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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

19 de agosto de 2009

Mal pensado de fila

Autor: Amado del Pino
Esta no será una crónica con abundancia de recuerdos personales. Nunca entrevisté al genial Faustino Oramas, ni creo recordar ninguna conversación con el genial trovador. Si me han llegado algunas anécdotas de primera mano es porque uno de los hijos de mi amigo —dramaturgo y holguinero— Carlos Jesús García (Carlín), formó parte de la agrupación musical de El guayabero. Supe por esa sana vía que aunque su edad fuese tan avanzada y el oído pareciera no responderle en la vida cotidiana, había que estar muy atento para seguir el ritmo de sus improvisaciones.
Ahora que ha muerto, que nos quedamos sin el buen chiste que hubiese sido verlo llegar al centenario, despedir al cantor oriental me desata varias certezas y preocupaciones. El guayabero representa la quintaesencia de una tradición riquísima de cultura popular, del ingenio criollo que se opone —sobria pero tenazmente— a la retórica o a las fronteras mentales que, de vez en cuando, asoman la cabeza. El mismo nombre que lo inmortalizó ya se sabe que viene de los celos de un guardia rural, un hombre torpe que amenazaba con usar el poder para reprimir al artista. Sí, porque allá en la finca nombrada El guayabero, la ira tenía que ver con unos celos corrientes, pero sospecho que también con la ceguera del torpe, la saña del pretencioso ante los encantos del arte.
Allí le querían “dar”, cantó para siempre Faustino, pero salió ileso de esa y de otras trampas y lo que le “dio” su público durante décadas fue amor, aplausos, complicidad.
Ahora recuerdo que una amiga —que andará cerrando con donaire su cincuentena— me contaba que en su adolescencia los muy “finos” (la gente “fista”, dirían en mi Tamarindo, “pija”, en España) le aconsejaban que se alejara de aquel hombre vulgar que recorría Cuba con su guitarra. El creador genuino siempre insistió en que sus coplas eran ingenuas, que éramos los oyentes o bailadores los mal pensados que las teñíamos de erotismo o picardía. En mi infancia —arrancando los sesenta— la aclaración nos parecía válida pero totalmente de broma. Es decir, parecía claro que el llamado “doble sentido” funcionaba como una forma de hacer sutil la presencia sexual o transgresora, dada con una gracia que la ponía a salvo de los censores a la vez que abría la verja al regocijo de los cómplices admiradores de la danza de Marieta o de cualquiera de esas deliciosas criaturas y situaciones. El guayabero nos representaba a nosotros los cubanos de a pie: alegres, desenfadados, ardorosos y sí, mal pensados. En este joven siglo —cuando la grosería tiende a convertir en explícito lo que siempre fue dulcemente picaresco— vuelvo a las coplas del inmortal trovador y vengo a entender mejor sus razones. En la obra de El guayabero hay, en efecto, ingenuidad, dulzura, candor. Como mismo agredió a santurrones muchas veces, tal vez hoy funcione como un llamado a la lírica popular, una forma de contrarrestar lo obvio a la hora de comentar un hecho o elevar un elogio cantable al cuerpo de una preciosa negra, que nunca dejará de bailar en nuestros corazones.

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