cuba y a los de las colonias británicas. Mientras que los ingleses no residían en sus propiedades y permanecían en Europa hasta verse obligados a regresar para recuperarse económicamente, el propietario en Cuba carecía del más mínimo interés por regresar a su patria. Por el contrario, afirma Turnbull, sus lazos afectivos con la madre patria se debilitaban paulatinamente.


Sin embargo, los colonos españoles no residían en sus plantaciones; solían instalarse en La Habana, en Santiago, en Matanzas u otras ciudades, a cientos de millas de sus haciendas; esta distancia justificaba menos sus viajes que la ausencia de carreteras seguras para transitarla. De modo que, a los efectos prácticos, el colono se encontraba tan lejos de sus haciendas como lo estaría un plantador jamaicano residente en Italia.


El autor confiesa que antes de visitar La Habana tenía a los españoles por personas nobles y a los dueños de esclavos en esta ciudad como los más indulgentes del mundo. Ahora, para su sorpresa, se sabía “engañado miserablemente” y dispuesto a afirmar que, con la excepción de Brasil, país aun no visitado por él, en los campos de Cuba reinaba la esclavitud más cruel y despreciable del mundo. Para contribuir a eliminar los prejuicios que, como era su caso antes de su visita, tenían aun quienes no habían visitado los campos de Cuba, es que decide realizar su investigación.


En la vivienda de un hacendado de la capital era posible encontrar esclavos con diversas tonalidades de piel, la mayoría nacidos en la casa y crecidos también allí. Estos esclavos, afirma Turnbull, suelen ser bien tratados. Y como era la costumbre que el primer propietario diera a su esclavo un nombre cristiano y un patronímico durante la ceremonia de bautizo, era también común encontrar dueños encariñados con los esclavos que vieron nacer y criarse junto a sus hijos, y por lo cual ni siquiera pensaban deshacerse de ellos.


Turnbull percibe una perfecta estratificación de clases en la sociedad cubana de la época. Primero estaban los alrededor de 30 nobles españoles y los hacendados. Luego los empleados y funcionarios civiles (1000 aproximadamente, según su cuenta), los oficiales del ejército y de la marina. En un tercer lugar Turnbull ubica a los comerciantes, fueran estos españoles, criollos o de otro país. Un escaño más abajo los dependientes franceses, ingleses, alemanes o americanos. Aun en un plano inferior los comerciantes al por menor y los tenderos, provenientes en su mayoría de Canarias, Vizcaya, Cataluña, o Norteamérica. El último nivel lo ocupaban los gallegos; los esclavos ni siquiera tenían un lugar: eran considerados tabú.


Un dato curioso que aporta Turnbull a continuación tiene que ver con ciertos “negocios” entre los amos y los esclavos domésticos cuando, con el paso del tiempo, el número de estos últimos aumentaba, y solían ser empleados en actividades fuera del hogar. Así, era común encontrar en las grandes casas de La Habana esclavos zapateros, modistas o sastres, a quienes se les permitía alquilarse en otros lugares, siempre que le trajeran al amo parte de sus ganancias. Este “impuesto” no solía ser alto, de modo que un esclavo podía ser capaz de comprar su propia libertad en unos pocos años.


Pero en los campos de Cuba la situación era bien distinta. Piénsese en el hecho según el cual era frecuente “aterrorizar” a un sirviente doméstico al sólo amenazarle con enviarlo a la hacienda de su amo; dado el caso un esclavo sabría, desde antes de salir de La Habana, que el único aliciente que tendría cada noche después de trabajar inhumanamente y sufrir hambriento los latigazos del mayoral, sería esperar su propia muerte.


Otro de los temas que registra Turnbull está relacionado con los castigos sufridos por los esclavos. Incluso en La Habana podían hallarse “cientos de indicios palpables de la miseria que acompaña la maldición de la esclavitud, completamente independientes de los horrores mayores que acarrea la trata de esclavos”.


En la alameda, por ejemplo, se alzaba un edificio que aunque estaba protegido de las miradas por altos parapetos de madera, ocultaba en su interior los postes de azote adonde eran enviados los negros desobedientes. Si bien la sangre y las carnes laceradas no se veían desde afuera, sí se escuchaban los lamentos, los terribles gritos, “los chillidos lastimeros pidiendo clemencia”.


Pero este tipo de crueldades era ignorado por los visitantes que tanto elogiaban las comodidades de los esclavos en La Habana, hasta el punto de celebrar su suerte en comparación con la de los obreros irlandeses o los de la misma Inglaterra. Tales visitantes no conocían una de las máximas habaneras en boga: “el espíritu de un esclavo, a quien se ha mimado excesivamente, ha de ser quebrantado periódica y sistemáticamente”. Tampoco habían escuchado decir a una de las tantas “señoras” de las grandes casas de la Habana, que la inclinación del esclavo hacia el vicio y la ociosidad debía ser corregida enviándolos una vez por mes al azote, a modo de advertencia y como método profiláctico contra su futura ingobernabilidad.


Turnbull también dedica algunos párrafos al sistema penitenciario en la Isla. Una nueva prisión cercana a la fortaleza de la punta era una de las obras públicas que había comenzado el gobierno de Tacón, si bien este último no pudo presenciar su terminación. En efecto, Turnbull destaca a este gobernante como más elogiado y a la vez más censurado que todos sus predecesores. Elogiado por las obras públicas construidas y por el férreo sistema policiaco que mantuvo limpia de malhechores las calles de La Habana durante su mandato; criticado por la no menos dura tiranía implantada y que afectaba sobre todo a los criollos. Alrededor de 200 personas, entre las cuales se hallaban distinguidos hombres de letras pertenecientes a clases respetables habían sido deportados sin siquiera hacerles juicio. En palabras del propio Turnbull: “El mismo vigor que utilizó para limpiar las calles de malhechores lo aplicó para restringir la más leve expresión de sentimientos políticos”.


No había sido terminada la nueva prisión y ya contaba con más de cien reclusos. En su interior los reclusos negros estaban separados de los blancos. En las “Salas de Distinción” se alojaban aquellos que podían pagar sin importar la causa de su encierro. La parte superior del edificio daba cobijo a las tropas españolas mientras que la planta baja encerraba a los prisioneros.


Muy cerca de la prisión se encontraba la obra más elogiada al gobierno de Tacón: el nuevo Paseo. Turnbull celebra su belleza a la vez que advierte a los transeúntes que esta obra no estaba diseñada para andar a pie. La falta de aceras hacía posible que la humilde gente de a pie pereciera aplastada contra la pared por un carruaje furiosamente conducido. Aunque oficialmente el nombre era Paseo Tacón, en los informes se le nombraba como Camino Militar, tal vez para justificar que sus constructores fueran militares y reclusos.


Al final de este Paseo se habían creado dos grandes barracones para la venta de esclavos. El primero, con capacidad para 1000 negros y el segundo para 1500. Ambos, que según relata Turnbull permanecieron llenos durante su estancia en La Habana, servían como depósito y como prisión. Ubicados en el punto de mayor atracción muy cerca de por donde pasaba el nuevo ferrocarril, los pasajeros podían ver desde los vagones la desesperación de los negros que sacaban piernas y brazos dando gritos, lamentándose, llorando.


El interior de los barracones era, según Turnbull, diferente de lo que cabría esperar. Con el propósito de poner pronto en forma a los esclavos y de evitar la nostalgia, los importadores los alimentaban bien, los vestían, les permitían “el lujo de fumar tabaco” y los animaban a divertirse en el amplio patio del edificio. Incluso, una vez que salían a sus respectivos destinos los primeros meses de estancia en los campos, los mayorales los adiestraban lentamente al ritmo de trabajo y evitaban emplear el látigo con tal de conseguir una mejor adaptación.


La edad de los negros apresados fluctuaba entre los 12 y los 18 años. Por cada tres hombres había una mujer. Era más barato comprar esclavos jóvenes que depender de su reproducción. En las haciendas la proporción era la misma. Había amos despiadados que tenían sólo hombres en sus plantaciones y luego del trabajo los encerraban juntos en los barracones de sus haciendas con tal de evitar que tuvieran relaciones sexuales.


Era entendido que 8 negros liberados producían lo mismo que 12 obreros criollos. Por ello, un negro bozal africano costaba 24 onzas de oro mientras que uno criollo podía ser comprado por 20. Este fue uno de los argumentos que esgrimió el propietario de un barracón a favor de la perpetuidad de la trata, durante una conversación con David Turnbull.


El abolicionista inglés cifra entre 300 y 320 dólares el precio de un esclavo vendido en La Habana al por mayor. Si en esta ciudad los esclavos eran vendidos dentro de recintos, en otras ciudades como Virginia la venta se realizaba sin pudor alguno en el medio de las calles.


Antes de finalizar el capítulo, el autor se refiere al comercio de esclavos en los Estados Unidos. Por una parte, en este país se hacía un esfuerzo por mantener las costas limpias de tráfico de negros, mientras que por otra éstos últimos se vendían libremente en las calles con el pretexto de que la venta ocurre en tierra y por tanto no quiebra la ley norteamericana contra la piratería. En ciudades como Maryland y Virginia, destaca Turnbull, hasta “se llegan a criar negros” para reproducirlos y venderlos.


Si en La Habana se decía que la diferencia de 68 dólares existente entre un negro africano y otro nativo era suficiente para garantizar la continuidad de la trata negrera, ¿por qué no suponer que además del comercio en tierra realizado en los Estados Unidos no existía otro en las costas de Alabama, Florida o Lousiana? ¿Sentirían remordimientos por violar una ley débilmente administrada aquellos que no los sentían para comprar niños, mujeres y hombres separados de sus familias para someterlos a todo tipo de trabajo? Turnbull confiesa que no puede probar que esto ocurra realmente así, pero existían razones muy fuertes para suponerlo.







Notas:


(1) Para una exposición de las diversas corrientes políticas de este período y otros posteriores véase el Perfil histórico de las letras cubanas desde los orígenes hasta 1868, publicado por la editorial Félix Varela en La Habana, 2004.


(2) Esto es lo que aclara David Murray en su libro Odious Commerce. Britain, Spain and the Abolition of the Slave Trade. Para una reseña de esta obra véase Roldán de Montaud, Inés: La diplomacia británica y la abolición del tráfico de esclavos cubano: una nueva aportación, En Quinto centenario, ISSN 0211-6111, Nº 2, 1981 , pp. 219-250.


(3) Este capítulo ha sido recogido como parte de la Antología crítica de la historiografía cubana, realizada por Carmen Almodóvar Muñoz, editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1986, pp. 278-288.


Tomado de: http://www.cubarte.cu

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